jueves, 18 de junio de 2020

Los Vestigios Cotidianos de Oreste Plath

 

Oreste Plath fue un gozador de cada minuto, un investigador incansable del folclore popular, de las tradiciones, las costumbres, el lenguaje y todos esos detalles que forman el alma de una comunidad, pueblo o nación. “El Santiago que se fue, apuntes de la memoria” fue su libro póstumo, publicado en 1997, al año de su fallecimiento.  Es un testamento y testimonio a la vez. Cada capítulo rescata edificios, restaurantes, teatros, barrios y personajes que alguna vez habitaron la geografía del gran Santiago de Chile.

Solemos hacernos la ilusión de que los hitos citadinos nos acompañarán durante generaciones. Lo cierto es que toda constructo humano depende de catástrofes naturales, guerras y los llamados históricos que convierten en cenizas lo antes venerado. Lo que ayer nos parecía eterno; al siguiente día ya no está. El incansable Oreste tuvo ojo para captar la escasa importancia que en Chile se da al valor patrimonial cultural y natural. La actual desacralización y desplome de monumentos ha puesto el tema en el tapete, sin embargo, los destrozos, demoliciones, incendios intencionales, uso indiscriminado de aguas y tala de bosques nativos se arrastra desde muchas décadas atrás. Ya la sociedad post-Independencia se apresuró en reemplazar la arquitectura colonial por el “nuevo estilo francés”. ¡Hasta el legendario puente de Cal y Canto no sobrevivió a la picota! Pese a las guerras y los horrores, en muchos países duele  deshacerse de la memoria. De hecho, la consideran parte del turismo.

Paseando por lo que ya no está

Rincones donde los poetas y estudiantes de los años ‘30s, pasaban su tiempo, viejos periodistas autodidactas, La Piojera, Confitería Torres, El Bosco, la pérgola de las flores, El Goyesca, el portal Fernández Concha, la Alameda de las Delicias, los tranvías, la Quinta Rosedal, el Hotel Crillón y nombres de personajes como Tito Mundt, Joaquín Edwards Bello, Marta Brunet, Teresa Wilms Montt, Romeo Murga, la viuda de Vicente Blasco Ibáñez, Miguel Fernández Solar, Pablo de Rokha, Andrés Silva y toda una cohorte de fantasmas, me hacen evocar una ciudad en escala humana, donde sus habitantes confluían en similares espacios públicos. Épocas en las que el antiguo centro era el polo económico-político y recreacional de la capital. ¿Cuándo los santiaguinos dejaron de sentirse una comunidad? ¿Alguna vez lo fueron? Preguntas que se asoman al releer las páginas de este libro. Recuerdo que lo compré para apoyar mi gusto por descubrir lugares especiales de Santiago. Por largo tiempo tomé el desafío de subir a un microbús con alguna vaga referencia y sorprenderme con el encanto de alguna calle, boliche, plaza o monumento. Lamento que no existieran entonces las redes sociales para haber dejado constancia de mis “descubrimientos”.

El poder de la anécdota

En todos los libros, Oreste Plath cumplió con el rol de registrar lo que su insaciable curiosidad iba captando: juegos infantiles a los que nadie daba importancia, “picadas” culinarias, anécdotas de famosos (y no tanto) dramas de tinta roja, fiestas tradicionales, las animitas, el lenguaje de la calle, la identidad de los campos y ciudades. Tomó notas de todo. Quizás sabía o intuía que la memoria se afirma en la fragilidad de ser replicada por las nuevas generaciones. Por eso, el libro estremece, pues valora lo que nos parece tan cotidiano. Algo que esta pandemia y los estallidos sociales en varias partes del mundo nos han cuestionado: ¿Cuánto dura todo? ¿Qué es la “normalidad”? ¿Qué nuevas tradiciones y costumbres están por nacer?

  

 

 

viernes, 29 de mayo de 2020

Gracia Barrios y una época que se nos fue


GRACIAS   BARRIOS  Y UNA ÉPOCA QUE SE NOS VA

 

Me entero del fallecimiento, a los 92 años, de la pintora chilena Gracias Barrios. Su triste partida me hace reflexionar que hace años el debate artístico se ha ido enmudeciendo en Chile. Alguien podría mencionar la performance “Hambre” ( Delight Lab) pero pertenece a lo efímero-tecnológico. Gracia Barrios apunta a lo trascendente.

Un día de 1986 fui a entrevistar a Gracia. Yo llevaba tres años en El Mercurio y todavía lucía como recién titulada. Ella, junto a su esposo y artista José Balmes, acababan de regresar del exilio en Francia. No recuerdo exacto donde exponía, pero bien pudo ser la Casa Larga de la también retornada Carmen Waugh (ese año comenzaron a regresar muchos exiliados a Chile). Su historia tenía aires de romanticismo épico. Ella, hija del famoso escritor Eduardo Barrios, autor del libro que todos leíamos en el colegio “El niño que enloqueció de amor”. José, hijo de una familia Catalana y Republicana que escapó de la Guerra Civil española en el buque Winnipeg, gestión de salvamento realizada por el poeta Pablo Neruda en 1939. Ambos artistas se conocieron y amaron durante su gestión en el Grupo Signo, una vanguardia del abstracto conceptual que tuvo un abrupto fin con el Golpe de Estado de 1973. De aquella larga entrevista, solo me publicaron un breve párrafo destinado a ilustrar sus interesantes pinturas y grabados en la revista “Vivienda y Decoración”.  Pese a lo breve, seguí realizando entrevistas largas para aprender sobre la emergente actividad que estaban tomando las galerías de arte en Santiago. Recuerdo la de Ennio Bucci, Gema Swinburn, el nuevo Instituto Cultural de las Condes, el Museo de Bellas Artes, el Instituto Chileno Francés, el Goethe Institut y la Galería El Cerro. Muchas de los encuentros ocurrían en Bellavista, barrio que renacía de sus cenizas y que brillaba en cafés, restaurantes, músicos callejeros, velas, guirnaldas luminosas, talleres de joyería, artesanía fina, ropa de diseñadores, teatro callejero, una remodelada Plaza Camilo Mori (con su casona rosada), la avenida Perú y el funicular del Cerro San Cristóbal. Parecía una primavera ante el recién finalizado toque de queda y el aislamiento cultural.  

Las voces disientes

En aquella época, solía hacer coincidir las “notas a los artistas” con las tardes de viernes para aprovechar que el taxi mercurial me “bajara” de la lejanísima Santa María de Manquehue hasta el centro de Santiago. Así, después de una reconfortante conversación sobre arte, me iba a juntar con mis amigas a Bellavista. Entrevisté (entre otros) a José Balmes, Conchita Balmes (la hija de José y Gracia), Carmen Aldunate, Gonzalo Cienfuegos, Francisco Brugnoli, Mario Irarrázaval, Bernardita Zegers, Mario Toral, Bororo, Samy Benmayor y al “regio” Nemesio Antúnez en su Taller 99. Este último, retornaría en los 90’s a la televisión con el programa “Ojo con el arte” y sería nombrado director del Museo de Bellas Artes, lugar que se convertiría en epicentro noticioso por sus estupendas exposiciones internacionales, audacias artísticas y una cafetería estilo París.

Viene a mi memoria Roser Bru (otra catalana del Winnipeg), muy amiga de los Balmes. Ella me mostró sus sandías y animitas que rescataban el alma popular chilena. En 1974 tuvo la audacia de montar una controversial exhibición de grabados en la galería de Carmen Waugh, dedicada a Miguel de Unamuno y la Guerra Civil Española. Abundaban los textos en contra de Franco, los que podían leerse en contra de Pinochet. Después de esto, tuvieron que salir de Chile.  

El arte daba que hablar

En la década del 80’s el arte provocaba polémica en los medios de comunicación. Revistas opositoras como La Bicicleta, Pluma y Pincel, Apsi, Mensaje y Hoy reporteaban todas las actividades que organizaban escritores, actores y artistas. Las performances urbanas del grupo C.A.D.A (Colectivo Acciones de Arte) eran muy comentadas. En 1981 lograron que seis avionetas sobrevolaran Santiago en formación militar y arrojaran miles de panfletos con la frase “¡Ay Sudamérica!”, asunto que se relacionó con una parodia pacífica del bombardeo al palacio de La Moneda por los Hawker Haunters. Desde sus talleres, los artistas proponían, hacían pensar y Gracia Barrios era una de ellas. Sus pinturas con rostros anónimos, rojos y negros, figuras borrosas y la mano con la palabra NO (destinada al Plebiscito de 1988) eran asuntos vigentes, comentados los lunes en las oficinas y universidades.

La muerte de esta gran creadora chilena ha dejado en evidencia hasta qué punto nos hemos olvidado de quienes gestaron la cultura entre 1950 a 1990. Incluso el barrio Bellavista, símbolo de aquel despertar, se está sumergiendo en el abandono, la destrucción y el olvido. (Por María del Pilar Clemente).

viernes, 15 de mayo de 2020

Derechos, deberes... ¿Cuál es el rumbo de los DDHH?


DERECHOS, DEBERES… ¿Cuál es el rumbo de los DDHH?

 

En 1948 ocurrió un hito histórico. En la recién fundada Organización de las Naciones Unidas (ONU) se firmó la Declaración Universal de los Derechos y Deberes del Hombre. Aunque después se eliminó la palabra “Deberes”, varios puntos del documento conservan aquel sentido. Son 30 artículos que recorren las necesidades  más sensibles de ser humano: la vida, libertades, trabajo, educación, vivienda, alimentación, salud, expresión y desarrollo como individuo. Fueron un consenso inspirado en los grandes valores que venían promoviendo filósofos, científicos e intelectuales desde la época grecolatina, reforzados en el siglo XVII. El ideal de una educación masiva como eje del progreso (Ilustración), justicia para todos y el “nunca más” a las guerras, horrores y masacres, generaron el concepto de DDHH. De allí, se derivó la  importancia de fiscalizar el monopolio de las fuerzas de orden que los ciudadanos delegan en los Estados. Habían caído monarquías, imperios y surgido nuevas naciones en el mapa. Latinoamérica y África iniciaban el ascenso desde el tercer mundo hacia estos valores universales.

La polémica de Sergio Micco

Bajo este marco, el encargado de la Oficina de DDHH en Chile, Sergio Micco, apareció en la prensa, destacando la falla de dicho organismo en inculcar en la juventud el concepto de derechos y deberes. De ahí estalló un debate entre los que estaban de acuerdo o en desacuerdo. Surgieron voces apelando que los derechos humanos son inalienables y que no están sujetos a deberes o a relativismos morales. El tema es interesante. Si bien la declaración de DDHH consolida en sus 30 artículos los derechos inalienables, también sugiere ciertos deberes. Así, el artículo 1, indica: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, dotados como están de razón y conciencia, DEBEN comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Además, el artículo 29-1, señala: “Toda persona tiene DEBERES respecto a la comunidad, puesto que solo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad”.

Se entiende que la puesta en marcha de tan elevados principios, requiere de ciertas exigencias mínimas de convivencia. Por ejemplo, en el Consultorio de Salud de Algarrobo, hay un cartel donde se advierte que a nadie le será negado el derecho a la atención…salvo que el paciente agreda al personal o rehúse ser atendido por algún facultativo.

En cuanto a educación (por muy gratis que sea), el estudiante está obligado a realizar tareas y pruebas para recibir tal derecho y avanzar al siguiente curso. No en vano en otros países se llaman “deberes escolares”. Si alguien desea postular a un beneficio estatal, el ciudadano debe llenar una forma y acreditar que lo necesita. El artículo 23-1, señala en su párrafo final: “La persona tiene derecho a los seguros de desempleo, enfermedad, invalidez, viudez, vejez y otros casos de pérdida de sus medios de subsistencia por circunstancias INDEPENDIENTES DE SU VOLUNTAD”.

Esta pequeña frase es clave. De no existir, cualquiera de nosotros (con un buen abogado) podría exigir al Estado que nos diera techo, trabajo y vivienda, sin hacer a cambio absolutamente nada. Solo por estar vivos y por tratarse de derechos inalienables.

¿Servilismo al poder?

No pocos acusaron a Micco de “servilismo al poder” o tener una visión política-partidaria en favor de Piñera. Coincido en que una misión clara para cualquier oficina de DDHH debiera ser AJENA a intereses y beneficios partidistas de TODO tipo. Felipe Portales, sociólogo y autor del libro “Los mitos de la democracia chilena”, reiteró en un comentario de El Mostrador, que los representantes de los DDHH solo tienen atribuciones jurídicas ante los abusos del Estado contra los ciudadanos. Así, los delitos o agresiones entre ciudadanos caerían en el marco de la justicia penal, laboral y civil locales. Hasta ahí, de acuerdo. Sin embargo, agregó que las opiniones de los representantes de DDHH no podrían referirse a temas de injerencia política o social fuera del axioma Estado-ciudadanos; Estado-versus otros Estados. En suma: ¿Tendrían los personeros de DDHH que usar anteojeras y no analizar y orientar el contexto político, social y económico que rodea el abuso de funcionarios del Estado? Todos sabemos que el opinar, no implica abrir un nuevo caso jurídico, sino que otorga un marco a la realidad. De hecho, en el portal de la ONU existen ensayos y documentos que abarcan espectros más amplios que la contabilidad de casos  mundiales.

Cuestionamiento al delito y al derecho  

Según Felipe Portales, el tema pasa por el ámbito conceptual o el espíritu de los derechos humanos. Dice: “Cuando se trata de una persona común que asesina a otra, es un delito gravísimo contra la vida, pero NO es una violación al derecho a la vida”. Así, SOLO los Estados provocarían la violación a un derecho. Las violaciones entre ciudadanos o de ciudadanos contra el Estado, serían simples delitos sin adjetivos, destinados a los tribunales locales. Efectivamente, la justicia de cada país acoge y castiga los delitos, sin embargo, los principios generales son los mismos, ya que caen en los llamados “valores universales”. Ahí se equivoca Portales. Matar o asesinar despoja del derecho a la vida, no obstante su relevancia jurídica vaya a tribunales internacionales y otros, a los nacionales. En suma, DDHH no está obligado a denunciar y acoger los temas civiles, laborales y penales de cada país, pero sí podría dar directrices, opinar sobre fenómenos como el femicidio, porque existe el valor universal del derecho a estar vivo (el más importante en la declaración de 1948). Esto nos lleva a una pregunta: ¿Qué sucedería si, en Chile por ejemplo, dos grupos de ciudadanos, premunidos de piedras y palos se atacaran a muerte en una calle e intervinieran las fuerzas policiales? Sabemos que el organismo se preocuparía de los abusos de las fuerzas de orden en contra de las dos pandillas o grupos. ¿Y si la pelea surgió por racismo o fanatismos religiosos, ¿no habría que elaborar algún informe y opinar sobre la amenazante realidad de los grupos racistas o fanáticos religiosos que atentan contra los derechos humanos? Repito: elaborar un informe no implica asumir la pega de los tribunales locales.  

Educar para el bien común

Al finalizar su artículo, Portales reflexiona que hace falta enseñar el tema de los DDHH en las escuelas. No menciona a la educación cívica. Ahí viene otro error. Es imposible educar en derechos humanos si no se abarca todo el espectro cívico de una sociedad. La Declaración Universal de DDHH es la pauta, un faro de luz, cuyos principios se incluyen en la mayoría de la Constituciones democráticas de cada país. Desde allí, se traducen en normativas destinadas a su cumplimiento, es decir, no basta con dar a conocer la existencia de estos derechos y su rol fiscalizador.  Los Estados no son entes abstractos. Quienes lo hacen funcionar son personas comunes y corrientes elegidas a través del voto, o son empleados, funcionarios en los distintos aparatos de orden y servicio público. Si los ciudadanos no entienden lo que es vivir en comunidad y que los valores inspiradores de los DDHH deben ejercerse en la vida diaria, es bien poco lo que se puede prevenir en corrupción, falta de ética y abusos del Estado.  Veamos el artículo 29-2:

“En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente SUJETA a las limitaciones establecidas por la ley, con el único fin de asegurar el reconocimiento y el RESPETO de los derechos y libertades de los DEMÁS, y de satisfacer las JUSTAS EXIGENCIAS DE LA MORAL, del orden público y del bienestar general de una sociedad DEMOCRÁTICA. Una reflexión clave para reconstruirnos después de la pandemia.

(Por María del Pilar Clemente)

 

 

 

 

lunes, 4 de mayo de 2020

En memoria de Sonia Mardones de Wolleter, Arauco-Lota


EN   MEMORIA  DE  SONIA  MARDONES DE WOLLETER, la mejor amiga de mi mamá en Lota, Arauco.

 

Ayer, cuando la brisa dorada del otoño sacudía los bosques de Arauco, se marchó de este mundo, nuestra querida “tía Sonia”. Era de esos seres inolvidables que la amistad transforman en familia.

Corrían los años 60’s cuando mis padres se trasladaron desde Santiago a Lota. Mi papá había sido contratado por la entonces, Carbonífera Lota Schwager. Yo estaba recién nacida y mi hermana recién caminando. Llegamos a una de las casas pareadas en la calle Parque Luis. A través de esta vía, se accedía directamente a la faena del carbón, la maestranza, los trenes, oficinas y piques (los más profundos de Sudamérica). El mismo escenario, aunque en mejores condiciones, que el descrito por Baldomero Lillo a principios de siglo. En esa calle, vivían también los Wolleter Mardones y sus tres hijos Andrea, Jimena y Carlos Arturo (años después nacería Pía, la pollito). La amistad entre las dos mamás surgió con esa fuerza que da el verse todos los días y el compartir los asuntos escolares de los hijos.

Lluvias y aromas de chancaca

La jornada comenzaba con la sirena de los turnos, cuyas vibraciones parecían llorar con lágrimas de hollín. Los niños, llamados por la campana, nos íbamos a la escuela. Sonia y mi mamá se afanaban en los hogares y se juntaban a tejer chalecos, compartir recetas, organizar cumpleaños y obras de ayuda a los mineros en desgracia. Asistían a las reuniones escolares para hacer realidad las presentaciones artístico-culturales que se realizaban en el teatro de Lota, en el Club Social o en los jardines del bellísimo parque, donde caminaban libres los pavos reales.

La tía Sonia era delgada, trigueña, de risa a flor de labios y siempre dispuesta a acoger a los niños del barrio. El ventanal de su living solía convertirse en improvisado escenario para nuestros juegos infantiles. Durante los inviernos, cuando las lluvias reverdecían los bosques y el viento atormentaba los eucaliptos de la quebrada situada detrás de Parque Luis, Sonia deleitaba a todos con panqueques, picarones, queques con aroma a naranja y sopaipillas pasadas en chancaca (azúcar morena).

Para el año nuevo, se celebraba una cena con orquesta tropical en el Club. Sonia destacaba por su elegancia, siempre a tono con las camelias rojas y blancas que decoraban las mesas. Iniciado el verano, ambas familias partíamos en citronetas a paseos al río Las Cruces, las playas solitarias de Laraquete, la antigua central eléctrica de Chivilingo, el barrio Maule de Coronel, Talcahuano y los infaltables picnics en playa blanca. ¡Qué imborrables huellas nos dejaron el alma esas sencillas entretenciones!

El re-encuentro

Aunque la vida nos separó durante varios años cuando nos vinimos a Santiago, el reencuentro con Jimena a fines de los 80’s volvió a despertar los antiguos lazos. Allí estaba la tía Sonia, siempre dispuesta a enfrentar alegrías y problemas. Ya fuesen terremotos, nietos, el triste cierre del carbón en 1997 o la partida del tío Carlos en el 2009. Participó en el sueño de su esposo de vivir en un parcela en Arauco, plena de jardines (una forma de compensar el haber pasado toda su juventud bajo tierra). Comencé a ir a esa parcela desde el 2005, cuando la Pía vivió conmigo en Santiago. Allí, Sonia me refrescaba la memoria con anécdotas de Lota. Me regalaba detalles desconocidos de mi mamá, quien había fallecido en 1999. Cuando me casé, conoció también a Charlie, quien la llamaba “madre” y le preparaba asados y cócteles.

Sonia también me hablaba de sus vivencias en Mulchén, zona de campo y árboles frutales. Adoraba los encantos de Valparaíso. Una vez fuimos con ella y la Pía a recorrer esos cerros pintorescos y a comer mariscos. ¡Qué buenos tiempos!

El adiós

La última vez que nos vimos (2018) ya estaba enferma. La veo en la cocina, transformando los desayunos en cálidas reuniones familiares. Ayer supe la triste noticia de tu partida, querida tía Sonia. Te llevas contigo parte de mi infancia, el olor penetrante del carbón y de los helechos húmedos. Nos dejas, pero tengo la esperanza de reconocer tu sonrisa luminosa en el sol que besa la bahía de Arauco.  

(Por María del Pilar Clemente B.)

sábado, 2 de mayo de 2020

Vivir y morir en el mundo virtual


VIVIR Y  MORIR  EN EL MUNDO VIRTUAL

 

¿Quiénes somos en el mundo virtual? Dos hechos me hicieron reflexionar. Uno, el haber sido invitada a mi primera fiesta de cumpleaños a través de Zoom. La otra, el fallecimiento de un querido amigo de Barcelona. Alguien que jamás conocí en forma tangible. Me refiero a Fernando Laureano Miranda Artasánchez.

Es el cuarto amigo virtual que he visto partir. La presencia diaria en los muros, grupos o foros digitales hace que nos encariñemos con personas que (como nosotros) existen en otras ciudades, países y barrios. Todos hemos sido testigos de visitantes “desconocidos” que estudian, trabajan, están de novios, se casan, vemos nacer y crecer a sus hijos, aplaudimos a sus mascotas y lloramos sus pérdidas, conocemos a sus padres. ¡En fin! Nos constituimos en parte de sus éxitos, fracasos, enfermedades y dichas. A veces, algunos de ellos pasan a la categoría de “amigos reales” al poder conocerlos en algún encuentro o viaje.

Antes de internet, nuestra red de familiares y amistades era limitada. Dependía de la suerte de tener una familia grande, vivir en un barrio con niños/as de la misma edad, de un escuela acogedora, de veraneos, nuevos empleos, gremios y citas a ciegas. A veces, hasta esa limitada red se iba perdiendo al mudarnos a otra ciudad, divorcios, peleas familiares o fallecimientos. Llamar periódicamente por teléfono y escribir cartas eran la base para mantener un contacto lejano. ¡Ni hablemos de emigrar a otro país!

La muerte

A diferencia del ayer, los difuntos virtuales no desaparecen después del funeral. Si los parientes no cierran sus cuentas, sus muros quedan abiertos como un salón de visitas, una capilla ardiente donde se puede escribir condolencias, recuerdos y los infaltables saludos de cumpleaños, que el algoritmo seguirá anunciando cada año. Algunos optan por borrarlos de sus listas de amigos. Yo prefiero dejarlos ahí, como espíritus susurrantes. Así, puedo revisar sus posteos y captar esa cotidianidad congelada en el tiempo. Conmueve darse cuenta de que el “último relato” no son palabras para el bronce o una despedida. Es como si el dueño hubiese salido a almorzar y colgado el cartelito “Voy y vuelvo”. Entre diario de vida y agenda pública, nuestra forma de ser queda reflejada (casi para siempre) en el tramado virtual. Por eso, no son vanas las recomendaciones de cuidar lo que subimos a internet.

La vida

Me he encontrado también con la vitalidad. Por ejemplo, el primer grupo al que fui invitada (no arrastrada) fue “Diálogo” de Gonzalo Green. Recuerdo que durante los dos primeros meses todos los integrantes mantuvimos una enriquecedora relación de debates, temas profundos y noticias. El momento cumbre fueron las Fiestas Patrias. Sin proponerlo, improvisamos una ramada folclórica. En ese entonces (aprox. 2014) no se usaban tantas fotos, videos o stickers como ahora. Construimos el ambiente a través de las palabras. Sin sonido alguno y sentada frente al computador, asistí a una de las mejores fiestas dieciocheras de mi vida. Todos calzamos perfecto imaginando la decoración, las mesas, los platos típicos, los aromas, la música. Iniciamos un concurso de payas, hubo versos, estrofas de cuecas, brindis…¡En fin! Lo pasamos bomba sin vernos. ¡Qué fuerza tienen las palabras!. Todavía conservo la paya que escribí dedicada a los integrantes del grupo. Gonzalo promovió  la amistad, invitando a su casa en Santiago. En alguno de mis viajes a Chile logré llegar dos veces a estas reuniones en su hogar. Allí conocí “face to face” a varios de los Dialogantes. Desde su silla de ruedas, Gonzalo y su esposa María nos atendían a todos con una ejemplar fraternidad.

Crecer e iluminar

Como vivir no es un camino lineal, el grupo Diálogo pasó por varias etapas, nuevos miembros, alejamientos, bloqueos y hasta un “golpe de Estado” contra el administrador que había expulsado a Gonzalo. Cabe indicar que Fernando Laureano llegó también a ese grupo y siguió compartiendo sus vastos conocimientos de chileno-español en los muros de varios amigos. Participaba también en el universo medieval de un juego de roles. Como recordarán, previo al advenimiento de las redes sociales, estos juegos simuladores de sociedades fantásticas eran la gran atracción de internet. Los personajes o “avatares” cobraban vida en aquella “segunda realidad” y ponían en contacto a personas de diversos países. El tema era alucinante y provocaba polémicas en los medios de comunicación. ¿Terminarían los avatares dominando a sus jugadores?. Aunque las redes sociales opacaron aquel fenómeno, sigue contando con adeptos

El triste adiós

Almeja del Río, María Cristina Craig, Giacomo Marasso y Fernando Laureano Miranda fueron seres vivos, unos desconocidos (si los analizamos con los parámetros de la realidad tangible). Todavía los evoco y durante algunos años, sus muros me seguirán haciendo guiños de estrellas fugaces. La tecnología nos ha dado la oportunidad de iluminar, de crecer y dejar huellas en otros (los que ya no veremos más). ¡No la desaprovechemos!

(Por María del Pilar Clemente B.)

 

domingo, 26 de abril de 2020

Soplonaje y Funas en la época del Covid-19


SOPLONAJE  Y  FUNAS  EN LA ERA DEL COVID19

 

Me cuentan sobre una joven mujer contagiada con este temible virus. Tuvo suerte y los médicos la autorizaron de quedarse aislada en su pequeño departamento en Vitacura, Santiago. Sus familiares se organizaron para cuidarla, limpiar todo y traerle comida. (siempre a distancia y con máscaras). La información se filtró y anónimos vecinos del edificio comenzaron a deslizarle bajo su puerta, papeles con groserías y amenazas. Según estos “amigables y educados” vecinos, ella debía desaparecer de la urbe.  Supongo que se sintieron ciudadanos ejemplares, ayudando a denunciar públicamente al leproso. Ayer, me enteré que la primera familia contagiada de Vallenar (pequeña ciudad en Atacama) fue amenazada con la quema de su vivienda y golpearle al niño. Tuvieron que solicitar ayuda especial al alcalde, quien autorizó custodia policial. Algo similar está ocurriendo en un barrio de inmigrantes haitianos. La consigna es “si están contagiados deben desaparecer”.

Confusión de valores

No solo en Chile, esta pandemia está sacando lo peor de muchas personas. Son aquellos que confunden perseguir, hostigar y amenazar con “responsabilidad ciudadana”. Noto que en las redes sociales se ha vuelto heroico subir videos funando a personas que “no cumplen la normativa”. Así, en vez de llamar al guardia del supermercado o decirle al aludido que se ponga máscara o se aleje, sale más divertido tomar el video. Se obtienen “likes” y se da “una lección”.

El acusar y perseguir (en un afán justiciero) es una actitud frecuente en la historia.  Está comprobado que si el Estado o alguna élite poderosa avala la “purga” de ciudadanos “indeseables”, nunca faltan entusiastas voluntarios para la tarea. Si hay premios o existe el terror de ser castigado, el apuntar con el dedo al “mal elemento” se multiplica. Las medievales cacerías de brujas funcionaron gracias a los “soplones”; a los “justos” que parecían cumplir con su religión. Si se dan las condiciones, el  “acusete” sale de su anonimato y se suma gustoso al apedreo y linchamiento.  ¿Naturaleza humana?

Tristes ejemplos

El convertir al “soplón” en aliado para “limpiar la zona de enemigos”, es una antigua estrategia de poder. Todo invasor, caudillo totalitario, dueño del control religioso o entusiasta del “divide y vencerás”, suele ofrecer premios y castigos a la población.  Así lo hicieron los nazis en los países de Europa del Este. Ante el pánico de ser arrasados, muchos fueron más rigurosos que Hitler en la aniquilación de judíos, gitanos y homosexuales. El incentivo de la impunidad y de quedarse con los bienes de los denunciados es una fórmula infalible en esos casos extremos de la realidad. Los  soviéticos “salvadores” aplicaron el mismo esquema a sus liberados. Dieron permiso no solo para linchar a soldados alemanes, sino que también a cualquier persona que hablara o tuviera relación con la cultura germana. Documentales dan testimonio de niños y mujeres golpeados hasta morir en Polonia y Hungría por el solo “pecado” de tener apellido alemán. Por supuesto, siempre alguien dio “el soplo” fatal. Lo mismo hizo  el gobierno nacionalista turco con los armenios a principios del siglo XX. Hasta 1950 se permitió en los Estados Unidos linchar públicamente a las personas de color. La mayoría de los autores eran encapuchados del Ku Klux Klan, pero no faltaron ciudadanos de rostro descubierto que hablaron mal de vecinos “indeseables” para que sufrieran aquel cruel destino. Cuando el senador Joseph McCarthy llamó a denunciar comunistas, florecieron las funas y amenazas. En la industria del cine, el “acusar al rival” era una forma de apropiarse de los roles estelares. Charles Chaplin fue una de las víctimas de estos “justicieros”.

 

¿Exageración?

Varios me dirán que exagero, que las guerras, invasiones, racismo o peleas religiosas son harina de otro costal. Me explicarán que las amenazas a los contagiados es algo que “ayuda a la educación ciudadana”. Puede ser, pero la semilla de esta conducta es la misma que ha germinado en las ponzoñosas aguas de la historia. ¿Recuerda alguno de ustedes a esos “felices vecinos” que delataron a “Upelientos” durante los inicios de la dictadura de 1973? Todos sabemos que ocurrió, pero no tenemos los nombres.  Ningún abuelo le cuenta a sus nietos que ha sido soplón. Las películas de las guerras mundiales abundan en héroes partisanos que “no estaban de acuerdo con los nazis”. El silencio señorea en los responsables de “enviar papelitos” con la dirección de judíos escondidos. Aparecen en el rol de “villano”, pero nadie admite haberlo sido. ¿Y qué hay con las funas o escraches? Se supone que están reservadas para torturadores que han escapado de la justicia, no para controlar la conducta de quienes me caen mal. Por ejemplo, su excesivo uso en políticos ha hecho que se vuelvan una forma cotidiana de “golpiza mediática”. Así, pocos días después, el agredido sigue fresco como lechuga y los “funadores”, lo siguen admirando. No es raro que los escolares copien la conducta, agredan y hostiguen a compañeros de clase en vez de argumentar con ellos. ¿Cómo podemos estar en contra del bullying si  normalizamos esta forma de ser?.

Conclusión: Si le baja la tentación de enviar “mensajitos” de odio a su vecino, recuerde que es muy posible que usted sea el primero en ser tentado con premios o castigos para ayudar a la “purga” de “ciudadanos indeseables” en caso de guerras, invasiones o propaganda ideológica. ¿Qué nunca va a suceder algol así? Lo mismo decíamos del Covid19. (Por María del Pilar Clemente B.)

 

 

lunes, 20 de abril de 2020

Luis Sepúlveda, lo que aprendí de ti


LUIS  SEPÚLVEDA, LO QUE APRENDÍ DE TI

Ha muerto en España el escritor chileno Luis Sepúlveda. Una víctima más del Covid-19. La noticia me conmueve de manera especial. Justo este verano (meses antes de la pandemia) encontré el libro “El viejo que leía novelas de amor”, su primera obra literaria. Estaba olvidado en el ático de mi hermana. Era el mismo ejemplar gastado que habíamos leído con tanto gusto treinta años atrás. Entonces, ella soñaba con navegar en el río Amazonas. Yo no tanto. Las escenas horrendas de los monitos atacando a los gringos y de las pirañas, me causaban cierta desconfianza.

 La novela fue publicada en 1989, pero llegó a mis manos en 1990. Era una época especial. La opción “No” había ganado el Plebiscito de 1988. Contra todo pronóstico, el régimen militar de Pinochet había aceptado el retorno a la democracia. El clima político y ciudadano de esas primeras elecciones fue luminoso como una feliz luna de miel.  Aquel año 1990 se había iniciado muy prometedor para mí. Pude cumplir mi sueño de viajar durante tres meses por Europa y visitar a mis tíos de Barcelona y Bilbao. Además, estaba de novia con un copiapino y pronto me iría a radicar al desierto de Atacama. También, estaba asesorando en comunicaciones a uno de aquellos “recién horneados” parlamentarios de la zona. Entonces, me topé con una entrevista a Luis Sepúlveda. Su obra “El viejo que leía novelas de amor” había ganado un importante premio y era un éxito editorial. Decían que describía de un modo diferente la selva del Amazonas. Corrí a comprarla. Fue la última década de gloria para los libros de papel, considerando que el hábito de la lectura ya iba en baja.

La naturaleza como protagonista

Era una edición delgada, con una colorida portada tropical (hoy un tanto arrugada). La historia de Antonio José Bolívar Proaño, su llegada a un imaginario pueblo del Amazonas y su encuentro con un dentista fluvial (atendía en el recorrido de un barco) me subyugó. En especial porque Bolívar era un cazador retirado y que en sus “años dorados” prefería leer llorosos romances. A su alrededor, pululaba una fauna humana de baja estofa. Estaban dispuestos a todo para robar cualquier riqueza a la selva. Para ellos, los animales salvajes y los indígenas eran un obstáculo. Por cierto, ninguno leía, actividad considerada “de poco macho”.  Se parecía un poco al clásico “La Vorágine” del colombiano José Eustacio Rivera, que había leído en el colegio. En ella, los villanos eran los explotadores del caucho. El clamor de Sepúlveda por las ocultas bellezas naturales, calzaba con la emergente ecología de 1990. Motivada, yo escribiría una serie de crónicas en el diario Atacama, tituladas “Avanzando hacia la ecología”. Con ellas ganaría el premio Oxígeno 1994, otorgado por la USACH al periodismo ambiental.

La Patagonia y el desierto de Atacama

Cuando ya estaba viviendo en Atacama, otro chileno, Luis Rivera Letelier lanzó “La Reina Isabel bailaba Rancheras”, la primera de una saga de novelas ambientadas en las salitreras de la pampa. En paralelo, Luis Sepúlveda publicaría “Patagonia express”. Ambos autores reflejaban la humildad de los “anti-fama”, de intelectuales lejos de las élites y de la televisión. El viajar a visitar los pueblos fantasmas de las salitreras y a la Patagonia se puso de moda. Gracias a Luis Rivera y a Sepúlveda, aprendí a valorar la esencia de Atacama. Valoré las montañas minerales, el legado arqueológico, sus leyendas y la cultura local, temas con los que me lancé a la literatura. Por eso, no puedo dejar de pasar la ocasión de rendir un homenaje a Luis Sepúlveda. Le agradezco la felicidad que me causó conocer su obra. Al acercarme a la edad de su personaje, Antonio José Bolívar Proaño, comprendo que el alma ancestral de la naturaleza es como una novela de amor que tenemos el deber de descifrar. ¡Gracias por tus letras!