martes, 19 de diciembre de 2023

Todos Podemos ser Ángeles




En el vértigo de lo cotidiano, de la rutina, nos olvidamos de que somos templos, que cobijamos el alma insuflada por el  Padre celestial. El materialismo, el ruido, el vacío, el consumismo y las guerras ideológicas nos alejan de la necesaria soledad, de el reencuentro con la trascendencia, el preguntarnos quiénes somos y cuál es nuestro propósito. Muchas veces, no valoramos nuestro cuerpo y lo agredimos con mala comida, tatuajes, alcohol, drogas y excesos. Después, nos miramos al espejo con odio.  De la baja autoestima surge el agredir a otros, el insultar, la indiferencia, la rabia, la envidia el resentimiento y la venganza. Deseamos destruir y caemos en la oscuridad que es lo opuesto a la luz.

Un Ángel es un mensajero de Dios. Solemos verlos como entidades decorativas, esotéricas o fantasmas. En la Biblia, todo Ángel cumple el rol de un faro, de una guía en el desierto, de una advertencia o recordatorio que el poder no reside ni en ellos ni en nosotros,  sino que en el Creador. 


Mensajeros de paz


Se acerca la Navidad ¿Qué tal si nos damos tiempo para entregar mensajes de paz y amor? Me refiero a algo más allá de una tarjeta o video digital. Algo que denote un esfuerzo, una dedicación hacia el otro. Retomar la costumbre de las tarjetas postales es un hermoso detalle, en especial, si le agregamos palabras de nuestro puño y letra.  Hoy se valoran más que nunca, ya que es una costumbre en extinción. Ojo, que las palabras nacidas del corazón pueden ser el mejor regalo que un abuelo, cónyuge, hijo o amigo está esperando recibir. También, los mensajes grabados, llamadas telefónicas o visitas domiciliarias alimentan el alma del prójimo. Invitar a cenar al que está solo. Es una costumbre que podemos mantener todo el año. Pasar lista a las personas que puedan necesitar un saludo, una llamada. 

Y si te has acercado a Cristo, es la oportunidad para orar y entregar a otros el verdadero significado del pesebre, de la sagrada familia, el nacimiento, los pastores, los ángeles, la estrella de Belén y los reyes magos. El mensaje de salvación.

No tengas miedo de decir "Feliz Navidad". Si para otros son "Felices Fiestas". No se necesita uniformidad ni ser "políticamente correcto". Como dije, los Ángeles son mensajeros. 


Aprende a volar


Aunque no las vemos, tenemos alas. Se trata de esa capacidad trascendente de comunicarse con Dios, de buscar más allá de lo visible. Esas alas son las que nos permiten sortear las tribulaciones y alegrar al mundo con Fe y optimismo. Alzar el vuelo es permitir que el alma irradie toda la potencia de su luz. Para ello, es importante tratar a nuestro cuerpo con amor, amar a otros y agradecer a Dios. ¡Feliz Navidad!

(María del Pilar Clemente B.)

Un Manzano Para Inspirar el Otoño


Mauricio Tolosa nos invita a Arborecer. Es un verbo. La acción de “volverse árbol” o “florecer” en un significado abierto, sugerente y ambiguo. Es  una puerta que une lo biológico y lo espiritual. Es también, una  de las  enseñanzas de su libro “Mi maestro el manzano, Bitácora íntima de un viaje al Reino Plantae”. 
La delicada ilustración de portada nos propone un triángulo comunicativo entre la rama del manzano, el colibrí (segundo protagonista) y el lector. El mensaje lo siembra el autor en las páginas de un  relato que explora el vuelo  poético y autobiográfico.
“La mayoría de las personas no ven las plantas y menos, distinguen diferencias y detalles (…) solo poniendo algo de atención es posible darse cuenta de que al interior de una misma planta hay varios verdes, y que si están naciendo hojas nuevas es muy notoria la diferencia de los colores, brillos y texturas”.
En cada párrafo hay un desafío: detenerse,  observar, darse tiempo, relajarse y crear  las condiciones para ingresar al portal del Mundo Plantae. 

Experiencias vitales

Conozco a Mauricio desde nuestros tiempos universitarios. Ha recorrido numerosas etapas: periodismo, viajes, fotografía y empresas comunicacionales; siempre con  un pulso que oscila entre la racionalidad Occidental y la profundidad Oriental. Como todos, ha tenido momentos de felicidad, dolor, amor, decepción, miedo y esperanza. Cada experiencia ha sido un escalón conducente a este libro. 

Como él mismo lo dice, es oriundo de Punta Arenas. Conoció jardines familiares, los bosques de la Patagonia, parques de muchas ciudades, montañas, ríos, templos, modernidad y ancestros en Chile y el mundo. Las plantas estuvieron a su lado. Le gustaban, pero sin gran atención. Como la mayoría de los humanos, pensaba que eran un decorado de fondo, la escenografía natural (y algo monótona) del vertiginoso ritmo social, de los cambios, las luces, las pantallas y lo artificial. Valoraba su utilidad alimenticia y farmacéutica, pero desde la urbe. Compró la casa de sus sueños en Santiago, sobre los faldeos montañosos de Los Andes. Sin imaginar lo que vendría,  plantó un manzano japonés, jazmines y un romero en un patio interior. Otro pequeño terreno lo llenó de árboles, demasiados. Al crecer, algunos no sobrevivieron. El jacarandá y el cerezo se convirtieron en adultos fuertes y sanos, ayudantes del profesor manzano. Junto a ellos, surgió toda una fauna de insectos y aves, porque las plantas nunca están solas Este espacio sería bautizado como “jardín de la gratitud”.  
Un quiebre en su salud y luego,  la pandemia, lo obligaron al encierro. Se habría desesperado hasta que algo lo impulsó a fijarse en la corteza de su árbol favorito. Unas inusuales figuras lo invitaron a registrar lo ocurrido en fotos. Así, fue desarrollando un sentido especial para escuchar el ritmo del crecimiento de la energía vegetal. Una suerte de comunicación intuitiva de símbolos y sueños, que incluyó a una familia de colibríes. Los mensajes del manzano le trajeron la sincronía con bosques de otras latitudes. Aprendió a recoger la esencia floral, beber infusiones, meditar y descubrir los elementos vitales que se conectan. Esas “casualidades” que llevan a conocer a las personas indicadas en el momento adecuado. Varias de estas emociones las reflejó en Haikus, habilidad que ya había empleado en su libro “Angelos” y en sus talleres literarios.

La tranquilidad del ritmo interior

Durante la pandemia me inscribí en uno de los talleres por zoom de Mauricio. Los ejercicios consistían en observar y recorrer el mundo Plantae que estuviera a nuestro alcance. Era un lluvioso Otoño en Virginia (Estados Unidos). En Chile, estaban en primavera. 
Después de varios errores y bloqueos, me interné en un dorado bosque vecino (muy cerca de mi parcela) para registrar en fotos detalles que me obligaban a detenerme o a regresar al siguiente día. Una nevada adelantó el invierno. Encontré flores silvestres y seguí las instrucciones para hacer esencias. El taller me hizo derribar barreras emocionales para expresar en poesía lo que iba sintiendo. La mirada transformada en lenguaje. Afuera, las noticias alertaban con cifras de fallecidos y medidas de encierro. Afuera, hostilidad, temor. En el bosque, el follaje me abrazaba con la niebla, el aroma a tierra, los hongos de colores, manchas de arte en las cortezas, telas de araña, escarabajos, aves y ardillas, resonando en armonía con las plantas efímeras y centenarias. 
Así, cuando un par de años más tarde, este libro llegó a mis manos, pude comprender muchas cosas de aquel taller literario. Un legado que Mauricio ha dejado volar en libertad para quien desee aprender de su experiencia. Un llamado a encontrar su “árbol maestro” que lo lleve al “maestro de maestros”. Gracias, amigo. 
(María del Pilar Clemente B.)

miércoles, 15 de marzo de 2023

La Enseñanza del Olivo más Antiguo del Mundo

 

 

En la isla de Creta se encuentra este olivo que, según los entendidos, es el más viejo del mundo. Su edad la estiman entre 2.000 y 4.000 años. Debates más, debates menos, los cretenses le tienen cariño como a un sabio y generoso abuelo.

En la biblia, hay muchas parábolas y capítulos donde se compara al ser humano con los árboles y el universo agrario. "Por sus frutos los conoceréis" (Mateo 7:15) es una de las más difundidas. Contiene la evidente verdad sobre la apariencia (o imagen proyectada a los demás) y la realidad reflejada en los frutos. Así, aunque una persona crea haber comprado una casa con un manzano en el jardín, la hora de la verdad le llegará cuando el árbol de frutos. Tarde o temprano, las apariencias, esa primera impresión que damos, se caerá a través de nuestras palabras y acciones.


Belleza de la edad


Otra enseñanza de este olivo es la belleza del paso del tiempo. Nada más temido que envejecer, acercarse a la muerte, sin embargo, los artistas van a pintar o fotografiar a los viejos olivos por la estética presentación de su tronco. No son lisos como los jóvenes, pero tienen una belleza especial. Además, el conocer que ha sobrevivido a imperios, viejas culturas, guerras e incendios le otorga un valor incalculable.

Algún día, este guerrero verde morirá, cada una de sus células lo sabe, pero acepta la condición de que todo ser vivo, por larga que sea su estadía en el Tierra, debe volver al polvo. 


Respeto y conservación


Otro mensaje es el respeto que le debemos a la naturaleza y a los seres vivos en general. Combinar desarrollo urbano con zonas verdes, bosques con agricultura, reforestar, crear tecnologías que ayuden a aprovechar el agua, las semillas para las futuras generaciones.

Lamentablemente, se está poniendo de moda el destruir patrimonio cultural o natural, ya sea por codicia o por protestas de todo tipo. Hay activistas que ya están considerando lógico destruir obras de arte, quemar sus escuelas, matar animales o bosques para conseguir llegar al poder, presionar al gobierno o simplemente, por imponer su modo de pensar.


Sobrevivir


¡Qué hermosa lección de sobrevivencia nos da este olivo! Incapaz de moverse, ha podido sortear obstáculos, tormentas, dramas humanos y naturales. Sin duda, sus raíces son profundas y bien asentadas en la tierra, mientras que sus ramas escarban el cielo en constante trascendencia. Y aun así, tiene la generosidad de regalar sus frutos con sabor a miles de años.

sábado, 14 de enero de 2023

NOSTALGIAS CON SABOR A CHOCOLATE

 


Cada cierto tiempo, hago budín de chocolate casero. Es un ritual que utilizo para evocar los inviernos cordilleranos de Santiago; mi época de tareas escolares, telenovela de la tarde y horas colgada al auricular, hablando por teléfono fijo con las amigas. Me veo de catorce años, apoyada en la pared, jugando con mi cabello frente al espejo y enrollando con el dedo el espiral del aparato.  
Era fines de los 70’s y estábamos viviendo mi mamá viuda, hermana y yo  en un departamento de Ñuñoa, a tres cuadras de avenida Irarrázaval. Entonces, era una comuna de viejas casonas y pocos edificios altos. En las calles  circulaban escasos  vehículos. Se podía andar en bicicleta y adivinar el ciclo natural de las estaciones, gracias a los pregones, pitos y campanillas de los vendedores de fruta, afiladores de cuchillos y heladeros. Los brotes de la primavera las marcaba el paso del organillero. 
En dicho contexto, mi mamá trabajaba en una oficina durante la semana y dedicaba los domingos a preparar un postre. Sus especialidades eran la leche nevada, el arroz con leche, el flan de sémola, leche asada y el budín de chocolate. Así, cada domingo esperaba su ingreso al refrigerador, la fuente de cristal labrado, humeando su delicioso contenido. Era una pieza de vajilla sobreviviente de un juego que había incluido jarros y pocillos para poner la mermelada. Eran parte de nuestra infancia en Arauco (sur de Chile) del cual solo habían llegado a Santiago la fuente y un gran plato para tortas y queques.

 

SEMANA DULCE

El postre solía durar hasta el miércoles. El jueves y viernes, la fuente permanecía casi vacía en el refrigerador. Mi hermana y yo iniciábamos una tensa guerra fría contra la tentación. Comerse la última cucharada significaba lavar y guardar el recipiente, el que debía estar listo para el cercano domingo.
El budín no siempre le salía bien a mamá. Dependía de varios factores: la energía en el quemador de gas licuado (cocina), la calidad de la leche, el chocolate y el espesor de la maicena. A veces, por más que ella batiera la olla, quedaba semi líquido. Otras, el resultado era una goma dura, capaz de rebotar desde los platos al suelo. Lo más dramático ocurría cuando  el cuajado y la belleza maravillosa del budín…tenían sabor a nada. Eso pasaba cuando mamá no encontraba polvo de chocolate artesanal.  Entonces, el verdadero cacao y el café en grano eran costosos en Chile, por no ser país productor.  Así, aquellas ocasiones en las que el budín salía perfecto, duraba con suerte hasta el martes. Lo devorábamos sin importarnos a quien  le tocaba lavar. A mamá, esa “mala mano” no le sucedía con los otros postres de leche. Era como una “maldición” específica para dicha receta. 

POSTRES “PLÁSTICOS”

En los 80’s nuestra madre descubrió los “flanes y budines rápidos” que venían en unas bolsitas dentro de cajas parecidas a las de gelatina. Según la publicidad, solo había que agregar leche cualquiera y calentar. Otras marcas ni eso: ¡Eran instantáneos¡ Obviamente, existían desde mucho antes,  pero ella (famosa por su buena comida)  se había resistido a los alimentos industriales. Lo único que desde nuestra infancia usaba “en sobre” era la gelatina. En aquel tiempo, las dueñas de casa compraban moldes para elaborar unos imaginativos postes de varios colores, mejorados con trozos reales de fruta y decorados con crema. Eran tan bonitos que solían servirse hasta en las grandes cenas.
Los flanes “babosos” y con gusto a plástico se convirtieron en el “toque final” de almuerzos preparados con sopas y purés de sobre, más arroz pre-cocido. El budín de chocolate y el resto de la repostería desapareció de nuestra cocina. La vanidad de “usar bikini” y jeans ajustados  desterraron las calorías azucaradas. Aumentamos el consumo de ensaladas, aves y pescados. ¿Postre? Simplemente, fruta, aunque la tradición de los abuelos de la familia declaraban siempre que “la fruta no es postre”.

Pasaron los años, universidad, trabajos, matrimonios. La fuente de cristal se quebró y me traje el plato de torta a los Estados Unidos, donde lo tengo de adorno en el living.

No tengo talento para la pastelería y solo algunos postres de leche me salen bien, entre ellos, el budín de chocolate. Es una forma de poner sabor a la nostalgia al estar lejos de mi tierra natal.