sábado, 30 de marzo de 2024

LOS SABORES DEL RECUERDO

 

 


Tres meses después de la muerte de mi madre sentí un profundo antojo de comer helado de frutilla, un sabor que nunca me ha gustado, pero que era su favorito. Recuerdo que estaba sola en el departamento de Luis Beltrand, lugar donde ella   había fallecido. Mi amiga Paula acababa de remodelar todo en el estilo étnico que entonces me hacía vibrar: colores tierra, letras japonesas, texturas y vasijas de barro. Mi habitación era lo único diferente. Acordamos en dejarla en tonos frutilla y crema. En un rincón, ubicamos la bergere materna, tapizada en rayas rosa, blanco y lila, como en las ilustraciones inglesas de Alicia en el país de las maravillas. Según mi amiga, yo era mágica como Alicia. Nunca me creí el cuento, pero quizás era verdad. 

Sentada en aquel sillón, que había sido parte de mi infancia en Lota, me surgió el hambre por un detestable helado de frutilla. Salí a comprar una cassata en el almacén de Sucre con Luis Beltrand. Se llamaba “Belgrado” y lo atendía Sergio, aunque en realidad era su hermana la que manejaba todo con mano de hierro. Allí comprábamos las “emergencias” como tarros de café, huevos, golosinas, aliños, leche y por supuesto, marraqueta fresca. Don Luis, el conserje del edificio, salía mañana y tarde con varias bolsas para recoger el pan de quienes lo dejaban encargado. Durante sus pocos años de jubilada, mi madre fue una de esas adictas al “pancito caliente”. Sin embargo, para mí, la marraqueta era ocasional, pues nunca tuve costumbre de la hora de onces.


HELADOS, HOTDOG Y PASEOS SUREÑOS


En Lota tenía muy claras mis preferencias. En verano, las  paleta de agua (Loli-pop) de piña, naranja o frambuesa para la sed en las playas y piscinas. El resto del año, íbamos una vez al mes en citroneta a pasear a Concepción. Teníamos derecho con mi hermana a escoger entre un cono de helado o hot dog en la cafetería Victoria, que se situaba al costado del teatro. Tenían esas máquinas de batir que  no se conseguían en Lota, además los servían bañados en chocolate. Yo siempre elegía sabor a chocolate porque profundizaba el gusto de la deliciosa cubierta. A veces, por presión, me cambiaba a coco, pero no era lo mismo. 

El hot dog implicaba entrar al restaurante. Mi pedido era el mismo: especial con mayonesa y mostaza, más soda Sprite. Me fascinaba el vaso garza de mi padre, pleno de pílsener. El aroma a cebada de esas burbujas doradas que  erupcionaban en blanca espuma, otorgaba un toque amargo a mi hot dog, algo que no he podido repetir. A veces, él nos dejaba beber un sorbito cuando solicitaba la misma garza en el club de empleados del carbón. Eso ocurría algunos sábados en la mañana, como meta de la caminata que hacíamos los tres hacia los almacenes de los pabellones, mientras mi mamá se quedaba cocinando el almuerzo. En otras ocasiones, íbamos en la citrola a la feria de Lota Bajo. Allí, quedábamos hipnotizadas mirando a los pescadores pelar sus productos del mar. Podíamos elegir un cajón de fruta, normalmente duraznos, nísperos o cerezas. Si hacía frío, nos compraba un chocolate de leche Bambino en un boliche. 


ALMACENES ANTIGUOS


Recuerdo a los clientes presentando botellas vacías para ser llenadas por aceite extraído del barril. Yo pensaba, por el color, que era cerveza. Otro aspecto entretenido era mirar cómo fabricaban cucuruchos en papel café o diarios para colocar las mercaderías a granel que pedía la gente: azúcar, harina, caramelos, especies, frutos secos. Llegábamos tarde a almorzar y eso enojaba a mi mamá. A nosotras nos daba los mismo porque éramos malas para comer. Sospecho que teníamos el olfato muy desarrollado y sentíamos olores extraños en otras casas. De hecho, en los cumpleaños solo comíamos los porotitos dulces, las guagüitas y alguna tajada de queque casero de naranja (ojalá tibio y recién hecho). En casa, mi madre tenía buena mano para las ollas y  nos decoraba los platos para tentarnos. Hacía ricos postres, pero me daban desconfianza porque odiaba la leche. Los aprendí a disfrutar desde los diez años, en especial, el arroz con leche y el budín de chocolate. Todavía me gustan. Solo caseros.

Cuando nos fuimos a vivir al campamento Saladillo, perteneciente entonces a la Anaconda Copper Mining, solíamos ir a a Los Andes. Al lado del hotel Plaza se encontraba la heladería “La Reina”. Ofrecían barquillos de máquina en solo dos sabores: vainilla-frutilla o vainilla-chocolate. Obviamente, yo pedía este último, aunque no tenían el baño de chocolate. Eran medio aburridos, pero me hacían sentir en la cafetería de Concepción. A veces íbamos a la Fuente de Soda “Primavera” que se especializaba en lomitos. ¡Me cargaban! ¡Yo insistía en el especial con mayonesa y mostaza!. Cuando murió mi papá me cambié a los completos italianos. Sin el aroma de su garza de pílsener no era lo mismo. 


EL COSTILLAR ES MÍO


En Santiago, mi mamá adquirió fama entre los familiares por su célebre costillar o pulpa de chancho al horno con ají, acompañado de papas cocidas o puré picante. Por supuesto, con muchas ensaladas. En esos almuerzos, ella narraba las historias de los clubes radicales que servían esta receta, mencionaba al abuelo y bisabuelos que habían sido radicales. Las tías se peleaba por ser invitadas y hasta el tío abuelo Manuel Magallanes San Román se dejaba caer. Así, las anécdotas de radicales y bomberos se hacían muy divertidas, sazonadas por el vino que bebían los mayores. 


Ese mismo menú siguió latente con toda su carga de memorias, cuando íbamos a buscar con Francisco (mi futuro cuñado) a mi mamá a la Minera Andina, de Saladillo, donde ella trabajó hasta jubilar. Eran viernes “gloriados”. Ella salía a las dos de la tarde y nos íbamos todos al restaurante La Ruca del Almendral (fuimos a otros lados, en Curimón y Los Andes, pero nos quedamos con La Ruca). Yo hacía dieta dos días antes para poder comerme el pernil con papas cocidas y tomate con cebolla. Entonces, ya todos bebíamos vino. A veces, deteníamos el auto en los arenales del Río Aconcagua para dormir una  siesta “gloriosa” bajo los árboles. ¡Qué tiempos!


A los diecinueve años, poco antes de esas comilonas en El Almendral, me inicié en la cerveza debido a las caminatas que hacíamos con mi pololo Marcelo por el parque Bustamante. Entrábamos a la Fuente de Soda “Baquedano” donde aprendí a disfrutar los Barros Jarpa. Eran de pan amasado de campo, crujiente y recién hecho. El queso y el jamón eran de calidad y armonizaban con el schop de Cristal, la marca más parecida a la pílsener paterna. Lamenté que ya no se usaran los vasos garza. He probado otros Barros Jarpa, pero nunca igual de buenos.


ASADOS Y FIESTAS


Durante mi infancia y adolescencia no conocíamos a nadie que hiciera asados a la parrilla. Comíamos mariscos, pescados y pollo. Poca carne. Yo era adicta a las cholgas (mejillones) crudas, rehogadas en limón y pebre. 

Los significados del asado los comprendí en Copiapó, cuando era relacionadora pública en la Empresa Nacional de Minería. En septiembre se organizaban las parrilladas bailables de los mineros y el aroma a carbón, empanadas y la música de los huasos cantores, era un bálsamo, una alegría en medio de las dificultades de mi matrimonio.

La carne asada adquirió su sello de felicidad en los almuerzos apodados “Domingos dominicales” en la casa de mi hermana y cuñado, cuyas múltiples anécdotas y significados narraré en otra oportunidad.




domingo, 3 de marzo de 2024

EXPLORADORES DE LA AURORA BOREAL

 



Es raro ingresar desde el extranjero a Europa sin pasar por alguna de sus famosas ciudades, todas históricas, plenas de barrios antiguos, cafeterías, tiendas, museos, restaurantes y todos aquellos elementos urbanos que dan la “sensación’ de haber llegado al viejo continente. Por eso, el volar desde Washington D.C. con escala en los aeropuertos de Londres y Helsinki (sin previa visita) y aterrizar en las pueblerinas pistas de Oulu fue como dar un gran salto desde el invierno virginiano a los hielos árticos, sin el intermedio de las óperas o esas viejas películas largas. En la madrugada, la figura de un Santa Claus de plástico fue lo único que nos dio la bienvenida. Pocos pasajeros y equipaje perdido (hubo que reclamarlo on Line).

Con Charlie nos instalamos en el hotel Radisson blue dispuestos a comenzar un tour de exploraciones que nos hacía evocar al pionero Ernest Shackleton y al legendario doctor Víctor Frankenstein, quien de acuerdo a la escritora Mary Shelley, persiguió a su criatura monstruosa en estas zonas del Ártico. 


Celebrar el invierno


La guía es una sonriente sueca-finlandesa llamada Anna-Lane. Prefiere no usar pantalones, al igual que muchas nórdicas. Han puesto de moda gruesas faldas estampadas y abrigos. Una forma optimista de enfrentar los largos meses de oscuridad. En los interiores, la calefacción permite atuendos livianos, sin embargo, bajo el blanco paisaje todos parecemos osos o focas, de obesidad marcada por la cantidad de ropa. 

La primera actividad fue tomar el ferry-cortahielos a la isla de Hailuoto en el mar Báltico. Al ver el hielo extendido como una pradera infinita, me pregunté cómo habrá sido la vida de los finlandeses solo unos ciento cincuenta años atrás. Poca tecnología y dificultad de acceder a todas partes. Encierro infinito. ¿Fiebre de cabaña? Según explica la guía, estas zonas boreales tenían bastante menos población que en el sur nórdico. Las villas de pescadores y cazadores se han ido tornando en agradables pueblos con casitas rojas, amarillas y blancas. Todas muy bien equipadas. Lo que no cambia es el aire seco y denso que raspa la garganta. Bebemos mucha agua. 

Mientras observamos el faro y las viviendas con sus escaleras que habilitan para ir removiendo el peso de la nieve, el viento se deja caer como si los espíritus del Polo Norte nos dieran su gélida bienvenida ( o “malvenida”). Nos invitan a tomar sopas de pescado con crema y otra de carne picada. Elijo esta última porque se parece a la carbonada chilena. Las sirven acompañadas de un ensalada compuesta por unas pocas hojas de lechuga salpicadas de crema. Obviamente, el clima no ha desarrollado una tradición de frutas y verduras. 

 


Los pescadores detallan que su verdadera temporada de trabajo ocurre durante la primavera y el verano. Entonces, la isla se convierte en una visitada playa. Las orillas del Báltico son bajas (de hecho, cada año desciende un poco el nivel) y las familias disfrutan de bañarse a uno 25 grados Celsius. Deliciosamente caluroso para ellos. Igual debe ser mejor que la corriente de Humboldt en mis queridas costas chilenas. 

El ser humano se adapta a todo. Los finlandeses suelen referirse a un “antes” mucho más extremo, con menos comida y medicinas. “Antes todo se sanaba con sopas, vodka o la brea de pino”. Considerar que la brea pueda usarse para sellar barcos y comerla como medicamento implica sobrevivencia pura. Según dicen, la fórmula todavía funciona, aunque hay control gubernamental para vender licores y vinos. Se entiende.

Para ‘bajar la sopa” entramos a una cervecería artesanal, donde los dueños nos mostraron las instalaciones. La pureza del agua es la ventaja finlandesa. Y se nota, ya que el cabello se me puso muy lindo al lavarlo (con agua, no con cerveza). Dicho sea de paso, me impresiono por la cantidad de trámites y burocracia que el gobierno les pone a los micro-empresarios. El negocio había sobrevivido a la pandemia ¡Todo un logro!



Nostalgias de navegación


Otros pueblos como Raahe y Tornio me trajeron a la memoria el auge de la navegación. Ambos fueron astilleros y con tradición marítima. Todavía queda huella de relatos marineros en las tabernas e historias junto al fuego. La única forma de salir de los pueblos era trabajando para los mercantes o alistándose en las flotas navales. Quienes regresaban o los que hacían pausa en los puertos traían cuentos donde las ballenas y pulpos se transformaban en monstruos, donde existían las sirenas o lugares fuera de la imaginación. No solo en Finlandia. Por eso al escritor inglés Daniel Defoe le gustaba tanto ir a escuchar a los navegantes. Nadie les pedía realismo, sino que buenos relatos para pasar el invierno. “Moby Dick” es una de estas inspiraciones. Hoy, nos cuesta pensar en mundos acuáticos, en los “Finis terrae” y pocos alzan la vista soñadora ante las naves que dejan los puertos (la mayoría, de carga). Claro, están los cruceros con su itinerario previsto. Higiene, lujo y comodidad. Poco de exotismo y aventura. El avión nos ha acelerado y achicado el mapa. En estos pueblos árticos, las iglesias cuelgan barcos en miniatura para garantizar el retorno y la abundancia. Así era y así es.



 

La villa de Santa Claus


Explica la guía que el ojo comercial finlandés tuvo su acierto al adjudicarse Rovaniemi como la villa oficial de Santa. Su ventaja de encontrarse justo en la línea del círculo ártico. Hay unos pocos pueblos más al norte, pero desde 1985, este es el más famoso. En ese año registraron el lugar y desde entonces no han parado de llegar visitantes de todas partes del mundo, en especial de China, Japón e India, países sin tradición navideña ni mayorías cristianas. Aunque tiene hotel y los centros comerciales destacan una arquitectura “estilo Christmas”, lo cierto es que la decoración de cualquier película de Hollywood es mejor. Explica la guía que en noviembre y diciembre contratan muchos artistas y todo se engalana de manera espectacular. La gracia es “sacarse la foto” con Santa (como en cualquier Macy’s store en los Estados Unidos). Un pasillo de luces sugerentes lleva a la torre-estudio, pero hay una larga fila de personas con y sin niños. ¡Se da por visto! Abajo, en los buzones se pueden enviar cartas con el timbre postal de Santa. No me seduce la idea. El precio tampoco es bajo.



 


Granja de renos y aurora boreal


Ya que estamos en Laponia, el siguiente destino es la granja de renos “Arkadia” (palabra griega que designa un lugar idílico, bucólico). La maneja una familia Sami, que son los nativos nórdicos (Suecia, Noruega, Finlandia y Rusia). Antes se los llamaba “lapones” pero la palabra en lengua finlandesa tiene un significado despectivo, sucio. Es un lugar de recreación y de complemento a Rovaniemi, ya que muchos de esos visitantes pasan para el paseo en trilero tirado por renos, caminatas en el bosque o a comprar pieles, tejidos y artesanía. En el caso de ellos, no crían a los animales solo para la carne. Comentan que durante el verano, los Sami de los alrededores sueltan sus renos para que se alimenten en el bosque. Cada uno tiene un chip en la oreja. El refugio donde bebemos té de arándanos y bollitos de vainilla y azúcar posee un agradable fogón central y troncos para sentarse alrededor. La iluminación es tenue y permite que la vista ascienda hasta el cielo raso piramidal, donde brillan luces rojas y verdes de la aurora boreal. Todo un lenguaje espiritual en el cielo. 


Esa noche iremos a la frontera con Suecia, a una antigua casa de campo que será sede de nuestra caminata bajo la noche en espera de las luces estelares del amanecer. Nos vestimos con trajes especiales, muy gruesos, y salimos con una pareja joven que nos guía y nos habla de las estrellas. 

No hubo suerte. Me acordé de 1986, cuando en Chile salimos rumbo a La Serena para ver “de cerca” al cometa Halley. La cola del astro daba la espalda a Sudamérica y la noche estaba nublada. Vimos poco y nada, pero lo pasamos muy bien recorriendo el Valle de Elqui. En suma, la aventura y la imaginación hacen la mitad de toda excursión. Además, hubo otra fogata con tecito de arándanos y…sopa de pescado.



¿Qué es explorar?


Los dos días restantes fuimos a visitar otras aldeas de pescadores, iglesias maravillosas y restaurantes típicos. Como dije, todos relacionados con la navegación. 

Poca gente en las calles. Comprensible. Los hombres usan el mismo estilo: corte militar, barba de chivo y anteojos de metal. Las mujeres, por el teñido, se notan más diversas. Sonrisas amables, pero tímidas. Cada cual respeta su espacio, incluso dentro del palacio de hielo que recorrimos en Kami. Nadie se precipita. No en vano, el país cuenta con los estándares mundiales más altos  en educación. Me explican que les gusta aprender, trabajar y son disciplinados. Los mayores están preocupados por la adicción a las pantallas de los niños. No le ven buen futuro. 

Un cielo celeste acuarela se vislumbra entre las nubes. Tratamos de ir a un karaoke, pero los horarios nunca calzaron. Cierran todo el fin de semana, cenan temprano. Cierran. Quería escucharlos cantar, pero me quedaré con las ganas. Poco antes de abordar el avión de regreso, la gripe nos alcanzó con sus zarpas de frío-calor. ¡Pésimo vuelo con el estómago revuelto y cabeza en completa congestión!

Sigo pensando en el concepto de “explorar’. Ajeno total al pasado. Ya todo parece estar descubierto y civilizado. Incluso subir al Everest es algo domesticado y archiconocido. Tan higiénico y predecible como los cruceros.

Me quedo con el silencio nocturno, las praderas de hielo fundidas con el horizonte. Los bosques nevados y su misterio de cuentos vikingos. 

Hoy, se trata de explorar los sueños cumplidos y lo que nos queda por vivir. 


 

martes, 19 de diciembre de 2023

Todos Podemos ser Ángeles




En el vértigo de lo cotidiano, de la rutina, nos olvidamos de que somos templos, que cobijamos el alma insuflada por el  Padre celestial. El materialismo, el ruido, el vacío, el consumismo y las guerras ideológicas nos alejan de la necesaria soledad, de el reencuentro con la trascendencia, el preguntarnos quiénes somos y cuál es nuestro propósito. Muchas veces, no valoramos nuestro cuerpo y lo agredimos con mala comida, tatuajes, alcohol, drogas y excesos. Después, nos miramos al espejo con odio.  De la baja autoestima surge el agredir a otros, el insultar, la indiferencia, la rabia, la envidia el resentimiento y la venganza. Deseamos destruir y caemos en la oscuridad que es lo opuesto a la luz.

Un Ángel es un mensajero de Dios. Solemos verlos como entidades decorativas, esotéricas o fantasmas. En la Biblia, todo Ángel cumple el rol de un faro, de una guía en el desierto, de una advertencia o recordatorio que el poder no reside ni en ellos ni en nosotros,  sino que en el Creador. 


Mensajeros de paz


Se acerca la Navidad ¿Qué tal si nos damos tiempo para entregar mensajes de paz y amor? Me refiero a algo más allá de una tarjeta o video digital. Algo que denote un esfuerzo, una dedicación hacia el otro. Retomar la costumbre de las tarjetas postales es un hermoso detalle, en especial, si le agregamos palabras de nuestro puño y letra.  Hoy se valoran más que nunca, ya que es una costumbre en extinción. Ojo, que las palabras nacidas del corazón pueden ser el mejor regalo que un abuelo, cónyuge, hijo o amigo está esperando recibir. También, los mensajes grabados, llamadas telefónicas o visitas domiciliarias alimentan el alma del prójimo. Invitar a cenar al que está solo. Es una costumbre que podemos mantener todo el año. Pasar lista a las personas que puedan necesitar un saludo, una llamada. 

Y si te has acercado a Cristo, es la oportunidad para orar y entregar a otros el verdadero significado del pesebre, de la sagrada familia, el nacimiento, los pastores, los ángeles, la estrella de Belén y los reyes magos. El mensaje de salvación.

No tengas miedo de decir "Feliz Navidad". Si para otros son "Felices Fiestas". No se necesita uniformidad ni ser "políticamente correcto". Como dije, los Ángeles son mensajeros. 


Aprende a volar


Aunque no las vemos, tenemos alas. Se trata de esa capacidad trascendente de comunicarse con Dios, de buscar más allá de lo visible. Esas alas son las que nos permiten sortear las tribulaciones y alegrar al mundo con Fe y optimismo. Alzar el vuelo es permitir que el alma irradie toda la potencia de su luz. Para ello, es importante tratar a nuestro cuerpo con amor, amar a otros y agradecer a Dios. ¡Feliz Navidad!

(María del Pilar Clemente B.)

Un Manzano Para Inspirar el Otoño


Mauricio Tolosa nos invita a Arborecer. Es un verbo. La acción de “volverse árbol” o “florecer” en un significado abierto, sugerente y ambiguo. Es  una puerta que une lo biológico y lo espiritual. Es también, una  de las  enseñanzas de su libro “Mi maestro el manzano, Bitácora íntima de un viaje al Reino Plantae”. 
La delicada ilustración de portada nos propone un triángulo comunicativo entre la rama del manzano, el colibrí (segundo protagonista) y el lector. El mensaje lo siembra el autor en las páginas de un  relato que explora el vuelo  poético y autobiográfico.
“La mayoría de las personas no ven las plantas y menos, distinguen diferencias y detalles (…) solo poniendo algo de atención es posible darse cuenta de que al interior de una misma planta hay varios verdes, y que si están naciendo hojas nuevas es muy notoria la diferencia de los colores, brillos y texturas”.
En cada párrafo hay un desafío: detenerse,  observar, darse tiempo, relajarse y crear  las condiciones para ingresar al portal del Mundo Plantae. 

Experiencias vitales

Conozco a Mauricio desde nuestros tiempos universitarios. Ha recorrido numerosas etapas: periodismo, viajes, fotografía y empresas comunicacionales; siempre con  un pulso que oscila entre la racionalidad Occidental y la profundidad Oriental. Como todos, ha tenido momentos de felicidad, dolor, amor, decepción, miedo y esperanza. Cada experiencia ha sido un escalón conducente a este libro. 

Como él mismo lo dice, es oriundo de Punta Arenas. Conoció jardines familiares, los bosques de la Patagonia, parques de muchas ciudades, montañas, ríos, templos, modernidad y ancestros en Chile y el mundo. Las plantas estuvieron a su lado. Le gustaban, pero sin gran atención. Como la mayoría de los humanos, pensaba que eran un decorado de fondo, la escenografía natural (y algo monótona) del vertiginoso ritmo social, de los cambios, las luces, las pantallas y lo artificial. Valoraba su utilidad alimenticia y farmacéutica, pero desde la urbe. Compró la casa de sus sueños en Santiago, sobre los faldeos montañosos de Los Andes. Sin imaginar lo que vendría,  plantó un manzano japonés, jazmines y un romero en un patio interior. Otro pequeño terreno lo llenó de árboles, demasiados. Al crecer, algunos no sobrevivieron. El jacarandá y el cerezo se convirtieron en adultos fuertes y sanos, ayudantes del profesor manzano. Junto a ellos, surgió toda una fauna de insectos y aves, porque las plantas nunca están solas Este espacio sería bautizado como “jardín de la gratitud”.  
Un quiebre en su salud y luego,  la pandemia, lo obligaron al encierro. Se habría desesperado hasta que algo lo impulsó a fijarse en la corteza de su árbol favorito. Unas inusuales figuras lo invitaron a registrar lo ocurrido en fotos. Así, fue desarrollando un sentido especial para escuchar el ritmo del crecimiento de la energía vegetal. Una suerte de comunicación intuitiva de símbolos y sueños, que incluyó a una familia de colibríes. Los mensajes del manzano le trajeron la sincronía con bosques de otras latitudes. Aprendió a recoger la esencia floral, beber infusiones, meditar y descubrir los elementos vitales que se conectan. Esas “casualidades” que llevan a conocer a las personas indicadas en el momento adecuado. Varias de estas emociones las reflejó en Haikus, habilidad que ya había empleado en su libro “Angelos” y en sus talleres literarios.

La tranquilidad del ritmo interior

Durante la pandemia me inscribí en uno de los talleres por zoom de Mauricio. Los ejercicios consistían en observar y recorrer el mundo Plantae que estuviera a nuestro alcance. Era un lluvioso Otoño en Virginia (Estados Unidos). En Chile, estaban en primavera. 
Después de varios errores y bloqueos, me interné en un dorado bosque vecino (muy cerca de mi parcela) para registrar en fotos detalles que me obligaban a detenerme o a regresar al siguiente día. Una nevada adelantó el invierno. Encontré flores silvestres y seguí las instrucciones para hacer esencias. El taller me hizo derribar barreras emocionales para expresar en poesía lo que iba sintiendo. La mirada transformada en lenguaje. Afuera, las noticias alertaban con cifras de fallecidos y medidas de encierro. Afuera, hostilidad, temor. En el bosque, el follaje me abrazaba con la niebla, el aroma a tierra, los hongos de colores, manchas de arte en las cortezas, telas de araña, escarabajos, aves y ardillas, resonando en armonía con las plantas efímeras y centenarias. 
Así, cuando un par de años más tarde, este libro llegó a mis manos, pude comprender muchas cosas de aquel taller literario. Un legado que Mauricio ha dejado volar en libertad para quien desee aprender de su experiencia. Un llamado a encontrar su “árbol maestro” que lo lleve al “maestro de maestros”. Gracias, amigo. 
(María del Pilar Clemente B.)

miércoles, 15 de marzo de 2023

La Enseñanza del Olivo más Antiguo del Mundo

 

 

En la isla de Creta se encuentra este olivo que, según los entendidos, es el más viejo del mundo. Su edad la estiman entre 2.000 y 4.000 años. Debates más, debates menos, los cretenses le tienen cariño como a un sabio y generoso abuelo.

En la biblia, hay muchas parábolas y capítulos donde se compara al ser humano con los árboles y el universo agrario. "Por sus frutos los conoceréis" (Mateo 7:15) es una de las más difundidas. Contiene la evidente verdad sobre la apariencia (o imagen proyectada a los demás) y la realidad reflejada en los frutos. Así, aunque una persona crea haber comprado una casa con un manzano en el jardín, la hora de la verdad le llegará cuando el árbol de frutos. Tarde o temprano, las apariencias, esa primera impresión que damos, se caerá a través de nuestras palabras y acciones.


Belleza de la edad


Otra enseñanza de este olivo es la belleza del paso del tiempo. Nada más temido que envejecer, acercarse a la muerte, sin embargo, los artistas van a pintar o fotografiar a los viejos olivos por la estética presentación de su tronco. No son lisos como los jóvenes, pero tienen una belleza especial. Además, el conocer que ha sobrevivido a imperios, viejas culturas, guerras e incendios le otorga un valor incalculable.

Algún día, este guerrero verde morirá, cada una de sus células lo sabe, pero acepta la condición de que todo ser vivo, por larga que sea su estadía en el Tierra, debe volver al polvo. 


Respeto y conservación


Otro mensaje es el respeto que le debemos a la naturaleza y a los seres vivos en general. Combinar desarrollo urbano con zonas verdes, bosques con agricultura, reforestar, crear tecnologías que ayuden a aprovechar el agua, las semillas para las futuras generaciones.

Lamentablemente, se está poniendo de moda el destruir patrimonio cultural o natural, ya sea por codicia o por protestas de todo tipo. Hay activistas que ya están considerando lógico destruir obras de arte, quemar sus escuelas, matar animales o bosques para conseguir llegar al poder, presionar al gobierno o simplemente, por imponer su modo de pensar.


Sobrevivir


¡Qué hermosa lección de sobrevivencia nos da este olivo! Incapaz de moverse, ha podido sortear obstáculos, tormentas, dramas humanos y naturales. Sin duda, sus raíces son profundas y bien asentadas en la tierra, mientras que sus ramas escarban el cielo en constante trascendencia. Y aun así, tiene la generosidad de regalar sus frutos con sabor a miles de años.

sábado, 14 de enero de 2023

NOSTALGIAS CON SABOR A CHOCOLATE

 


Cada cierto tiempo, hago budín de chocolate casero. Es un ritual que utilizo para evocar los inviernos cordilleranos de Santiago; mi época de tareas escolares, telenovela de la tarde y horas colgada al auricular, hablando por teléfono fijo con las amigas. Me veo de catorce años, apoyada en la pared, jugando con mi cabello frente al espejo y enrollando con el dedo el espiral del aparato.  
Era fines de los 70’s y estábamos viviendo mi mamá viuda, hermana y yo  en un departamento de Ñuñoa, a tres cuadras de avenida Irarrázaval. Entonces, era una comuna de viejas casonas y pocos edificios altos. En las calles  circulaban escasos  vehículos. Se podía andar en bicicleta y adivinar el ciclo natural de las estaciones, gracias a los pregones, pitos y campanillas de los vendedores de fruta, afiladores de cuchillos y heladeros. Los brotes de la primavera las marcaba el paso del organillero. 
En dicho contexto, mi mamá trabajaba en una oficina durante la semana y dedicaba los domingos a preparar un postre. Sus especialidades eran la leche nevada, el arroz con leche, el flan de sémola, leche asada y el budín de chocolate. Así, cada domingo esperaba su ingreso al refrigerador, la fuente de cristal labrado, humeando su delicioso contenido. Era una pieza de vajilla sobreviviente de un juego que había incluido jarros y pocillos para poner la mermelada. Eran parte de nuestra infancia en Arauco (sur de Chile) del cual solo habían llegado a Santiago la fuente y un gran plato para tortas y queques.

 

SEMANA DULCE

El postre solía durar hasta el miércoles. El jueves y viernes, la fuente permanecía casi vacía en el refrigerador. Mi hermana y yo iniciábamos una tensa guerra fría contra la tentación. Comerse la última cucharada significaba lavar y guardar el recipiente, el que debía estar listo para el cercano domingo.
El budín no siempre le salía bien a mamá. Dependía de varios factores: la energía en el quemador de gas licuado (cocina), la calidad de la leche, el chocolate y el espesor de la maicena. A veces, por más que ella batiera la olla, quedaba semi líquido. Otras, el resultado era una goma dura, capaz de rebotar desde los platos al suelo. Lo más dramático ocurría cuando  el cuajado y la belleza maravillosa del budín…tenían sabor a nada. Eso pasaba cuando mamá no encontraba polvo de chocolate artesanal.  Entonces, el verdadero cacao y el café en grano eran costosos en Chile, por no ser país productor.  Así, aquellas ocasiones en las que el budín salía perfecto, duraba con suerte hasta el martes. Lo devorábamos sin importarnos a quien  le tocaba lavar. A mamá, esa “mala mano” no le sucedía con los otros postres de leche. Era como una “maldición” específica para dicha receta. 

POSTRES “PLÁSTICOS”

En los 80’s nuestra madre descubrió los “flanes y budines rápidos” que venían en unas bolsitas dentro de cajas parecidas a las de gelatina. Según la publicidad, solo había que agregar leche cualquiera y calentar. Otras marcas ni eso: ¡Eran instantáneos¡ Obviamente, existían desde mucho antes,  pero ella (famosa por su buena comida)  se había resistido a los alimentos industriales. Lo único que desde nuestra infancia usaba “en sobre” era la gelatina. En aquel tiempo, las dueñas de casa compraban moldes para elaborar unos imaginativos postes de varios colores, mejorados con trozos reales de fruta y decorados con crema. Eran tan bonitos que solían servirse hasta en las grandes cenas.
Los flanes “babosos” y con gusto a plástico se convirtieron en el “toque final” de almuerzos preparados con sopas y purés de sobre, más arroz pre-cocido. El budín de chocolate y el resto de la repostería desapareció de nuestra cocina. La vanidad de “usar bikini” y jeans ajustados  desterraron las calorías azucaradas. Aumentamos el consumo de ensaladas, aves y pescados. ¿Postre? Simplemente, fruta, aunque la tradición de los abuelos de la familia declaraban siempre que “la fruta no es postre”.

Pasaron los años, universidad, trabajos, matrimonios. La fuente de cristal se quebró y me traje el plato de torta a los Estados Unidos, donde lo tengo de adorno en el living.

No tengo talento para la pastelería y solo algunos postres de leche me salen bien, entre ellos, el budín de chocolate. Es una forma de poner sabor a la nostalgia al estar lejos de mi tierra natal. 


domingo, 6 de noviembre de 2022

¿HAS ENCONTRADO A TU UNICORNIO?

 


Dicen que durante cuatro mil años, los habitantes de la vieja Europa (y parte de Asia) creyeron en el unicornio. En las tabernas, los navegantes (protagonistas de extrañas aventuras) contaban relatos a cambio de vino. Ellos situaban a este animal en los hielos árticos, primos mágicos de las ballenas Narvales, las que si bien eran reales y tenían un cuerno, nadie creía en ellas. En todas las aldeas era más lógico aceptar la existencia de un caballo “especial”, que la de una desconocida criatura marina. Los extranjeros de piel oscura y ojos almendrados hablaban de asnos, búfalos o pesadas bestias de mal carácter, cuyo cuerno molido permitía vivir doscientos años. Lo concreto es que hasta el siglo XVI, muchos seguían soñando con encontrar al unicornio. Los escoceses lo habían imaginado blanco y dorado, poseedor de una fortaleza superior al león de los ingleses. El animal solo se dejaba ver por quienes no lo buscaban. Quizás por su fama de tímido, nunca ocupó los primeros lugares en los cuentos de hadas. Los dragones, pegasos, águilas, leones y grifos eran las estrellas.

La canción de Silvio

En mi niñez no supe nada de unicornios. Este ser legendario llegó a mi vida gracias al álbum que Silvio Rodríguez lanzó en 1982.  Su poético tema “Unicornio Azul” se transformó en símbolo ochentero de todo tipo de pérdida, desencuentros, penas de amor, sueños rotos, anhelos de democracia, infancia lejana y lugares imaginados.  De todas las canciones del autor, la de esta criatura azul fue la más abierta a un diálogo interior. Inspiraba a escribir y a jugar con cristales de ilusiones quirománticas. Al igual que los clientes medievales de las tabernas, me veo bebiendo vino caliente en las peñas del barrio Bellavista, recorriendo el puerto de Valparaíso y trabajando en la radio “Estrella del Mar’” en la isla de Chiloé, puerta de entrada a la Patagonia austral. 
Tenía veinticinco años y mi rol de adulta profesional se tejía en los albores de los 90’s. País por país, la democracia retornaría a Sudamérica. En aquel panorama, ignoraba que los bosques del sur no me darían acogida. Por el contrario, la rosa náutica me llevaría al norte, a los cielos color turquesa del desierto de Atacama, donde me casaría con mi primer marido. 
Bailar salsa se pondría de moda y en todas las radios resonarían las “Burbujas de amor” de Juan Luis Guerra o el erótico “Ven y devórame otra vez” de Lalo Rodríguez. Recuerdo haber celebrado el cambio de siglo con “La vida es un carnaval” de la legendaria reina del “azúcar”, Celia Cruz. Muchos viajes, internet. El mundo se abría sin seres mágicos.

El jardín botánico de Miami

En el naciente “21”, los niños enloquecieron con la colección Pokemón japonesa, que incluía al unicornio entre sus figuras. Así, cuando llegué a los Estados Unidos a fines del 2008, los caballos de un cuerno se vendían en todas partes. Gracias a la televisión eran protagonistas de un abundante merchandising  videos, películas, juguetes, ropa, mochilas, disfraces, cuadernos y zapatos. ¡Hasta combinaban sus colas con el color de cabello de las muñecas Barby! Como ocurre con todo lo que abunda, dejé de prestarles atención.
Por eso, al viajar a Miami para recibir un premio literario, fue una sorpresa encontrarme con un unicornio de tamaño natural en el Jardín Botánico de la ciudad. La gracia fue descubrirlo entre las plantas, iluminada su blancura por los rayos del sol. Es cierto que no estaba vivo, pero me hizo recordar las leyendas, la canción de Silvio y por ende, el cristal azul de las ilusiones quirománticas de los veinticinco años. Fue el despertar de una sensación olvidada.
Me vi detrás de una ventana de la radio, viendo llover en Chiloé, “aporreando” las teclas de una máquina de escribir e imaginando el futuro, que se presentaba tan extenso como los hielos árticos. El unicornio  adornado de helechos y mariposas, fue la evidencia de que siempre nos estamos encontrando con lo que hemos sido. Al abrir la mente, los mensajes en botella, arrojados en el mar de nuestros momentos existenciales, retornan resignificados por el soplo de Dios. ¿Has encontrado a tu unicornio?