miércoles, 23 de julio de 2025

VESTIDOS PARA UNA PRINCESA

 



 Mi sobrina Ángeles del Pilar  vino al mundo durante un largo y difícil parto. Cuando mi hermana la tomó en sus brazos se encontró con una criatura amoratada por el esfuerzo. Era el 29 de noviembre de 1993. Como tía, me gustó la fecha. El momento exacto en que la primavera se engalana de Navidad, las escuelas viven la memorable “última semana de clases” y el verano estalla en expectativas de mil colores. Por lo mismo, los niños invitados a sus  cumpleaños, siempre lo tomaban como un adelanto a las fiestas de diciembre. Un gozo que se multiplicaba ante las deliciosas fuentes de frutillas y cerezas encumbradas sobre manteles blancos.

 

Aunque la pequeña Ángeles nació en Santiago, su familia residía en Viña del Mar. Allí, mi cuñado y hermana (junto a los socios de Río de Janeiro), acababan de abrir el restaurante “Guris Brasileño” en avenida San Martín. Yo estaba casada en Copiapó y solo puede viajar a verla durante la primera semana de enero. Mi ex marido y yo manejábamos una empresa de comunicaciones y teníamos copada la agenda de eventos.


Ojos de verde curiosidad


Cuando la tuve en mis brazos ella se había convertido en una muñequita rubia, de ojos verdes como almendras invertidas. Una gran ternura se apoderó de mí. ¡Era tan liviana y tan bonita! Fijaba la vista en todo lo que acontecía a su alrededor. Era tranquila, pensadora. Me gustaba acercarla a la ventana. Ella se entretenía con el paso de los autos y los transeúntes. ¿Qué historias imaginaba?  Mi hermana, siempre ingeniosa para los apodos, me llamaba Tía Pepa y a ella: Pinina, Pinita y Pina entre otros. Detuvo su creatividad cuando una simpática señora le preguntó el nombre a la pequeña y ella respondió: “¿Mamá, como me llamo?”


Abuelas encantadas


Las dos abuelas viudas estaban encantadas con la niña. Para la madre de mi cuñado, era “la nieta número trece”. ¡Toda una experta! Mi mamá, apenas podía creer el milagro de ser abuela de una clásica parejita. Aunque todavía trabajaba en Los Andes, dedicó todas sus horas libres no solo a visitarlos, sino que también a vestirlos como príncipes. En ese tiempo, las noticias de celebridades seguían los pormenores de las esposas de los monarcas británicos.  La bella Lady Diana era fotografiada con sus retoños  Williams y Harris. También su cuñada, la pelirroja Sarah Ferguson, madre de Beatriz y Eugenia. Mi progenitora copiaba las ropa de los infantes reales para elevar la elegancia de sus nietos. Salía junto a la  tía Isabel a Patronato en búsqueda de telas lo más parecidas posibles  al modelo. Días después,  se bajaba del bus en Viña con la maleta cargada de tenidas para mis sobrinos. Lucían tan lindos que me fascinaba llevarlos de paseo a la calle. La gente creía que  eran mis hijos, en especial mi sobrina. “Es igualita a tí”, decían. Y eso me llenaba de alegría. 


El calugón “Pelayo”


Cada tres meses viajaba a visitar a los niños. Mi hermana solía encargarme sacar a la calle a la Pinita en su coche de guagua. Arropaba a mi sobrina con un abrigo azul de reina y salíamos rumbo a la aventura. Mi gran problema era el kiosco de diarios y golosinas de la única esquina con semáforo que cruzaba hacia la Plaza Colombia.  En algún momento, mi sobrina aprendió a aferrarse a los calugones “Pelayo” que colgaban en tiras hasta la altura de sus manos. Sin preguntar, abría el papel del envoltorio y se lo metía a la boca. Era horrible ver cómo sus mejillas se hinchaban para dar espacio al enorme dulce. Me daba pánico que se ahogara pero era imposible abrirle los labios y extraerle el calugón. Si lo intentaba, ella gritaba. No me quedaba más que pagar rápido al kiosquero antes de que alcanzara a tomar otro caramelo. Esto ocurría a la ida, ya que al jugar en la plaza o al recorrer la avenida Perú hasta el muelle Acapulco, se quedaba dormida y se olvidaba del kiosco.


Botones de piñas rosadas


Uno de los vestidos que mi mamá más disfrutó de coser fue uno estampado en flores  destinado al cuarto cumpleaños de su nieta. El toque de los botones en forma de piñas rosadas fue muy admirado por los niños y adultos de la celebración. Como dije, aquel último fin de semana de noviembre, solía ser el estreno de las tenidas veraniegas. He ahí el esmero materno en sorprender a su amada Pinita. Mantuvo esta costumbre hasta que falleció en 1999. Durante un par de años, los hermanos siguieron usando aquellos atuendos de príncipes, pero la edad y el crecimiento dejaron  atrás aquellas costuras de la abuelita. 

 


Lo más parecido a ese estilo infantil que encontró mi hermana, fue la tienda Limonada. En ella, siguió comprando vestidos para la niña. Para entonces, yo estaba viviendo en el departamento de Ñuñoa. Una vez, se me ocurrió invitar a los niños a dormir. La única que aceptó fue Ángeles. A mi sobrino (alias Palito) no le gustaba alejarse de sus padres y tenía sus rutinas, como la sopa de las ocho. Él reclamaba por su “zopita” antes de irse a dormir. Por el contrario, su hermana era más independiente y no le molestaba cambiar de menú (en especial si incluía helados). Pasamos muy buenos momentos juntas. La llevaba a andar en Metro, a caminar por Irarrázaval, incluso, fue conmigo a la Facultad de Economía, donde yo hacía clases de redacción. La recuerdo con un vestido cuadriculado en blanco y rosado, fue una de las últimas prendas de niña que usó, antes de preferir los pantalones y zapatillas, tan propios de las adolescentes. 
Se hizo adulta, pero hay cosas que nunca cambiaron en ella. Sus maravillosos ojos plenos de curiosidad, su espíritu travieso y la fortaleza de su espíritu. Un regalo que Dios le dio desde antes de nacer y que hoy ilumina su caminar. 

martes, 15 de julio de 2025

SI LA ROPA PUDIERA HABLAR...

 

 


Existe una historia íntima y efímera  en las prendas de vestir. Una vez adquiridas en la tienda o encargadas al taller de costura, el vestuario adquiere el lenguaje del usuario, se funde en una segunda piel. Es en estos primeros usos, cuando una tenida se convierte en favorita, se elige para “ocasiones” o decepciona.  Hay consenso en atesorar atuendos de hitos memorables:  graduaciones, matrimonios, bautizos o eventos con significado. Sin darme cuenta, me descubrí apegada a ciertas piezas de vestir de uso cotidiano, sin valor aparente. He aquí el relato de un pantalón y un chaleco, los que a pesar de su deplorable estado, era incapaz de darles una textil sepultura entre los desechos del hogar.

 

Los jeans de patchwork 

Fueron un inesperado acierto de tienda chica. “Han sido hechos para ti” diría un hada madrina de las modas. Corría el año 2004 en la ciudad de Santiago. Estaba emergiendo del duelo por el fallecimiento de mi mamá en el 1999. Mi hermana y yo tomábamos consciencia de nuestra orfandad, ya que nuestro padre había partido décadas atrás. La atmósfera de aquel 1999 era apocalíptica. Se hablaba de un colapso de los computadores y anunciaban profecías de todos los colores. Además de trabajar y de cuidar a mi progenitora enferma, me hallaba en proceso de  anular  mi conflictivo primer matrimonio. En aquel tiempo, no existía el divorcio en Chile.
Para el 2004, me había estabilizado emocional y laboralmente. Hacia clases de redacción en dos facultades de la Universidad de Chile, acababa de viajar a España, Perú, Isla de Pascua y el valle de Elqui. Tenía un buen grupo de amigas, aprendí a manejar y me encantaba ir en mi “Citroen rubio” a la casa de mi cuñado y hermana para cuidar a mis sobrinos. Eso incluía  quedarse a dormir y disfrutar de sus famosos asados dominicales, plenos de amigos y familia.
Fue en este contexto que, caminado  por la Plaza de Armas, me encontré de frente con una tienda en los bajos del edificio Santiago-Centro. Eran ofertas de ropa de segunda mano y otras de procedencia china. Me atrajo un cartel que anunciaba “Jeans de Miami”. Todos combinaban telas en patchwork, bordados, pintura y mostacillas. El más sobrio era el único de mi talla. Me lo llevé al probador. Tenía corte a la cadera y pierna acampanada (“pata de elefante”).  ¡Me  encantaron! En especial, sus  aplicaciones de “animal print”, los flecos y los toques dorados. Compré uno para mí y otro para mi sobrina. Sabía que le quedaría grande, pero eran demasiado lindos y originales. Cualquier costurera podría ajustárselo. 

 Momentos felices

 

Desde el principio, esos jeans se convirtieron en mi mejor tenida para las salidas invernales. Eran calentitos y siempre provocaban elogios femeninos o masculinos. “¿Dónde te los compraste? ¿De qué marca son?”, me preguntaban las mujeres en la calle. Son “marca chancho” respondía yo. Un chilenismo que indica prendas sin etiqueta conocida. Los complementaba con suéteres y blusas a tono o en contraste.  No eran de oficina, pero lucían perfectos en paseos campestres, playas, cine, compras, encuentros en los barrios Bellavista, Lastarria, Plaza Ñuñoa, visitas informales, en fin. Esos pantalones nunca fallaban para lucir bien y sentirse estupenda. En el 2008, viajaron en mi única maleta rumbo a los Estados Unidos. Calzaron sin problema con el sombrero country de felpa que me regaló Charlie. Al igual que en Chile, las gringas me preguntaban sobre su procedencia. El contar la historia de los jeans llegó a ser parte del gusto de usarlos. Con el tiempo, la tela se empezó a gastar. Después, la moda ya no era en las caderas y desde el 2022, me quedaron muy ajustados, aunque con chaquetas largas, “pasaban piola”. Alguien me sugirió ponerle unos parches extra para reforzar las costuras en la parte trasera. No en vano, llevaba dieciocho años sentándome en ellos. Poco a poco, fueron quedando colgados en el clóset, en espera de soluciones. No quería aceptar su obsolescencia. A veces, regalar consuela, pero es vergonzoso dar a otro un pantalón gastado. Evalué cortarlos en tiras y rellenar cojines.  Ese truco lo había empleado con la ropa de mis muñecas cuando llegué a la adolescencia y desaparecieron de mi entorno. Fue una forma de sentirlas junto a mí, bajo los almohadones. Así llegó el 2025. 


El chaleco rosado

 En octubre del 2008, durante mi primer mes en los Estados Unidos, mi futuro esposo fue a un congreso de trabajo a Reno, Nevada. A su regreso, me trajo una camiseta de algodón celeste a juego con un chaleco sin mangas rosado. Recuerdo que fue una sorpresa que me emocionó mucho, porque estábamos en los preparativos de nuestro matrimonio y yo había traído poca ropa de Chile. Era un atuendo ideal para la temporada de Otoño. Imposible contabilizar las veces que me lo puse. De hecho, la camiseta celeste se manchó unos cinco años más tarde (la destiné a trapo de limpieza para no desecharla tan rápido). El chaleco tuvo una vida más larga porque, al ser abrigado y sin mangas, lo utilizaba poco. Cuando se comenzó a desteñir, lo seguí usando en mi estudio para pintar. Me negaba a deshacerme de él. Era un recuerdo de mi adaptación a Virginia, los papeleos de la “Green card”, cenas románticas en el porche, caminatas con Chloe, la perrita de Charlie, que murió de vejez casi en la misma época en que manché la camiseta de Reno. Así llegó el 2025. 

El desapego


En mayo, durante una limpieza general, decidí rendirme al desapego. Con el celular tomé fotos de ambas prendas. Me despedí y las puse en una bolsa que sumergí en la basura. No miré atrás. Era el fin de un pantalón y de un chaleco feliz. Falso, eran las certezas materiales de momentos inolvidables, pero la verdadera memoria, el sabor del alma se quedó en el corazón y las palabras elegidas para contar su historia.

miércoles, 16 de abril de 2025

CUANDO EL TIEMPO ERA UN PAJARITO


Durante un viaje al sur de Chile, ingresé a una exposición de relojes antiguos en el Club Alemán de Puerto Varas. Eran obras del siglo XIX traídas a Sudamérica por colonos germanos. Hasta 1980, estos relojes de mesa o pared ocupaban un lugar relevante en los hogares. Yo nunca tuve uno en mi casa, ya que en general llegaban por herencia o por viajes a Europa. Eran caros, hechos para durar. Entonces, saber la hora implicaba detenerse frente a estos objetos de “corazón metálico”, adornados con maderas labradas en forma de hojas, ramas, cornucopias, casitas y animales del bosque.  
Cada ciclo era anunciado con cantos de pajaritos “cucú”, campesinos danzantes, soldados en marcha o carruajes de fiesta. Dulces melodías de carillón celebraban la alegría de estar vivo un día más. Porque de eso se trata el tiempo, del camino entre el nacer y el morir. Ley que rige para seres vivos y objetos materiales. Por ejemplo, el germen de un futuro plato de cristal se encuentra en la arena e ingredientes de su fabricación. Luego, será comprado y servirá durante largos (o pocos) años en alguna mesa familiar, hasta que un accidente (o rabieta) lo transforme en un puñado de vidrios rotos. 

 Relojes como premio

De mi niñez, recuerdo ruidosos despertadores y los locutores diciendo ¿Qué hora es?en las radios locales.  Durante mi adolescencia, los apoderados todavía regalaban finos relojes pulseras a sus vástagos graduados del colegio. Era un símbolo de responsabilidad el calcular las actividades de la jornada por sí mismo. Los diseños y marcas para varones destacaban la masculinidad, el deporte, la vanguardia tecnológica y el poder económico. Los de mujer, acentuaban su aspecto de joya y la modernidad de la “mujer activa”. Curiosamente, el reloj era también un obsequio pensado para premiar  a los jubilados. Solemne tradición que los relojes digitales, omnipresentes en todos los aparatos electrónicos, ha dejado atrás. Hoy, se compran por frivolidad o lujo, más que para ver la hora. Esta última función ha sido delegada a los celulares y a sus equivalentes de pulsera.

 

¿Movimiento hacia la eternidad? 
Los relatos antiguos dicen que cuando el Padre celestial expulsó del Paraíso a Adán y Eva, se puso en marcha el engranaje del tiempo. Es decir, el movimiento constante que va dejando las huellas de un antes y un después. En los caminos del bien y del mal, surgieron las bifurcaciones, salud-enfermedad, juventud-vejez, luz-oscuridad, construir-destruir, nacer-morir. Junto a ello, el medir el universo se transformó en culto y luego, en ciencia. ¿Con cuántos métodos el ser humano ha calibrado su paso sobre la Tierra? Celebrar las estaciones del año, seguir el dibujo del firmamento, analizar la largura de las sombras, observar la arena o el agua en las clepsidras, escuchar el canto del gallo, las campanas de las iglesias y el ruido de los trenes. Todo lo que se torna en sólida rutina se puede establecer como medida de la jornada. 
La verdad escondida del tiempo ha asustado también a los hombres. El dios Saturno o Cronos en su capacidad de “devorar a sus hijos” es una suerte de terror que el pintor español, Francisco de Goya, visualizó como un monstruo hambriento de la flor, del insecto efímero y del bebé que cierra sus ojos a la hora de nacer. Como dice el tango: “no somos nada”. 

 

Como cuentos de hadas
Aquellos relojes de pared, con sus pajaritos de madera, sonidos musicales, agradable artesanía y misterioso “tic-tac” simulaban cuentos de hadas, historias inconclusas, porque la palabra “fin” implica cerrar un capítulo o toda una novela. Y eso no nos gusta. Su tecnología mecánica nos habla de cómo eran las cosas antes, cuando el tiempo transcurría lento porque las vidas eran cortas. En un universo cambiante, el disfrutar el presente es un arte que la abundancia permite, sin embargo, el exceso de estímulos y la simulación virtual de la realidad, nos alejan del verdadero significado de las huellas que vamos dejando en el camino entre el bien y el mal. Así será, hasta que recuperemos el Paraíso. Mientras tanto, como dijo el filósofo Heráclito, nos bañamos en el río, creyendo que se trata de la misma agua, pero es una ilusión. “¡Cucú!”





martes, 17 de diciembre de 2024

LO QUE LAS FOTOS NO CUENTAN

 


Todo buen fotógrafo sabe que la imagen no contiene toda la historia de quienes posan en ella. Son los protagonistas y testigos de la foto, quienes agregan valor a ese tiempo congelado. Por eso, cuando ya no quedan palabras, las figuras se vuelven anónimas en las brumas de lo nunca narrado.

Me tomé esta fotografía frente a la fachada del diario El Mercurio y su otrora célebre jardín de rosas. Esto ocurrió la semana pasada, mientras visitaba la Feria de Navidad que este medio ofrece anualmente en sus terrenos. Excepto aquella fachada y las rosas, en 1984 la realidad era muy distinta para el grupo de profesionales y técnicos trasladados a este lugar desde el tradicional (y muy querido) edificio neoclásico de calle Compañía, en pleno centro de Santiago. Yo era uno de ellos.


Desafíos ochenteros


El verano de 1983, unos veinte periodistas recién graduados y aspirantes a una práctica laboral nos dimos cita en el ex palacio Zañartu, que albergaba las instalaciones del apodado “el Decano de la prensa nacional”. Para ser aceptados, el requisito era realizar un curso de computación en los terminales Harris que estaban reemplazando a las máquinas de escribir y que formaban parte del proceso de edición e impresión. Entonces, solo la Universidad de Chile y la Católica (PUC) impartían la carrera de periodismo en la capital y estas tecnologías aun no llegaban a las aulas. Los interesados fuimos llevados a una moderna sala de computación que contrastaba con la arquitectura del siglo XIX. Ya capacitados, fuimos asignados a distintas secciones. Al poco tiempo notamos un indisimulado nerviosismo en las oficinas. Por todas partes, escuchábamos comentarios como estos:


-¿Quién fue el “genio” al que se le ocurrió la “brillante” idea de trasladar el diario a la cresta del mundo? 

-Estamos en manos de los Chicago Boys. ¿Qué saben estos huevo*** de noticias y reportajes?

-¿Y cómo vamos a cubrir los ministerios, tribunales y el gobierno desde las “alturas de Machu Pichu”? 

-“¡Hijos de p****!”


Encanto del centro


La zona céntrica contenía todas las ventajas para cualquier empleado de empresa. Al almuerzo se cambiaban “vales” en diversos restaurantes en convenio. Todo estaba a la mano para aprovechar cada segundo: los polos noticiosos, gremios, gobierno, academias, bibliotecas y por supuesto, las tiendas para hacer las compras, los útiles escolares y uniformes, peluquerías, gimnasios, médicos, veterinarios, iglesias, reparadoras de todo tipo, tintorerías, abogados, contadores…¡Todo! 

Además, al finalizar la jornada laboral, bastaba caminar unos pasos para ir al cine, teatros, bares y espectáculos al que asistían los reporteros de “celebridades”. Era posible dejar el automóvil en casa ( o no tenerlo)  y movilizarse en el abundante transporte público y privado. En suma, un paraíso construido por casi cien años de tradición. Incluso nosotros, los más jóvenes, estábamos felices de trabajar en el corazón de la ciudad, ya que se estaban poniendo moda los barrios Bellavista y Lastarria (inolvidable jazz en la Plaza Mulato Gil de Castro).


El traslado


Al viejo edificio le llegó la inevitable la “hora de cierre”. Se multiplicaban los suspiros tristes, mientras los funcionarios revisaban las oficinas por última vez. Varios se sacaban fotos en la histórica puerta de madera labrada, resabio de los nostálgicos esplendores del palacio. El equipo de producción preparó una portada especial para la despedida. Una secretaria fue fotografiada subiendo las señoriales escaleras de mármol. El ángulo de la toma destacaba su larga trenza y sus tacones altos. Me tocó ver la escena desde el segundo piso. Nadie quería que aquel viernes terminara. Daban ganas de llorar.   

El lunes, al igual que muchos, tuve que tomar tres locomociones para llegar a los faldeos cordilleranos en el cerro Manquehue. Cada media hora, salía desde la estación final del Metro (Escuela Militar) un bus  de la empresa. Su rol era acercar a los empleados y clientes al diario.  Entre los campos con ovejas y el naciente jardín de rosas, el dios Mercurio de la actual fachada vigilaba a los recién llegados.


El choque cultural


La adaptación no fue fácil. En esa época, Santa Maria era una zona muy poco poblada, localizada cerca del aeródromo de Vitacura. Ante el descontento general, la empresa tuvo que instalar comedores con opciones de almuerzo, peluquería y gimnasio. Una línea de radio-taxi se instaló por convenio frente a la portería. Así, los periodistas podían acceder a sus fuentes noticiosas, los vendedores a sus clientes  y el personal realizar diligencias autorizadas (pago de cuentas y citas médicas). Pese a todo, el diario igual tuvo que abrir una pequeña sucursal en el centro. Se dispusieron allí computadores, teléfonos y salida de “valijas” hacia Santa Maria con diskettes de noticias, rollos fotográficos y los avisos comerciales pre-editados. 


Mi despedida


Duré en El Mercurio hasta inicios de 1987. A mis veinticuatro años tenía decisiones que tomar. La sala de computación daba hacia esa misma fuente de agua que aparece en la foto. Entonces, todos los surtidores eran altos y yo me imaginaba bailarinas vestidas de tul blanco danzando entre ellos. 

Después de circular por varias secciones, se abrió un cupo para ser contratada en la Revista Vivienda y Decoración. Me apoyaban colegas memorables como Luz María de la Vega y Aura Barnechea, sin embargo, la directora Gloria Urgelles tenía otra candidata. Ya había trabajado en el conflicto interno durante el cambio de giro de la Revista “El Domingo” (pasó de sus famosos reportajes-impacto a viajes) y no deseaba repetir esa desagradable experiencia. Además, mi pololo (novio) tenía planes matrimoniales. ¿Qué hacer? En aquel ambiente (donde me tomé la foto) decidí terminar mi relación amorosa y aceptar un empleo en la radio “Estrella del Mar” en la isla austral de Chiloé. Las tatarabuelas de las rosas, agitando sus pétalos, me desearon buena suerte en mi nuevo destino. 


domingo, 1 de diciembre de 2024

¿CUANTAS VIDAS NECESITA UN ALMA?

 


Ha llegado a mis manos el libro de una querida amiga y periodista, Albina Sabater Villalba. Hace unos meses hablamos sobre el texto en un hermoso café de Providencia, de aquellos instalados en antiguas casonas inspiradas en la época del Charleston, marchas de sufragistas, obreros de Recabarren, películas mudas, Titanic hundido y ruidosos automóviles a la par de carretas con caballos, 
Albina calza perfecto con esa nostálgica. Enciende un cigarrillo y me habla del germen de sus historias.  Desde que la conozco en el diario El Mercurio, siempre se destacó por su cultura, manejo de idiomas y su capacidad asombrosa para sobreponer obstáculos, algo que hoy los psicólogos llaman “resiliencia”. Es madre de dos hijos, ha vivido en África, Estados Unidos y ha recorrido casi todo el mundo. La recuerdo escribiendo biografías, leyendo las cartas del tarot y publicando las profecías del calendario Maya. Mucho antes del nacimiento de  su libro “Reencarnación, las vidas de un alma”, ya conversábamos sobre personas que parecen venir al mundo plenas de sabiduría, espíritus antiguos, almas viejas. Así, no fue raro que el año pasado, en aquel café pleno de fantasmas luminosos, ella me entregara su reciente obra. 

Los Relatos

Son cincuenta relatos o “retornos” de un alma, desde que nace (Sí, las almas nacen desde el útero de la Conciencia Divina) hasta su arribo al cuerpo de Albina. ¿Último viaje? No lo sabemos, todo depende de las experiencias y aprendizaje. Según cuenta mi amiga, los relatos se fueron generando muchos años atrás. Le ocurrieron cosas extrañas, signos que ella fue sumando. Por ejemplo, sueños muy realistas, sensación de haber estado en un lugar, rostros que le parecían conocidos, libros o películas que le daban pistas de situaciones vividas en el pasado. En otras oportunidades, algún amigo, ex novio o hasta desconocidos le aseguraban que ella les evocaba un ancestro o le atribuían la misma personalidad de un ser ya fallecido. Poco a poco, Albina fue ordenando y redactando cada relato. Incluso, se sometió a sesiones de regresión para completar algunos de ellos. Cada cuento o vivencia va unida por el ascenso del alma libre del cuerpo hasta un universo de cristales, seres de luz, maestros azules y ángeles. Desde esa amplitud celestial, es enviada una y otra vez a la Tierra, según lo que va quedando pendiente o requiere revisión. 

Abanico de épocas

Los viajes del “alma bebé” se inician en las breves y duras existencias infantiles situadas en el Paleolítico. Luego, los sucesivos retornos implican  desafíos más complejos, lo que incluye encontrarse con las otras almas que, según la teoría de la reencarnación, van acompañando nuestro camino existencial. Así, la encontramos como esclava china, estudiante de la antigua Corea, hermana del faraón, una joven elegida por el sultán, la nieta de una curandera (bruja), testigo de los cátaros, fogosa gitana, dama de castillo medieval, un hijo bastardo de la realeza, una actriz rusa, un escritor sueco y mucho más. También apela haber sido el Papa Rodrigo Borja (inquietante y bien logrado texto).
En cada período, abundan los detalles históricos y cotidianos, aspecto que enriquece la lectura. 

¿Cuánto es suficiente?

La gran pregunta que permanece en el aire (incluso para el alma protagonista) es ¿Cuántas vidas son suficientes para alcanzar la perfección? Si nos remontamos al origen de la creencia, que es el hinduismo, el ciclo de la reencarnación es infinito y depende de las acciones realizadas u omitidas en cada período vital. La liberación final se produciría una vez cumplida la rueda de todos los karmas pendientes. El budismo se le parece, pero habla de “transmigración” en un ciclo finito. En este aspecto, Albina deja abierta la interrogante del karma y sus consecuencias. Por ahora, ella en su “cuerpo actual” tiene una misión que cumplir, producto de un aprendizaje  de siglos. Se puede creer o no en los postulados del libro, sin embargo, después de su lectura, es fácil observar a los seres que nos rodean con ojos trascendentes. Según el enfoque cristiano, la salvación en brazos de Cristo es el  el final del ciclo. Un libro que invita a tomar consciencia de cómo actuamos en la vida. 

domingo, 17 de noviembre de 2024

LA HUELLA DE NUESTROS FANTASMAS

 


La caleta pesquera de El Quisco, en la región de Valparaíso, es un lugar que atrae por el colorido de sus botes, el muelle, su mercado artesanal y los dos restaurantes manejados por el sindicato de pescadores. Desde que nos casamos, hace dieciséis años atrás, nos gusta ir con mi gringo a comer en estos locales y caminar un poco por la rocosa playa. Es un rito que realizamos cada vez que viajamos a Chile. Aunque lo han remodelado, lo cierto es que conserva todo su carácter pintoresco. Según horario, pueden verse las barcas llegando o saliendo. Cuando hay un bullicioso revuelo de gaviotas y pelícanos sabemos  que los hombres están limpiando los productos del mar antes de venderlos. En verano, las aguas se tornan de un brillante color turquesa; en invierno, la bruma lo cubre todo. Digamos que es un rincón con aires poéticos. 


LUGARES Y PERMANENCIA


Todos aquellos que retornan frecuentemente a un lugar, detectan dos energías contradictorias. Por un lado, la sensación de una sólida permanencia y por otro, la desaparición de momentos irrepetibles. En este punto, me refiero a las personas que nos han acompañado a disfrutar la aventura marina.  Familiares y amigos que han venido a acompañarnos desde los Estados Unidos o Chile, algunos han fallecido o se ha perdido el contacto. También, incluyo a esos edificios demolidos o al simple inexorable transcurso del tiempo. Cada año que volvemos somos un poco más viejos. Misma escenografía, otras historias, conversaciones, música, modas. Nos alegra, por ejemplo, reconocer a los antiguos camareros entre los nuevos rostros. El menú, por suerte, no ha cambiado. 


MI “YO” ADOLESCENTE


El paisaje de fondo también tiene planos de realidad temporal. La gran playa de arenas blancas que se aprecia desde los ventanales es la misma donde vine por primera vez a veranear en 1972. Entonces, se arrendaban carpas blancas y azules para cambiarse de ropa y quedarse a la sombra. Eran pocos los valientes que manejaban su vehículo desde Santiago. Se estaban recién inaugurando los túneles entre las dos cordilleras  que obstaculizaban el arribo a la costa central. Los conductores debían demostrar toda su destreza para ascender por los estrechos caminos y altos acantilados. Algunas pioneras líneas de buses ofrecían el temerario viaje que podía durar tres horas con parada a almorzar en Melipilla. Hoy, gracias a las modernas carreteras, el trayecto tarda hora y media. Recién llegada a Santiago, mi mamá inició los veraneos a la costa en el Citroen, acompañada por su mejor amiga, quien también tenía niños de nuestra edad. Entonces, no existía la caleta de pescadores, pero sí las pozas entre las rocas y el flamante edificio circular del ex club de yates, que en la temporada estival se tornaba en discoteca. Así, en nuestros actuales paseos a El Quisco, me parece distinguir a lo lejos mi propia imagen adolescente, con mis amigas en bikini, tomando sol y planificando caminatas al atardecer, soñando en ser invitadas a bailar como en la película “Fiebre de Sábado por la noche”. ¿Dejamos olvidados nuestros fantasmas en los lugares que visitamos?


CONSTRUIR MOMENTOS


Recién en los años 90’s la zona del ex Club de yates dio paso al complejo del sindicato pesquero. La estatua de un flaco San Pedro, patrono del oficio, vigila el horizonte desde un pedestal. El Quisco (nombre de un abundante cactus nativo) ha crecido. Más barrios, más ruido, menos sitios naturales. Sin embargo, alrededor de la playa todavía existe el eco del pasado. Caminando por la orilla me imagino a los habitantes anteriores a ese mágico primer verano de 1972. En los 60’s el balneario de lujo era el vecino Algarrobo, pequeña urbe a la que llegaban los políticos famosos y empresarios de origen español, italiano y árabe. Mucho, mucho antes, en el auge del ferrocarril, era Cartagena la ciudad de moda para la aristocracia chilena. El Quisco no figuraba en el mapa de los panoramas turísticos. Era un villorrio de pescadores y campesinos, muy aislados de la ciudad. El ganado vacuno y las cabras deambulaban por el mismo paisaje que yo debí intuir antes de nacer. Si cierro los ojos, entre los graznidos de las gaviotas, puedo escuchar lo ausente en lo permanente.

Algún día, nuestro ritual llegará a su fin. Mi gringo y yo dejaremos este mundo, quizás los pescadores sean reemplazados por torres de varios pisos. San Pedro se hundirá en el océano, pero nuestras huellas quedarán en esas horas vividas en pacífica felicidad, buena comida, diálogos con los otros clientes, sonrisas y barcas saliendo hacia la puesta de sol. 


domingo, 7 de julio de 2024

EL CUMPLEAÑOS DE LA PEGGY


 La semana pasada mi hermana y yo estuvimos conectadas por un sueño casi similar. Aquí los pueden comparar:


Ángeles:


“Mi mamá pasaba a recogerme en auto para llevarme a una fiesta en una casa indefinida. Veía salir a la Peggy rumbo a la calle. Yo entraba a la reunión y preguntaba a todos por ella ¿Adónde había ido?. Nadie me contestaba. Desperté y recordé que tanto mi mamá como mi amiga habían muerto hace años”.


Pilar:


“Mi mamá pasaba a buscarme en el Citroen que yo tenía en Chile. Ella vestía la falda y blusa blanca con florecitas azules que le pusimos en su funeral. Me llevaba a una fiesta en El Mercurio, donde alguna vez trabajé. Me encontraba con una colega y ex compañera de universidad que falleció muy joven llamada Olga Araya. Lucía divertida y simpática. Cuando despertaba, me daba cuenta de que tanto ella como mi madre (del mismo nombre) estaban muertas.


Quedamos sorprendidas por la sincronía. ¿Qué podía significar? ¿Porqué ambas evocamos la fiesta de una amiga que, desde 1992 ya no estaba en este mundo? Repetimos al unísono: ¡Se acerca el cumpleaños de la Peggy!


Fiesta invernal


Su fecha era el 07 de julio, pleno invierno chileno. Durante el colegio y la universidad, ella era una de las pocas personas que festejaba a lo grande. Los días previos, siempre de lluvia y niebla, los amigos nos preguntábamos por teléfono: “¿Has sido invitado al cumpleaños de la Peggy?”. Era un evento social que nos impulsaba a dejar la estufa y la ropa en tonos oscuros. Desde las seis de la tarde comenzábamos a llegar a la casa amplia y acogedora, situada en la calle Las Luciérnagas de Providencia. Cuando estábamos todos, la anfitriona descendía por las escaleras del segundo piso ataviada de alguna novedosa tenida que destacaba su espigada figura. Nos saludaba como una actriz de cine. Aplaudíamos y nos reíamos. Más que su belleza, era su sonrisa e ingenio lo que nos cautivaba a todos. Entre animadas conversaciones, chistes y algún bailoteo, circulaban bandejas con bolitas de coco y chocolate, torta amor, tapaditos de queso caliente, pinchos de pollo y empanaditas de varios sabores. El brindis se hacía con refrescos juveniles, cerveza para los rugbistas (amigos de su hermano) y vino con frutillas para los adultos.


Compañera de colegio 


En 1971 mi mamá comenzó a trabajar en CODELCO-CHILE, cuya oficina central se encontraba cerca de La Moneda. Formaba parte de las secretarias y entre ellas hizo muchas amigas. Hilda Cáceres se convertiría en su confidente y en el apoyo a su nueva etapa de viuda. Era bajita, morena, de voz maravillosa. Pertenecía al grupo folclórico y al coro, por lo que fuimos varias veces a verla sobre el escenario. Los lazos fraternos se fortalecieron porque sus dos hijas estudiaban en el en el mismo colegio de monjas donde nosotras asistíamos. 

Grace, la mayor, era famosa en la secundaria por su talento de actriz y liderazgo. Tenía curvas generosas, cabello  aleonado y personalidad arrolladora. Fue idea de ella escandalizar a las monjitas con una versión escolar de “Cabaret”, el musical  de Liza Minnelli tan conocido en los 70’s. Por supuesto, ella interpretó el rol protagónico con baile y todo.

 

Peggy era más tranquila. Excelente alumna, se destacaba no solo por su inteligencia, sino que por su silueta de piernas largas y rasgos delicados. Su cabello le caía hasta la cintura, dándole un aire de  princesa Polinésica. Se convirtió en la mejor amiga de Ángeles, mi hermana. Aunque nos visitábamos en las casas, el momento más intenso del año eran las vacaciones de verano. Ambas familias arrendaban alguna cabaña costera en El Quisco, Algarrobo o Mirasol. Para nosotros, los hijos,  era todo un mes de alegría. Los grandes se turnaban en sus semanas libres. 

Previo a ese viaje, íbamos a la piscina del Estadio Sudamericano, que tenía convenio con CODELCO-Chile. Estrenábamos los vestidos playeros y los trajes de baño regalados en la Navidad. Coordinadas a través del teléfono fijo, tomábamos la misma locomoción, algo que nos llevaba poco más de una hora.  La zona de los clubes y Estadios se encontraba en los faldeos cordilleranos de Las Condes. Llegar allí era parte de la aventura estival.

Las vacaciones junto al mar eran sin televisión. Solían llegar invitados de Santiago o conocíamos juventud en la orilla o en los juegos mecánicos que eran parte del panorama vespertino: tiro al blanco, carrusel, trencito, la rueda de Chicago. En la noche, se comentaban películas, se hacían partidas de naipes, bingos o lotería. Solo para el Festival de Vińa, íbamos a algún lugar con televisión o comprábamos los diarios para enterarnos de los chismes.

No faltaba el paseo en lancha en Valparaíso y la caminata top por la avenida Perú de Viña del Mar. Entre las anécdotas, recuerdo a mi mamá protegiendo el refrigerador con un cucharón del ataque de los rugbistas hambrientos. Por su parte don Johnny, el papá de nuestra amiga, vigilaba a los muchachos, quienes  no le quitaban el ojo a mi hermana y a la Peggy, la rubia y la morena, esplendorosas en bikini.


Universidad y amores


Ángeles y Peggy ingresaron juntas a ingeniería química en la ex Universidad Técnica. Conservo una foto tomada en el jardín de las rosas, donde ella fue candidata a reina “mechona” (novata). Todo fue bien hasta que se enamoró de un príncipe azul muy exigente (y antipático). Hizo lo posible para agradarlo: se cambió a pedagogía, se vistió de aburrida señora joven, dejó de leer tanto. Duró casi tres años en un romance siempre al filo de la navaja. Finalmente, el cobarde se marchó a Estados Unidos y se casó con otra. Eso la dejó con el corazón destrozado. Hoy, esta conducta se habría calificado como falta de autoestima. Entonces, resultaba extraño pensarlo, porque a nuestra amiga nunca  le faltaron admiradores o propuestas para filmar comerciales. Su familia la adoraba. No me olvido de su hermano, quien a veces la pasaba a buscar al colegio. Su irrupción en el frontis del plantel, en motocicleta, bronceado, pelo largo y jeans ajustado, provocaba una gritería y silbidos femeninos desde las ventanas. La Peggy, orgullosa, se moría de la risa.

 

La depresión se tornó en un tumor cerebral. La mala noticia acabó con la vida de don Johnny. Aquel hombre alto, corpulento de aspecto fuerte, no fue capaz de imaginar un mundo sin su niñita menor. Cayó fulminado por un ataque cardíaco. Durante cinco años  Peggy luchó contra la enfermedad y la tristeza de tanta pérdida.  Con mi hermana la íbamos a visitar, aunque ya estábamos casados y  en otras ciudades de Chile. Falleció a los treinta y dos años, a pocos días de su cumpleaños. Sin duda, todos los 07 de Julio debe bajar por las escaleras del cielo, vestida con los colores de ángeles. Sonriente y traviesa debe comentar: “¡Hola chicos! ¿Listos para celebrar?”