martes, 17 de diciembre de 2024

LO QUE LAS FOTOS NO CUENTAN

 


Todo buen fotógrafo sabe que la imagen no contiene toda la historia de quienes posan en ella. Son los protagonistas y testigos de la foto, quienes agregan valor a ese tiempo congelado. Por eso, cuando ya no quedan palabras, las figuras se vuelven anónimas en las brumas de lo nunca narrado.

Me tomé esta fotografía frente a la fachada del diario El Mercurio y su otrora célebre jardín de rosas. Esto ocurrió la semana pasada, mientras visitaba la Feria de Navidad que este medio ofrece anualmente en sus terrenos. Excepto aquella fachada y las rosas, en 1984 la realidad era muy distinta para el grupo de profesionales y técnicos trasladados a este lugar desde el tradicional (y muy querido) edificio neoclásico de calle Compañía, en pleno centro de Santiago. Yo era uno de ellos.


Desafíos ochenteros


El verano de 1983, unos veinte periodistas recién graduados y aspirantes a una práctica laboral nos dimos cita en el ex palacio Zañartu, que albergaba las instalaciones del apodado “el Decano de la prensa nacional”. Para ser aceptados, el requisito era realizar un curso de computación en los terminales Harris que estaban reemplazando a las máquinas de escribir y que formaban parte del proceso de edición e impresión. Entonces, solo la Universidad de Chile y la Católica (PUC) impartían la carrera de periodismo en la capital y estas tecnologías aun no llegaban a las aulas. Los interesados fuimos llevados a una moderna sala de computación que contrastaba con la arquitectura del siglo XIX. Ya capacitados, fuimos asignados a distintas secciones. Al poco tiempo notamos un indisimulado nerviosismo en las oficinas. Por todas partes, escuchábamos comentarios como estos:


-¿Quién fue el “genio” al que se le ocurrió la “brillante” idea de trasladar el diario a la cresta del mundo? 

-Estamos en manos de los Chicago Boys. ¿Qué saben estos huevo*** de noticias y reportajes?

-¿Y cómo vamos a cubrir los ministerios, tribunales y el gobierno desde las “alturas de Machu Pichu”? 

-“¡Hijos de p****!”


Encanto del centro


La zona céntrica contenía todas las ventajas para cualquier empleado de empresa. Al almuerzo se cambiaban “vales” en diversos restaurantes en convenio. Todo estaba a la mano para aprovechar cada segundo: los polos noticiosos, gremios, gobierno, academias, bibliotecas y por supuesto, las tiendas para hacer las compras, los útiles escolares y uniformes, peluquerías, gimnasios, médicos, veterinarios, iglesias, reparadoras de todo tipo, tintorerías, abogados, contadores…¡Todo! 

Además, al finalizar la jornada laboral, bastaba caminar unos pasos para ir al cine, teatros, bares y espectáculos al que asistían los reporteros de “celebridades”. Era posible dejar el automóvil en casa ( o no tenerlo)  y movilizarse en el abundante transporte público y privado. En suma, un paraíso construido por casi cien años de tradición. Incluso nosotros, los más jóvenes, estábamos felices de trabajar en el corazón de la ciudad, ya que se estaban poniendo moda los barrios Bellavista y Lastarria (inolvidable jazz en la Plaza Mulato Gil de Castro).


El traslado


Al viejo edificio le llegó la inevitable la “hora de cierre”. Se multiplicaban los suspiros tristes, mientras los funcionarios revisaban las oficinas por última vez. Varios se sacaban fotos en la histórica puerta de madera labrada, resabio de los nostálgicos esplendores del palacio. El equipo de producción preparó una portada especial para la despedida. Una secretaria fue fotografiada subiendo las señoriales escaleras de mármol. El ángulo de la toma destacaba su larga trenza y sus tacones altos. Me tocó ver la escena desde el segundo piso. Nadie quería que aquel viernes terminara. Daban ganas de llorar.   

El lunes, al igual que muchos, tuve que tomar tres locomociones para llegar a los faldeos cordilleranos en el cerro Manquehue. Cada media hora, salía desde la estación final del Metro (Escuela Militar) un bus  de la empresa. Su rol era acercar a los empleados y clientes al diario.  Entre los campos con ovejas y el naciente jardín de rosas, el dios Mercurio de la actual fachada vigilaba a los recién llegados.


El choque cultural


La adaptación no fue fácil. En esa época, Santa Maria era una zona muy poco poblada, localizada cerca del aeródromo de Vitacura. Ante el descontento general, la empresa tuvo que instalar comedores con opciones de almuerzo, peluquería y gimnasio. Una línea de radio-taxi se instaló por convenio frente a la portería. Así, los periodistas podían acceder a sus fuentes noticiosas, los vendedores a sus clientes  y el personal realizar diligencias autorizadas (pago de cuentas y citas médicas). Pese a todo, el diario igual tuvo que abrir una pequeña sucursal en el centro. Se dispusieron allí computadores, teléfonos y salida de “valijas” hacia Santa Maria con diskettes de noticias, rollos fotográficos y los avisos comerciales pre-editados. 


Mi despedida


Duré en El Mercurio hasta inicios de 1987. A mis veinticuatro años tenía decisiones que tomar. La sala de computación daba hacia esa misma fuente de agua que aparece en la foto. Entonces, todos los surtidores eran altos y yo me imaginaba bailarinas vestidas de tul blanco danzando entre ellos. 

Después de circular por varias secciones, se abrió un cupo para ser contratada en la Revista Vivienda y Decoración. Me apoyaban colegas memorables como Luz María de la Vega y Aura Barnechea, sin embargo, la directora Gloria Urgelles tenía otra candidata. Ya había trabajado en el conflicto interno durante el cambio de giro de la Revista “El Domingo” (pasó de sus famosos reportajes-impacto a viajes) y no deseaba repetir esa desagradable experiencia. Además, mi pololo (novio) tenía planes matrimoniales. ¿Qué hacer? En aquel ambiente (donde me tomé la foto) decidí terminar mi relación amorosa y aceptar un empleo en la radio “Estrella del Mar” en la isla austral de Chiloé. Las tatarabuelas de las rosas, agitando sus pétalos, me desearon buena suerte en mi nuevo destino. 


domingo, 1 de diciembre de 2024

¿CUANTAS VIDAS NECESITA UN ALMA?

 


Ha llegado a mis manos el libro de una querida amiga y periodista, Albina Sabater Villalba. Hace unos meses hablamos sobre el texto en un hermoso café de Providencia, de aquellos instalados en antiguas casonas inspiradas en la época del Charleston, marchas de sufragistas, obreros de Recabarren, películas mudas, Titanic hundido y ruidosos automóviles a la par de carretas con caballos, 
Albina calza perfecto con esa nostálgica. Enciende un cigarrillo y me habla del germen de sus historias.  Desde que la conozco en el diario El Mercurio, siempre se destacó por su cultura, manejo de idiomas y su capacidad asombrosa para sobreponer obstáculos, algo que hoy los psicólogos llaman “resiliencia”. Es madre de dos hijos, ha vivido en África, Estados Unidos y ha recorrido casi todo el mundo. La recuerdo escribiendo biografías, leyendo las cartas del tarot y publicando las profecías del calendario Maya. Mucho antes del nacimiento de  su libro “Reencarnación, las vidas de un alma”, ya conversábamos sobre personas que parecen venir al mundo plenas de sabiduría, espíritus antiguos, almas viejas. Así, no fue raro que el año pasado, en aquel café pleno de fantasmas luminosos, ella me entregara su reciente obra. 

Los Relatos

Son cincuenta relatos o “retornos” de un alma, desde que nace (Sí, las almas nacen desde el útero de la Conciencia Divina) hasta su arribo al cuerpo de Albina. ¿Último viaje? No lo sabemos, todo depende de las experiencias y aprendizaje. Según cuenta mi amiga, los relatos se fueron generando muchos años atrás. Le ocurrieron cosas extrañas, signos que ella fue sumando. Por ejemplo, sueños muy realistas, sensación de haber estado en un lugar, rostros que le parecían conocidos, libros o películas que le daban pistas de situaciones vividas en el pasado. En otras oportunidades, algún amigo, ex novio o hasta desconocidos le aseguraban que ella les evocaba un ancestro o le atribuían la misma personalidad de un ser ya fallecido. Poco a poco, Albina fue ordenando y redactando cada relato. Incluso, se sometió a sesiones de regresión para completar algunos de ellos. Cada cuento o vivencia va unida por el ascenso del alma libre del cuerpo hasta un universo de cristales, seres de luz, maestros azules y ángeles. Desde esa amplitud celestial, es enviada una y otra vez a la Tierra, según lo que va quedando pendiente o requiere revisión. 

Abanico de épocas

Los viajes del “alma bebé” se inician en las breves y duras existencias infantiles situadas en el Paleolítico. Luego, los sucesivos retornos implican  desafíos más complejos, lo que incluye encontrarse con las otras almas que, según la teoría de la reencarnación, van acompañando nuestro camino existencial. Así, la encontramos como esclava china, estudiante de la antigua Corea, hermana del faraón, una joven elegida por el sultán, la nieta de una curandera (bruja), testigo de los cátaros, fogosa gitana, dama de castillo medieval, un hijo bastardo de la realeza, una actriz rusa, un escritor sueco y mucho más. También apela haber sido el Papa Rodrigo Borja (inquietante y bien logrado texto).
En cada período, abundan los detalles históricos y cotidianos, aspecto que enriquece la lectura. 

¿Cuánto es suficiente?

La gran pregunta que permanece en el aire (incluso para el alma protagonista) es ¿Cuántas vidas son suficientes para alcanzar la perfección? Si nos remontamos al origen de la creencia, que es el hinduismo, el ciclo de la reencarnación es infinito y depende de las acciones realizadas u omitidas en cada período vital. La liberación final se produciría una vez cumplida la rueda de todos los karmas pendientes. El budismo se le parece, pero habla de “transmigración” en un ciclo finito. En este aspecto, Albina deja abierta la interrogante del karma y sus consecuencias. Por ahora, ella en su “cuerpo actual” tiene una misión que cumplir, producto de un aprendizaje  de siglos. Se puede creer o no en los postulados del libro, sin embargo, después de su lectura, es fácil observar a los seres que nos rodean con ojos trascendentes. Según el enfoque cristiano, la salvación en brazos de Cristo es el  el final del ciclo. Un libro que invita a tomar consciencia de cómo actuamos en la vida. 

domingo, 17 de noviembre de 2024

LA HUELLA DE NUESTROS FANTASMAS

 


La caleta pesquera de El Quisco, en la región de Valparaíso, es un lugar que atrae por el colorido de sus botes, el muelle, su mercado artesanal y los dos restaurantes manejados por el sindicato de pescadores. Desde que nos casamos, hace dieciséis años atrás, nos gusta ir con mi gringo a comer en estos locales y caminar un poco por la rocosa playa. Es un rito que realizamos cada vez que viajamos a Chile. Aunque lo han remodelado, lo cierto es que conserva todo su carácter pintoresco. Según horario, pueden verse las barcas llegando o saliendo. Cuando hay un bullicioso revuelo de gaviotas y pelícanos sabemos  que los hombres están limpiando los productos del mar antes de venderlos. En verano, las aguas se tornan de un brillante color turquesa; en invierno, la bruma lo cubre todo. Digamos que es un rincón con aires poéticos. 


LUGARES Y PERMANENCIA


Todos aquellos que retornan frecuentemente a un lugar, detectan dos energías contradictorias. Por un lado, la sensación de una sólida permanencia y por otro, la desaparición de momentos irrepetibles. En este punto, me refiero a las personas que nos han acompañado a disfrutar la aventura marina.  Familiares y amigos que han venido a acompañarnos desde los Estados Unidos o Chile, algunos han fallecido o se ha perdido el contacto. También, incluyo a esos edificios demolidos o al simple inexorable transcurso del tiempo. Cada año que volvemos somos un poco más viejos. Misma escenografía, otras historias, conversaciones, música, modas. Nos alegra, por ejemplo, reconocer a los antiguos camareros entre los nuevos rostros. El menú, por suerte, no ha cambiado. 


MI “YO” ADOLESCENTE


El paisaje de fondo también tiene planos de realidad temporal. La gran playa de arenas blancas que se aprecia desde los ventanales es la misma donde vine por primera vez a veranear en 1972. Entonces, se arrendaban carpas blancas y azules para cambiarse de ropa y quedarse a la sombra. Eran pocos los valientes que manejaban su vehículo desde Santiago. Se estaban recién inaugurando los túneles entre las dos cordilleras  que obstaculizaban el arribo a la costa central. Los conductores debían demostrar toda su destreza para ascender por los estrechos caminos y altos acantilados. Algunas pioneras líneas de buses ofrecían el temerario viaje que podía durar tres horas con parada a almorzar en Melipilla. Hoy, gracias a las modernas carreteras, el trayecto tarda hora y media. Recién llegada a Santiago, mi mamá inició los veraneos a la costa en el Citroen, acompañada por su mejor amiga, quien también tenía niños de nuestra edad. Entonces, no existía la caleta de pescadores, pero sí las pozas entre las rocas y el flamante edificio circular del ex club de yates, que en la temporada estival se tornaba en discoteca. Así, en nuestros actuales paseos a El Quisco, me parece distinguir a lo lejos mi propia imagen adolescente, con mis amigas en bikini, tomando sol y planificando caminatas al atardecer, soñando en ser invitadas a bailar como en la película “Fiebre de Sábado por la noche”. ¿Dejamos olvidados nuestros fantasmas en los lugares que visitamos?


CONSTRUIR MOMENTOS


Recién en los años 90’s la zona del ex Club de yates dio paso al complejo del sindicato pesquero. La estatua de un flaco San Pedro, patrono del oficio, vigila el horizonte desde un pedestal. El Quisco (nombre de un abundante cactus nativo) ha crecido. Más barrios, más ruido, menos sitios naturales. Sin embargo, alrededor de la playa todavía existe el eco del pasado. Caminando por la orilla me imagino a los habitantes anteriores a ese mágico primer verano de 1972. En los 60’s el balneario de lujo era el vecino Algarrobo, pequeña urbe a la que llegaban los políticos famosos y empresarios de origen español, italiano y árabe. Mucho, mucho antes, en el auge del ferrocarril, era Cartagena la ciudad de moda para la aristocracia chilena. El Quisco no figuraba en el mapa de los panoramas turísticos. Era un villorrio de pescadores y campesinos, muy aislados de la ciudad. El ganado vacuno y las cabras deambulaban por el mismo paisaje que yo debí intuir antes de nacer. Si cierro los ojos, entre los graznidos de las gaviotas, puedo escuchar lo ausente en lo permanente.

Algún día, nuestro ritual llegará a su fin. Mi gringo y yo dejaremos este mundo, quizás los pescadores sean reemplazados por torres de varios pisos. San Pedro se hundirá en el océano, pero nuestras huellas quedarán en esas horas vividas en pacífica felicidad, buena comida, diálogos con los otros clientes, sonrisas y barcas saliendo hacia la puesta de sol. 


domingo, 7 de julio de 2024

EL CUMPLEAÑOS DE LA PEGGY


 La semana pasada mi hermana y yo estuvimos conectadas por un sueño casi similar. Aquí los pueden comparar:


Ángeles:


“Mi mamá pasaba a recogerme en auto para llevarme a una fiesta en una casa indefinida. Veía salir a la Peggy rumbo a la calle. Yo entraba a la reunión y preguntaba a todos por ella ¿Adónde había ido?. Nadie me contestaba. Desperté y recordé que tanto mi mamá como mi amiga habían muerto hace años”.


Pilar:


“Mi mamá pasaba a buscarme en el Citroen que yo tenía en Chile. Ella vestía la falda y blusa blanca con florecitas azules que le pusimos en su funeral. Me llevaba a una fiesta en El Mercurio, donde alguna vez trabajé. Me encontraba con una colega y ex compañera de universidad que falleció muy joven llamada Olga Araya. Lucía divertida y simpática. Cuando despertaba, me daba cuenta de que tanto ella como mi madre (del mismo nombre) estaban muertas.


Quedamos sorprendidas por la sincronía. ¿Qué podía significar? ¿Porqué ambas evocamos la fiesta de una amiga que, desde 1992 ya no estaba en este mundo? Repetimos al unísono: ¡Se acerca el cumpleaños de la Peggy!


Fiesta invernal


Su fecha era el 07 de julio, pleno invierno chileno. Durante el colegio y la universidad, ella era una de las pocas personas que festejaba a lo grande. Los días previos, siempre de lluvia y niebla, los amigos nos preguntábamos por teléfono: “¿Has sido invitado al cumpleaños de la Peggy?”. Era un evento social que nos impulsaba a dejar la estufa y la ropa en tonos oscuros. Desde las seis de la tarde comenzábamos a llegar a la casa amplia y acogedora, situada en la calle Las Luciérnagas de Providencia. Cuando estábamos todos, la anfitriona descendía por las escaleras del segundo piso ataviada de alguna novedosa tenida que destacaba su espigada figura. Nos saludaba como una actriz de cine. Aplaudíamos y nos reíamos. Más que su belleza, era su sonrisa e ingenio lo que nos cautivaba a todos. Entre animadas conversaciones, chistes y algún bailoteo, circulaban bandejas con bolitas de coco y chocolate, torta amor, tapaditos de queso caliente, pinchos de pollo y empanaditas de varios sabores. El brindis se hacía con refrescos juveniles, cerveza para los rugbistas (amigos de su hermano) y vino con frutillas para los adultos.


Compañera de colegio 


En 1971 mi mamá comenzó a trabajar en CODELCO-CHILE, cuya oficina central se encontraba cerca de La Moneda. Formaba parte de las secretarias y entre ellas hizo muchas amigas. Hilda Cáceres se convertiría en su confidente y en el apoyo a su nueva etapa de viuda. Era bajita, morena, de voz maravillosa. Pertenecía al grupo folclórico y al coro, por lo que fuimos varias veces a verla sobre el escenario. Los lazos fraternos se fortalecieron porque sus dos hijas estudiaban en el en el mismo colegio de monjas donde nosotras asistíamos. 

Grace, la mayor, era famosa en la secundaria por su talento de actriz y liderazgo. Tenía curvas generosas, cabello  aleonado y personalidad arrolladora. Fue idea de ella escandalizar a las monjitas con una versión escolar de “Cabaret”, el musical  de Liza Minnelli tan conocido en los 70’s. Por supuesto, ella interpretó el rol protagónico con baile y todo.

 

Peggy era más tranquila. Excelente alumna, se destacaba no solo por su inteligencia, sino que por su silueta de piernas largas y rasgos delicados. Su cabello le caía hasta la cintura, dándole un aire de  princesa Polinésica. Se convirtió en la mejor amiga de Ángeles, mi hermana. Aunque nos visitábamos en las casas, el momento más intenso del año eran las vacaciones de verano. Ambas familias arrendaban alguna cabaña costera en El Quisco, Algarrobo o Mirasol. Para nosotros, los hijos,  era todo un mes de alegría. Los grandes se turnaban en sus semanas libres. 

Previo a ese viaje, íbamos a la piscina del Estadio Sudamericano, que tenía convenio con CODELCO-Chile. Estrenábamos los vestidos playeros y los trajes de baño regalados en la Navidad. Coordinadas a través del teléfono fijo, tomábamos la misma locomoción, algo que nos llevaba poco más de una hora.  La zona de los clubes y Estadios se encontraba en los faldeos cordilleranos de Las Condes. Llegar allí era parte de la aventura estival.

Las vacaciones junto al mar eran sin televisión. Solían llegar invitados de Santiago o conocíamos juventud en la orilla o en los juegos mecánicos que eran parte del panorama vespertino: tiro al blanco, carrusel, trencito, la rueda de Chicago. En la noche, se comentaban películas, se hacían partidas de naipes, bingos o lotería. Solo para el Festival de Vińa, íbamos a algún lugar con televisión o comprábamos los diarios para enterarnos de los chismes.

No faltaba el paseo en lancha en Valparaíso y la caminata top por la avenida Perú de Viña del Mar. Entre las anécdotas, recuerdo a mi mamá protegiendo el refrigerador con un cucharón del ataque de los rugbistas hambrientos. Por su parte don Johnny, el papá de nuestra amiga, vigilaba a los muchachos, quienes  no le quitaban el ojo a mi hermana y a la Peggy, la rubia y la morena, esplendorosas en bikini.


Universidad y amores


Ángeles y Peggy ingresaron juntas a ingeniería química en la ex Universidad Técnica. Conservo una foto tomada en el jardín de las rosas, donde ella fue candidata a reina “mechona” (novata). Todo fue bien hasta que se enamoró de un príncipe azul muy exigente (y antipático). Hizo lo posible para agradarlo: se cambió a pedagogía, se vistió de aburrida señora joven, dejó de leer tanto. Duró casi tres años en un romance siempre al filo de la navaja. Finalmente, el cobarde se marchó a Estados Unidos y se casó con otra. Eso la dejó con el corazón destrozado. Hoy, esta conducta se habría calificado como falta de autoestima. Entonces, resultaba extraño pensarlo, porque a nuestra amiga nunca  le faltaron admiradores o propuestas para filmar comerciales. Su familia la adoraba. No me olvido de su hermano, quien a veces la pasaba a buscar al colegio. Su irrupción en el frontis del plantel, en motocicleta, bronceado, pelo largo y jeans ajustado, provocaba una gritería y silbidos femeninos desde las ventanas. La Peggy, orgullosa, se moría de la risa.

 

La depresión se tornó en un tumor cerebral. La mala noticia acabó con la vida de don Johnny. Aquel hombre alto, corpulento de aspecto fuerte, no fue capaz de imaginar un mundo sin su niñita menor. Cayó fulminado por un ataque cardíaco. Durante cinco años  Peggy luchó contra la enfermedad y la tristeza de tanta pérdida.  Con mi hermana la íbamos a visitar, aunque ya estábamos casados y  en otras ciudades de Chile. Falleció a los treinta y dos años, a pocos días de su cumpleaños. Sin duda, todos los 07 de Julio debe bajar por las escaleras del cielo, vestida con los colores de ángeles. Sonriente y traviesa debe comentar: “¡Hola chicos! ¿Listos para celebrar?” 


sábado, 29 de junio de 2024

DESPEDIDA EN VIENTO BLANCO


Un 29 de junio de 1970, mi padre salió de casa a trabajar. Nadie imaginaba que ese día dejaríamos de ser una familia de cuatro para ser la de una viuda y sus dos hijas pequeñas. 

En febrero de ese año nos habíamos mudado desde Lota, Arauco al campamento de Saladillo, entonces perteneciente a la Anaconda Copper Mining (hoy, CODELCO-Andina). Era cambiar las lluviosas minas de carbón por las pétreas montañas.  Significaba olvidar  las cocinas de hierro, el pan amasado, la escuela con campanario y una comunidad muy unida. A mis ocho años implicaba la separación de los amigos, los juegos tradicionales y los bosques con aroma a boldo, copihues y maqui. 

Saladillo era pequeño, seco, abrazado por cumbres centinelas que apuntaban hacia un irritante cielo azul, casi sin nubes. La faena era de cobre, extraído por moderna tecnología “gringa”. Había calefacción a petróleo, comida internacional, pabellones de chilenos, japoneses y estadounidenses. Aunque la escuela era gratis, el programa era en inglés. Así, los niños criollos bajábamos todas las mañanas en un bus de la empresa a la ciudad de Los Andes. Los chicos asistían al Instituto Chacabuco y las niñas, al María Auxiliadora. 

Mis padres parecían entusiasmados. Se trataba de un excelente empleo y mi mamá quedaba a solo hora y media de Santiago, donde estaba toda su familia. El futuro se perfilaba luminoso. Planificaron comprar casa en la capital y quizás, realizar un segundo viaje a España. Con gran esfuerzo habíamos volado a Barcelona en 1969 para que mi hermana y yo conociéramos al abuelo Pedro Clemente, a los tíos Carmen y José, mi primo Angel y a los seres queridos que mi padre Miguel, había dejado atrás. Fue casi premonitorio, ya que el abuelo fallecería meses después, poco antes de que la Anaconda contratara a mi papá a inicios de 1970. 

El retrato caído

No había pensado en la fecha hasta el pasado domingo 23 de junio. Caminaba por el pasillo de mi hogar, cuando sorpresivamente una de las fotos de mi papá se cayó sobre la alfombra. Forma parte de la colección de imágenes familiares que tengo en un muro del living. En ella se unen los ancestros de Charlie y los míos. Correspondía a su retrato de niño escolar, tomado con un mapa de España de fondo. Se me vinieron a la mente  cuatro cosas: 

1)En la tradición de Europa del Este y Nórdica hay una relación entre la repentina caída de retratos o espejos y la comunicación espiritual. De hecho, durante los 90’s mi mamá rescató la última foto-carnet de mi papá (tomada a sus cuarenta y dos años) y la mantuvo colgada sobre la pared de su cama hasta el amanecer de su propia muerte, el 29 de enero de 1999 (ambos el mismo día final). Bueno, aquel retrato se cayó bruscamente el 28 de enero al atardecer. Recuerdo que intercambiamos miradas con mi mamá. Ella se encontraba enferma y ambas pensamos en la inminente despedida, aunque no lo dijimos. Curiosamente, el 26 de julio del 2019 se cayó una baldosa de Barcelona que yo tenía colgada en mi estudio. Esa misma noche en Chile fallecía la querida tía Isabel Briones, hermana de mi madre. 

2)Medité en las fechas  importantes que iban a ocurrir en la semana y…claro, apareció el aniversario de su accidente en Saladillo, aquel fatídico 29 de junio de 1970. El paso de los años puede desteñir el calendario, pero las emociones jamás desaparecen.

3)En cuanto a su fotografía de niño, con el mapa a sus espaldas, me hizo sentido el que yo tenía cita en la embajada de España en Washington DC para pedir mi pasaporte. Era la parte final de un proceso de recobrar la nacionalidad paterna, perdida al asumir mi ciudadanía estadounidense. Aquel viernes 28 de junio (ayer) recobraría mis raíces íberas. 

4)Esta misma semana, entre el jueves 27 y viernes 28, mi sobrino Francisco (el nieto que nunca conoció) se mudaría con su futura esposa a Puerto Varas, una bella ciudad sureña, de paisaje parecido a la zona donde mis padres fueron tan felices. Cambios, cambios. El año pasado, también un 28 de junio, mi sobrina se fue con su esposo a radicar a Barcelona, su amada ciudad.

El viento blanco

Volviendo a esa invernal mañana de 1970, la nieve comenzaría suave a caer sobre las montañas. Mi papá salió con la abrigada parka todo terreno marca Columbia que se había comprado en Santiago. Era costosa, pero era primera vez que trabajaría en la cordillera. Abajo, en el María Auxiliadora la jornada iba llegando a su fin. A las alumnas de Saladillo nos dejaban salir un poco antes para alcanzar a tomar el bus que subía desde la plaza de armas hacia el camino internacional que llevaba a Saladillo y también al Paso Los Libertadores en la frontera con Argentina. Los niños nos agitábamos  emocionados: “¡Nieve, nieve!”. Mi hermana y yo nunca la habíamos visto  y sonaba a una fantástica experiencia.

Mientras nuestro transporte ascendía, mi padre bajaba en uno de los jeep de la compañía en busca de herramientas. Él se hallaba mucho más alto que el camino público y en esa cimas se desató el viento blanco que bloquea la visión y desorienta. 

Unos kilómetros más abajo, los niños llegábamos al campamento con hambre de comida caliente, expectantes ante los juegos que inventariamos en la blancura de los patios. Arriba, en la soledad de alguna curva ciega, el jeep voló hacia el desfiladero infinito un 29 de junio de 1970. 








sábado, 30 de marzo de 2024

LOS SABORES DEL RECUERDO

 

 


Tres meses después de la muerte de mi madre sentí un profundo antojo de comer helado de frutilla, un sabor que nunca me ha gustado, pero que era su favorito. Recuerdo que estaba sola en el departamento de Luis Beltrand, lugar donde ella   había fallecido. Mi amiga Paula acababa de remodelar todo en el estilo étnico que entonces me hacía vibrar: colores tierra, letras japonesas, texturas y vasijas de barro. Mi habitación era lo único diferente. Acordamos en dejarla en tonos frutilla y crema. En un rincón, ubicamos la bergere materna, tapizada en rayas rosa, blanco y lila, como en las ilustraciones inglesas de Alicia en el país de las maravillas. Según mi amiga, yo era mágica como Alicia. Nunca me creí el cuento, pero quizás era verdad. 

Sentada en aquel sillón, que había sido parte de mi infancia en Lota, me surgió el hambre por un detestable helado de frutilla. Salí a comprar una cassata en el almacén de Sucre con Luis Beltrand. Se llamaba “Belgrado” y lo atendía Sergio, aunque en realidad era su hermana la que manejaba todo con mano de hierro. Allí comprábamos las “emergencias” como tarros de café, huevos, golosinas, aliños, leche y por supuesto, marraqueta fresca. Don Luis, el conserje del edificio, salía mañana y tarde con varias bolsas para recoger el pan de quienes lo dejaban encargado. Durante sus pocos años de jubilada, mi madre fue una de esas adictas al “pancito caliente”. Sin embargo, para mí, la marraqueta era ocasional, pues nunca tuve costumbre de la hora de onces.


HELADOS, HOTDOG Y PASEOS SUREÑOS


En Lota tenía muy claras mis preferencias. En verano, las  paleta de agua (Loli-pop) de piña, naranja o frambuesa para la sed en las playas y piscinas. El resto del año, íbamos una vez al mes en citroneta a pasear a Concepción. Teníamos derecho con mi hermana a escoger entre un cono de helado o hot dog en la cafetería Victoria, que se situaba al costado del teatro. Tenían esas máquinas de batir que  no se conseguían en Lota, además los servían bañados en chocolate. Yo siempre elegía sabor a chocolate porque profundizaba el gusto de la deliciosa cubierta. A veces, por presión, me cambiaba a coco, pero no era lo mismo. 

El hot dog implicaba entrar al restaurante. Mi pedido era el mismo: especial con mayonesa y mostaza, más soda Sprite. Me fascinaba el vaso garza de mi padre, pleno de pílsener. El aroma a cebada de esas burbujas doradas que  erupcionaban en blanca espuma, otorgaba un toque amargo a mi hot dog, algo que no he podido repetir. A veces, él nos dejaba beber un sorbito cuando solicitaba la misma garza en el club de empleados del carbón. Eso ocurría algunos sábados en la mañana, como meta de la caminata que hacíamos los tres hacia los almacenes de los pabellones, mientras mi mamá se quedaba cocinando el almuerzo. En otras ocasiones, íbamos en la citrola a la feria de Lota Bajo. Allí, quedábamos hipnotizadas mirando a los pescadores pelar sus productos del mar. Podíamos elegir un cajón de fruta, normalmente duraznos, nísperos o cerezas. Si hacía frío, nos compraba un chocolate de leche Bambino en un boliche. 


ALMACENES ANTIGUOS


Recuerdo a los clientes presentando botellas vacías para ser llenadas por aceite extraído del barril. Yo pensaba, por el color, que era cerveza. Otro aspecto entretenido era mirar cómo fabricaban cucuruchos en papel café o diarios para colocar las mercaderías a granel que pedía la gente: azúcar, harina, caramelos, especies, frutos secos. Llegábamos tarde a almorzar y eso enojaba a mi mamá. A nosotras nos daba los mismo porque éramos malas para comer. Sospecho que teníamos el olfato muy desarrollado y sentíamos olores extraños en otras casas. De hecho, en los cumpleaños solo comíamos los porotitos dulces, las guagüitas y alguna tajada de queque casero de naranja (ojalá tibio y recién hecho). En casa, mi madre tenía buena mano para las ollas y  nos decoraba los platos para tentarnos. Hacía ricos postres, pero me daban desconfianza porque odiaba la leche. Los aprendí a disfrutar desde los diez años, en especial, el arroz con leche y el budín de chocolate. Todavía me gustan. Solo caseros.

Cuando nos fuimos a vivir al campamento Saladillo, perteneciente entonces a la Anaconda Copper Mining, solíamos ir a a Los Andes. Al lado del hotel Plaza se encontraba la heladería “La Reina”. Ofrecían barquillos de máquina en solo dos sabores: vainilla-frutilla o vainilla-chocolate. Obviamente, yo pedía este último, aunque no tenían el baño de chocolate. Eran medio aburridos, pero me hacían sentir en la cafetería de Concepción. A veces íbamos a la Fuente de Soda “Primavera” que se especializaba en lomitos. ¡Me cargaban! ¡Yo insistía en el especial con mayonesa y mostaza!. Cuando murió mi papá me cambié a los completos italianos. Sin el aroma de su garza de pílsener no era lo mismo. 


EL COSTILLAR ES MÍO


En Santiago, mi mamá adquirió fama entre los familiares por su célebre costillar o pulpa de chancho al horno con ají, acompañado de papas cocidas o puré picante. Por supuesto, con muchas ensaladas. En esos almuerzos, ella narraba las historias de los clubes radicales que servían esta receta, mencionaba al abuelo y bisabuelos que habían sido radicales. Las tías se peleaba por ser invitadas y hasta el tío abuelo Manuel Magallanes San Román se dejaba caer. Así, las anécdotas de radicales y bomberos se hacían muy divertidas, sazonadas por el vino que bebían los mayores. 


Ese mismo menú siguió latente con toda su carga de memorias, cuando íbamos a buscar con Francisco (mi futuro cuñado) a mi mamá a la Minera Andina, de Saladillo, donde ella trabajó hasta jubilar. Eran viernes “gloriados”. Ella salía a las dos de la tarde y nos íbamos todos al restaurante La Ruca del Almendral (fuimos a otros lados, en Curimón y Los Andes, pero nos quedamos con La Ruca). Yo hacía dieta dos días antes para poder comerme el pernil con papas cocidas y tomate con cebolla. Entonces, ya todos bebíamos vino. A veces, deteníamos el auto en los arenales del Río Aconcagua para dormir una  siesta “gloriosa” bajo los árboles. ¡Qué tiempos!


A los diecinueve años, poco antes de esas comilonas en El Almendral, me inicié en la cerveza debido a las caminatas que hacíamos con mi pololo Marcelo por el parque Bustamante. Entrábamos a la Fuente de Soda “Baquedano” donde aprendí a disfrutar los Barros Jarpa. Eran de pan amasado de campo, crujiente y recién hecho. El queso y el jamón eran de calidad y armonizaban con el schop de Cristal, la marca más parecida a la pílsener paterna. Lamenté que ya no se usaran los vasos garza. He probado otros Barros Jarpa, pero nunca igual de buenos.


ASADOS Y FIESTAS


Durante mi infancia y adolescencia no conocíamos a nadie que hiciera asados a la parrilla. Comíamos mariscos, pescados y pollo. Poca carne. Yo era adicta a las cholgas (mejillones) crudas, rehogadas en limón y pebre. 

Los significados del asado los comprendí en Copiapó, cuando era relacionadora pública en la Empresa Nacional de Minería. En septiembre se organizaban las parrilladas bailables de los mineros y el aroma a carbón, empanadas y la música de los huasos cantores, era un bálsamo, una alegría en medio de las dificultades de mi matrimonio.

La carne asada adquirió su sello de felicidad en los almuerzos apodados “Domingos dominicales” en la casa de mi hermana y cuñado, cuyas múltiples anécdotas y significados narraré en otra oportunidad.