Un 29 de junio de 1970, mi padre salió de casa a trabajar. Nadie imaginaba que ese día dejaríamos de ser una familia de cuatro para ser la de una viuda y sus dos hijas pequeñas.
En febrero de ese año nos habíamos mudado desde Lota, Arauco al campamento de Saladillo, entonces perteneciente a la Anaconda Copper Mining (hoy, CODELCO-Andina). Era cambiar las lluviosas minas de carbón por las pétreas montañas. Significaba olvidar las cocinas de hierro, el pan amasado, la escuela con campanario y una comunidad muy unida. A mis ocho años implicaba la separación de los amigos, los juegos tradicionales y los bosques con aroma a boldo, copihues y maqui.
Saladillo era pequeño, seco, abrazado por cumbres centinelas que apuntaban hacia un irritante cielo azul, casi sin nubes. La faena era de cobre, extraído por moderna tecnología “gringa”. Había calefacción a petróleo, comida internacional, pabellones de chilenos, japoneses y estadounidenses. Aunque la escuela era gratis, el programa era en inglés. Así, los niños criollos bajábamos todas las mañanas en un bus de la empresa a la ciudad de Los Andes. Los chicos asistían al Instituto Chacabuco y las niñas, al María Auxiliadora.
Mis padres parecían entusiasmados. Se trataba de un excelente empleo y mi mamá quedaba a solo hora y media de Santiago, donde estaba toda su familia. El futuro se perfilaba luminoso. Planificaron comprar casa en la capital y quizás, realizar un segundo viaje a España. Con gran esfuerzo habíamos volado a Barcelona en 1969 para que mi hermana y yo conociéramos al abuelo Pedro Clemente, a los tíos Carmen y José, mi primo Angel y a los seres queridos que mi padre Miguel, había dejado atrás. Fue casi premonitorio, ya que el abuelo fallecería meses después, poco antes de que la Anaconda contratara a mi papá a inicios de 1970.
El retrato caído
No había pensado en la fecha hasta el pasado domingo 23 de junio. Caminaba por el pasillo de mi hogar, cuando sorpresivamente una de las fotos de mi papá se cayó sobre la alfombra. Forma parte de la colección de imágenes familiares que tengo en un muro del living. En ella se unen los ancestros de Charlie y los míos. Correspondía a su retrato de niño escolar, tomado con un mapa de España de fondo. Se me vinieron a la mente cuatro cosas:
1)En la tradición de Europa del Este y Nórdica hay una relación entre la repentina caída de retratos o espejos y la comunicación espiritual. De hecho, durante los 90’s mi mamá rescató la última foto-carnet de mi papá (tomada a sus cuarenta y dos años) y la mantuvo colgada sobre la pared de su cama hasta el amanecer de su propia muerte, el 29 de enero de 1999 (ambos el mismo día final). Bueno, aquel retrato se cayó bruscamente el 28 de enero al atardecer. Recuerdo que intercambiamos miradas con mi mamá. Ella se encontraba enferma y ambas pensamos en la inminente despedida, aunque no lo dijimos. Curiosamente, el 26 de julio del 2019 se cayó una baldosa de Barcelona que yo tenía colgada en mi estudio. Esa misma noche en Chile fallecía la querida tía Isabel Briones, hermana de mi madre.
2)Medité en las fechas importantes que iban a ocurrir en la semana y…claro, apareció el aniversario de su accidente en Saladillo, aquel fatídico 29 de junio de 1970. El paso de los años puede desteñir el calendario, pero las emociones jamás desaparecen.
3)En cuanto a su fotografía de niño, con el mapa a sus espaldas, me hizo sentido el que yo tenía cita en la embajada de España en Washington DC para pedir mi pasaporte. Era la parte final de un proceso de recobrar la nacionalidad paterna, perdida al asumir mi ciudadanía estadounidense. Aquel viernes 28 de junio (ayer) recobraría mis raíces íberas.
4)Esta misma semana, entre el jueves 27 y viernes 28, mi sobrino Francisco (el nieto que nunca conoció) se mudaría con su futura esposa a Puerto Varas, una bella ciudad sureña, de paisaje parecido a la zona donde mis padres fueron tan felices. Cambios, cambios. El año pasado, también un 28 de junio, mi sobrina se fue con su esposo a radicar a Barcelona, su amada ciudad.
El viento blanco
Volviendo a esa invernal mañana de 1970, la nieve comenzaría suave a caer sobre las montañas. Mi papá salió con la abrigada parka todo terreno marca Columbia que se había comprado en Santiago. Era costosa, pero era primera vez que trabajaría en la cordillera. Abajo, en el María Auxiliadora la jornada iba llegando a su fin. A las alumnas de Saladillo nos dejaban salir un poco antes para alcanzar a tomar el bus que subía desde la plaza de armas hacia el camino internacional que llevaba a Saladillo y también al Paso Los Libertadores en la frontera con Argentina. Los niños nos agitábamos emocionados: “¡Nieve, nieve!”. Mi hermana y yo nunca la habíamos visto y sonaba a una fantástica experiencia.
Mientras nuestro transporte ascendía, mi padre bajaba en uno de los jeep de la compañía en busca de herramientas. Él se hallaba mucho más alto que el camino público y en esa cimas se desató el viento blanco que bloquea la visión y desorienta.
Unos kilómetros más abajo, los niños llegábamos al campamento con hambre de comida caliente, expectantes ante los juegos que inventariamos en la blancura de los patios. Arriba, en la soledad de alguna curva ciega, el jeep voló hacia el desfiladero infinito un 29 de junio de 1970.