domingo, 6 de noviembre de 2022

¿HAS ENCONTRADO A TU UNICORNIO?

 


Dicen que durante cuatro mil años, los habitantes de la vieja Europa (y parte de Asia) creyeron en el unicornio. En las tabernas, los navegantes (protagonistas de extrañas aventuras) contaban relatos a cambio de vino. Ellos situaban a este animal en los hielos árticos, primos mágicos de las ballenas Narvales, las que si bien eran reales y tenían un cuerno, nadie creía en ellas. En todas las aldeas era más lógico aceptar la existencia de un caballo “especial”, que la de una desconocida criatura marina. Los extranjeros de piel oscura y ojos almendrados hablaban de asnos, búfalos o pesadas bestias de mal carácter, cuyo cuerno molido permitía vivir doscientos años. Lo concreto es que hasta el siglo XVI, muchos seguían soñando con encontrar al unicornio. Los escoceses lo habían imaginado blanco y dorado, poseedor de una fortaleza superior al león de los ingleses. El animal solo se dejaba ver por quienes no lo buscaban. Quizás por su fama de tímido, nunca ocupó los primeros lugares en los cuentos de hadas. Los dragones, pegasos, águilas, leones y grifos eran las estrellas.

La canción de Silvio

En mi niñez no supe nada de unicornios. Este ser legendario llegó a mi vida gracias al álbum que Silvio Rodríguez lanzó en 1982.  Su poético tema “Unicornio Azul” se transformó en símbolo ochentero de todo tipo de pérdida, desencuentros, penas de amor, sueños rotos, anhelos de democracia, infancia lejana y lugares imaginados.  De todas las canciones del autor, la de esta criatura azul fue la más abierta a un diálogo interior. Inspiraba a escribir y a jugar con cristales de ilusiones quirománticas. Al igual que los clientes medievales de las tabernas, me veo bebiendo vino caliente en las peñas del barrio Bellavista, recorriendo el puerto de Valparaíso y trabajando en la radio “Estrella del Mar’” en la isla de Chiloé, puerta de entrada a la Patagonia austral. 
Tenía veinticinco años y mi rol de adulta profesional se tejía en los albores de los 90’s. País por país, la democracia retornaría a Sudamérica. En aquel panorama, ignoraba que los bosques del sur no me darían acogida. Por el contrario, la rosa náutica me llevaría al norte, a los cielos color turquesa del desierto de Atacama, donde me casaría con mi primer marido. 
Bailar salsa se pondría de moda y en todas las radios resonarían las “Burbujas de amor” de Juan Luis Guerra o el erótico “Ven y devórame otra vez” de Lalo Rodríguez. Recuerdo haber celebrado el cambio de siglo con “La vida es un carnaval” de la legendaria reina del “azúcar”, Celia Cruz. Muchos viajes, internet. El mundo se abría sin seres mágicos.

El jardín botánico de Miami

En el naciente “21”, los niños enloquecieron con la colección Pokemón japonesa, que incluía al unicornio entre sus figuras. Así, cuando llegué a los Estados Unidos a fines del 2008, los caballos de un cuerno se vendían en todas partes. Gracias a la televisión eran protagonistas de un abundante merchandising  videos, películas, juguetes, ropa, mochilas, disfraces, cuadernos y zapatos. ¡Hasta combinaban sus colas con el color de cabello de las muñecas Barby! Como ocurre con todo lo que abunda, dejé de prestarles atención.
Por eso, al viajar a Miami para recibir un premio literario, fue una sorpresa encontrarme con un unicornio de tamaño natural en el Jardín Botánico de la ciudad. La gracia fue descubrirlo entre las plantas, iluminada su blancura por los rayos del sol. Es cierto que no estaba vivo, pero me hizo recordar las leyendas, la canción de Silvio y por ende, el cristal azul de las ilusiones quirománticas de los veinticinco años. Fue el despertar de una sensación olvidada.
Me vi detrás de una ventana de la radio, viendo llover en Chiloé, “aporreando” las teclas de una máquina de escribir e imaginando el futuro, que se presentaba tan extenso como los hielos árticos. El unicornio  adornado de helechos y mariposas, fue la evidencia de que siempre nos estamos encontrando con lo que hemos sido. Al abrir la mente, los mensajes en botella, arrojados en el mar de nuestros momentos existenciales, retornan resignificados por el soplo de Dios. ¿Has encontrado a tu unicornio?

miércoles, 13 de julio de 2022

El Puente de Ninguna Parte

 


 El Lehigh Canal Park en Pensilvania es un lugar donde la naturaleza se une con las actividades familiares  y deportivas. En esta zona, el río Lehigh apacigua sus torrentosas espumas  y corre despacio entre las orillas de bosques, ciudades y granjas que alguna vez fueron ejes mineros  del carbón. Ahora, prosperan con el turismo aventura. El paisaje se presta: montañas, bosques, lagos, el río  y este parque visitado por caminantes, ciclistas y amantes del rafting. 

Paseando con una amiga por este lindo lugar, me encontré con un puente y un cartel de advertencia. Traducido al español, decía:

¿Vas rumbo a ninguna parte?
¿O estás aquí?
Si estás viviendo el AHORA,
sube al puente y siéntate 
en la banqueta de la oración
habla con Dios, pues él quiere hablar contigo.
Dios siempre escucha.

Tal como indica el cartel, el puente no llevaba a ninguna parte. Al otro lado, la agreste vegetación nos cerraba el paso. Podría ser un puente inútil, salvo la banqueta anunciada, desde la cual se veía el canal o brazo artificial del río por donde nadan familias de patos y gansos canadienses. Al sentarse, se percibe el ritmo calmo, los pescadores camuflados por las sombras en los puntos  de aguas profundas, el canto de las aves y muchas flores silvestres. 

Simbolismo

Más allá del concepto cristiano, pensé en el simbolismo del lugar. Sobre el río del tiempo, cada uno va construyendo un puente que une la orilla de su nacimiento con el otro lado, la muerte y sus misterios. Ignoramos lo que éramos antes de venir al mundo. ¿Qué sabemos de lo que nos espera? ¿Hemos encontrado nuestro propósito? Hay un encuentro entre lo divino, lo trascendente y nuestra alma. Entonces, el puente cobra  sentido. Una construcción que, vista de lejos, parece llevar a “ninguna parte”, una obra perdida. ¿Cuántas personas tristes se sienten así? ¿Cuántas veces perdemos la fe? 

Nos apresuramos en exprimir cada minuto, ser eficientes y productivos. Nos desesperamos por ser amados, sin aprender a amar. Queremos recibir, sin dar nada a cambio. A veces, ni siquiera captamos esa banqueta en medio del puente, la misma que alguien puso allí para que meditemos, respiremos y hablemos con Dios. 

Pueblitos perdidos

En los Estados Unidos, donde ahora vivo, existen innumerables pueblitos derramados por los rincones de los cincuenta Estados que componen el país. Hay gente que se dedica a recorrer en casa rodante o en motocicleta las carreteras secundarias y los caminos de tierra. Les encanta visitar estos sitios en medio de ninguna parte. Algunos están abandonados, otros sobreviven con mayor o menor fortuna, casi siempre ligados a granjas, ganado o al comercio básico. Muchos son verdaderas joyas pintorescas y sus habitantes, muy cordiales. No pocos de estos viajeros escriben libros o filman videos con sus experiencias. En ellos, expresan haber aprendido algo valioso en las zonas olvidadas. Esto revela que nos agrupamos en las grandes ciudades no solo por sus servicios, tecnologías y oportunidades, sino que también por el miedo a estar solos, a sentirse en medio de la nada, rumbo a ninguna parte. Mientras más multitud, menos posibilidades  de sentarnos  en la banqueta de un puente de ninguna parte. Encontrarse con uno mismo puede “abrir la caja de Pandora”. El ruido de la fiesta, las luces, la música y las eternas pantallas, ayudan a evadir  los pensamientos molestos,  las preguntas sin respuestas, como por ejemplo, encontrar el sentido de nuestras vidas. 

Busca tu puente


Quienes construyeron ese puente “de ninguna parte” en el Lehigh Canal Park tuvieron una iniciativa luminosa, sencilla y económica: un puente de madera sin destino, un puente sin apuro ni metas; una invitación a tomarse unos minutos de tranquilidad y contemplación. La banqueta es el equilibrio, la oración que llama al amanecer. 

Aunque te encuentres en medio del bullicio, el trabajo o definas tu entorno como “feo”, “poco grato”, siempre habrá un cartel, un aviso que invitará a cruzar un  puente que no figura en los mapas. Allí, encontrarás un destino más importante que cualquier aventura turística: la profundidad de tu alma. 

domingo, 20 de marzo de 2022

LA BERGÉRE DE MI MAMÁ

 


En alguna encrucijada cotidiana (de esas que nadie recuerda) este sillón de tradición francesa e ínfulas inglesas se transformó en parte de mi madre. Se incorporó a su ser como sus vestidos de geometría sesentera y su peinado de rubio platino escarmenado. La bergére formó parte del amoblado de recién casados, el hito del traslado de mis padres desde la pensión de Santa Rosa (dónde se conocieron) al departamento de Marín con avenida Italia. 

Era un edificio de esquina, cuyo primer nivel se dividía en unos pocos locales comerciales con salida a la calle. Al segundo piso se accedía por una puerta especial que daba a las escaleras. Sólo habían dos departamentos grandes. En uno de ellos vivían mis tíos abuelos Carlos Troncoso y Raquel Magallanes, acompañados de Sofía y  su hijo Salvador. El resto de los cuatro hermanos estaban ya casados, pero eran visitas frecuentes durante toda la semana. El domingo, era el encuentro especial después de la misa en la iglesia San Crescente, en  la calle Santa Isabel. Quiso el destino que justo el departamento del frente fuese arrendado por mis padres.
Marín fue una etapa alegre para Olga, mi madre. Ella era una secretaria en ascenso en la agencia de publicidad McCann-Erickson, amaba a papá (Miguel Clemente) y tenía la suerte de contar con una familia puerta a puerta. Su dicha se completó al embarazarse de mi hermana, la que nació en 1960. 

Horas de lectura y descanso

Las bergére eran claves en esos tiempos de chimeneas y horas sin televisión. Era un sillón pensado para descansar después de la cena, hacer la siesta o desayunar sin prisa, hojeando revistas. Su forma confortable (a veces, con un pequeño piso destinado a los pies), invitaba a perder la mirada en la lluvia de la ventana o a dejarse envolver en la música breve del tocadiscos. A menudo, cumplía el rol de trono intimidante en los sermones que los adultos impartían a los niños “malulos”. Mamá eligió el sillón expresamente para sus dos pasatiempos favoritos: leer y escuchar noticias o radioteatros. Por eso, lo acompañó de una lámpara de pie, erguida en un delgado pedestal de bronce labrado, que se abría en tres angelotes para atornillar las ampolletas. Una pantalla de tela plisada color crema filtraba la luz.  
Todavía recuerdo ese tapiz en tonos verdes con figuras semi abstractas de árboles. Puede que no hayan sido árboles, pero mi hermana y yo creíamos que la  sedosa tela de la bergére contenía todo un bosque, réplica de la naturaleza de Arauco y la carretera a  Concepción. 
Cuando vine al mundo, el sillón ya había pasado desde sus flamantes momentos en Santiago, al traqueteo de mudanzas y dos casas.  Aquel sillón fue el cobijo de mamá durante sus primeros meses en el sur. La pobreza minera del carbón, la nostalgia de sus seres queridos y la pérdida del mejor empleo de su vida (tuvo que renunciar cuando mi papá fue contratado por la Compañía Minera Lota Schwager) la dejaron dolorida interiormente.  Tuvo que recuperarse a toda prisa porque su barriga estaba creciendo otra vez (era yo) y tenía que cuidar a mi hermana. Afortunadamente, las señoras del barrio le dieron un cálido recibimiento con queques caseros y conversación ilimitada. Ellas serían sus grandes amigas en una realidad donde la empresa era protagonista de casi todas las actividades. 


Cicatrices de sillón


El tapiz verde de la bergére conservó las cicatrices de los cigarrillos fumados en su tristeza y sumó otras, provocadas por nuestros saltos y excursiones infantiles hacia la cima de su respaldo. Ya tenía los resortes destripados cuando mis padres lo mandaron a tapizar al cambiarse al chalet que sería nuestro último hogar en Lota. 

No me gustó nunca el color y textura de la nueva tela. Era áspera y en un escocés de cuadros combinados en café oscuro, claro y crema. Hacía juego con la lámpara y los nuevos sofás de felpa café moro y flecos dorados en los bordes. Me encantaba sentarme en la alfombra verde para trenzar esos flecos y ponerles cintas. Era como peinar a las muñecas. Otra de mis aventuras era meterme debajo del comedor, donde los rayos se filtraban por entre las patas de las sillas, lo que daba la ilusión de troncos altos y centenarios.Yo paseaba autitos de plástico por ese bosque encantado que el sol formaba bajo la mesa. También me entretenía pasar las uñas por el labrado de la lámpara, ya que producía un campanilleo  "de hadas". 


Cuando murió mi padre y nos fuimos a Santiago, la bergére y la lámpara se quedaron en la habitación materna. Una vez más, su tapiz fue permutado por un cuero falso color burdeos. Lucía más elegante, pero el cuero era pegajoso en verano  y frío en invierno. El único televisor de la casa se hallaba allí, por lo que veíamos “Sábados Gigantes”, “Japening con Ja”, el “Crucero del Amor”, “Kung-Fu” y la “Casita en la Pradera” arracimadas  en la bergére o en la cama junto a mi mamá. En aquel sillón se sentaban también las tías y amigas con las que mamá “copuchaba”, mientras mi hermana y yo recibíamos amistades en el living o estudiábamos en nuestro cuarto compartido. 


Una historia que no termina


Una madrugada de enero de 1999, la bergére fue mudo testigo de la muerte de su dueña.  Después del duelo, mi amiga decoradora Paula Rojas vistió el viejo sillón con una tela a rayas rosadas y púrpuras, al estilo de Alicia tomando el té con el sombrerero loco. Pasó a ser parte de mi departamento de divorciada y era un vínculo con su presencia-ausencia. .

No me lo pude traer a los Estados Unidos, pero este legado materno quedó protegido en la casa de mi tía Patricia (su hermana menor), quien le cambió el tapiz por otro estampado en vainilla y rosas. Casi 65 años han pasado desde que la bergére llegó a la calle Marín, donde inició la simbiosis con la feliz novia Olga Briones Magallanes. Una historia que no terminará, mientras su esqueleto de madera siga acogiendo a los descendientes de su amada propietaria. 

domingo, 16 de enero de 2022

La niña del jardín

 



Hay seres que dejan huella aunque el camino compartido haya sido breve. Conocí a la profesora y escritora Rosa Eugenia Peña en el primer otoño de la pandemia. Meses antes, mi esposo y yo habíamos viajado a Chile para asistir al casamiento de mi sobrina. Fue un verano soleado y alegre. Parafraseando al célebre Carlos Pinto (anfitrión del programa de TV “Mea Culpa”), nada hacía presagiar el pánico del Covid19. Con dificultades conseguimos un vuelo de retorno. ¡Todo se cerraba a nuestro alrededor!. 


Iniciamos la cuarentena en nuestra parcela de Virginia. Los aromáticos narcisos, lirios y las flores del nativo dogwood se presentaron con la puntualidad de cada primavera. La naturaleza seguía su ritmo, ajena al encierro, la muerte y los llantos. Con timidez, me asomé a la plataforma zoom, la gran tecnología que nos liberó del aislamiento y la angustia. Gracias a ella pude activar mi participación en el grupo de escritores PEN-Chile. Digo “activar”, ya que hasta antes de zoom, los que vivíamos lejos del terruño, teníamos escasas opciones de asistir a los encuentros, cenas y lanzamientos de libros. 


En medio de este panorama, el comunicólogo y escritor Mauricio Tolosa, convocó a su taller “Florecer”. Los brotes del septiembre sudamericano coincidían con los grises de mi acuarela otoñal. Seis escritoras nos apuntamos al taller. Alentadas por Tolosa, cada una se dedicó a recorrer el mundo Plantae que la rodeaba. Desde Punta Arenas, Úrsula Paredes nos introdujo en los milenarios bosques lluviosos y las voces de los ancestros. Desde México, Alejandra Faúndez recordó un señero viaje al Amazonas brasileño, donde (gracias a la magia de las palabras) nos hizo abrazar el grueso tronco de la Ceiba-abuela. Victoria Uranga nos detalló sus caminatas por los faldeos cordilleranos,  Aurora López conversaba feliz con el aloe vera de su macetero. Por mi parte, re-descubría el color de la hojarasca virginiana. 


La voz de cada flor



Rosa Eugenia fue la única que escogió la simpleza cotidiana de su jardín. Ajena a nuestras exuberancias, optó por explorar la personalidad de cada planta. La unión de estas voces vegetales la daba una niña sin nombre, casi un espíritu, que cuidaba de cada una de ellas. No tardó en cautivarnos con las maravillosas aventuras de su niña. Lloramos con el rosal vanidoso que, por excesiva floración, se cayó del muro que lo sostenía. Escuchamos la historia de amor entre el laurel macho y el laurel hembra. También, la enredadera de glicinas que crecía cerca de la cocina, donde estaba la madre de la niña. Esta enredadera conocía el pasado de la familia, era la protectora del hogar. Poco a poco, Rosa Eugenia se fue mimetizando con su etéreo personaje. Se sentaba frente a su pantalla de zoom con su largo cabello de brillante color ceniza, vestidos estampados de flores y un vaso con rosas frescas a su espalda. Su sonrisa y mirada transmitían la inocencia de una descubridora de tesoros. 

Recuerdo que pasamos dos clases debatiendo sobre un humilde Diente de león que florecía entre las baldosas de piedra del jardín. Esta abundante y pequeña flor amarilla suele ser considerada una maleza invasora. Nos dimos cuenta de que era una planta valiente, dura, capaz de superar toda amenaza. Símbolo de la poesía que se derrama en sus racimos de semillas que los enamorados soplan al viento.

El taller terminó en el verano del 2021. Cada una se comprometió a seguir trabajando en sus temas. Rosa Eugenia se veía entusiasmada. Imaginaba la portada y las ilustraciones de su libro que titularía “La niña del jardín”.


Su padre y la enfermedad


En vez de pensar en sí misma, esta generosa mujer se dedicó a cumplir uno de los grande sueños de su padre, el profesor de Castellano Alfredo Peña. A sus 94 años anhelaba publicar los relatos que llevaba escribiendo, inspirado en la geografía nacional. En mayo, apoyados por Tricipe Editores, padre e hija lanzaron virtualmente la obra “Chile en cuentos”. Fue un diálogo pleno de emociones, con sensación de tarea cumplida y del legado a las nuevas generaciones. Rosa Eugenia destacó a su progenitor, el gran inspirador de su carrera como profesora y master en educación diferencial.

Participé en el evento y compré el libro. Le dije que esperaba conocerla en persona durante mi próximo viaje a Chile. 

La última vez que hablé con ella, muy breve, fue para que me hiciera llegar su video y fotos destinados a la serie “Mi voz interior”, que estamos realizando a través del Comité de mujeres escritoras del PEN-Chile. Con voz suave, me respondió que prefería no participar, que se sentía más profesora que escritora. La noté algo triste, pero no pensé nada grave. 


Nunca supe de su enfermedad. Sin duda, fue algo muy rápido. Poco antes de su partida, observé en su  Facebook una foto en la que se encontraba junto a su familia en alguna playa. Decía estar acompañada por los seres que más amaba. ¡Un momento pletórico de vitalidad!. 

Se despidió en el estilo de la misteriosa niña de su lugar encantado. Luminosa como el Diente de León, capaz de germinar en cualquier adversidad. 

¡Hasta pronto, maestra!. Ya compartiremos el cafecito que dejamos pendiente. Sé que la glicina archivó tu historia entre sus  pétalos. 


 

domingo, 2 de enero de 2022

La huella de los libros

 


Gracias a nuestra madre, mi hermana Ángeles y yo aprendimos a fascinarnos con los libros. Ella sabía que el amor por las palabras surge cuando van presentadas de acuerdo a la edad. 
Nuestra primera colección fueron cuentos de hadas en edición económica.  No teníamos prohibición para retocarlos con nuestros lápices. Esta etapa coincidió con las maravillas del silabario Hispanoamericano, texto escolar obligado en las escuelas que se empleaba para aprender a leer y escribir: “Pa, pe, pi, po pú…papá, pipa, pepe”. Se iniciaba con la consonante “P” de “Pilar y eso me hacía sentir importante. 
En el nivel avanzado, el silabario  incluía relatos. Me asustaba la ilustración del “Gigante”pero me cautivaba la de un poema al tren, que mostraba la locomotora corriendo por los rieles mientras algunas cabras saltaban junto a él. Cada día abría las páginas esperando que el “trencito chu-cu-chú”  y las cabras ya no estuviesen allí.
Me pasaba lo mismo con la palabra “Fin” que decoraba el epílogo en los cuentos de hadas. Duendes con brochas pintaban las letras y parecían a punto de terminar. Una vez a la semana abría el texto, deseando sorprender a los pintores con su obra concluida.
Mamá nos compró una cajita en forma de biblioteca que contenía diez cuentos en tamaño miniatura. Los usábamos para enseñarle a leer a las muñecas. Descubrí que me gustaba enseñar. 
Los naipes, las rosas y los espejos nos llevaban al mundo de “Alicia en el País de las Maravillas”. Lo tuvimos en la versión infantil y en el original, con las tan inglesas ilustraciones de Lewis Carrol. Esos enigmas matemáticos, adivinanzas y personajes delirantes me abrieron los horizontes literarios. En suma, me hice adicta a la lectura. 

          Letras desde Barcelona

          Desde Barcelona, la tía Carmen nos enviaba libros y la revista “Hola”, que contenía las vicisitudes de los reyes europeos, los cantantes, modelos y actores de moda. Nos servían para dibujar historietas y a crear collages, combinando caras y vestidos.  El texto impreso no era sagrado, sino que una herramienta para aprender y jugar. Salvo, por supuesto, los ejemplares que mamá colocaba en  el mueble especial construido por mi padre.

Cuando yo tenía doce años, mi tía nos envió la novela juvenil “Marta y el misterio de la mansión” de Julie Campbell. Era la historia de una niña de mi edad, quien junto a sus amigos descubría los secretos de una casona abandonada en un bosque. Esa lectura coincidió con la máquina de escribir Remington que mi madre trajo a la primera casa de Santiago, donde vivimos después de dejar atrás Lota y Saladillo. Era un modelo desechado en las oficinas de Codelco-Chile, en la que era secretaria. La nueva adquisición fue instalada sobre el escritorio de la llamada “pieza azul”. Era una habitación pequeña, con muros celestes, destinada a las costuras maternas y a nuestras tareas escolares.
El sonido de las teclas, la campanilla del carrete y la cinta móvil, fueron una atracción magnética para mí. En hojas de cuaderno escribí un intento de novela que titulé: “El criminal del bosque Jacinto”. La influencia se dio también por la afición que mamá tenía en ese tiempo ante los misterios de Agatha Christie y el terror de Edgar Allan Poe. 
Con mi hermana leímos a dos voces “Las minas del rey Salomón” de H. River Haggard, cuyo personaje principal (el buenomozo arqueólogo Allan Quatermain) iluminó nuestras germinales fantasías románticas.  “Sinuhe el egipcio” y “Marco el romano” de Mika Waltari, nos avivaron la curiosidad por la antigüedad, época que nos estaban enseñando en el colegio.

 

El encanto de "Mujercitas" y los marcianos

     Por supuesto, también leímos “Mujercitas” de Louisa May Alcott. De las cuatro hermanas, admiré a Elizabeth, la más generosa, capaz de morir por cuidar a niños tuberculosos. También me gustaba Amy. Era totalmente opuesta a Beth, pero siempre conseguía todo lo que deseaba, desde ser la favorita de la tía rica, viajes, clases de arte y hasta el novio de Jo, En este punto, nunca entendí las razones de la protagonista para renunciar al amor en favor de su hermana chica.

“Papaíto Piernas Largas” de Jean Webster, me servía para motivarme a estudiar las asignaturas difíciles como matemáticas, química y física. Encontraba fascinante que una joven pobre pudiese estudiar en un colegio tipo castillo, gracias a un benefactor que resultaba siendo un atractivo galán dispuesto a casarse con ella. 
Sin embargo, fueron “Crónicas marcianas” de Ray Bradbury y “La amortajada” de María Luisa Bombal, las que despertaron mi imaginación y sensibilidad. Escribí los cuentos “El Planeta extrasensorial” y “el ataúd”, inspirados por esos argumentos tan disímiles y desafiantes. El espacio extraterrestre y sus infinitos era todo un desafío al ser humano. Por otro lado, el fantasmal relato de la Bombal me aventuraba en lo sobrenatural. Al leer más de la Bombal me interesé por  la intimidad femenina. Así, me identifiqué con los temas de la mujer. Por eso, me hicee lectora de la revista “Paula” que compraba mi tía María Isabel. En esas páginas conocí las columnas “Los Impertinentes” y “Civilice a su troglodita” de Isabel Allende, futura escritora que me impactaría en mis tiempos universitarios, al punto de realizar mi memoria sobre sus dos novelas “La Casa de los Espíritus” y “De Amor y de Sombra”. Hasta la fecha, sigo pensando que fueron sus mejores obras

Veranos de lectura playera 


      Entre los quince a los veinte años los libros se relacionan con los veraneos familiares. Mi mamá nos regalaba o se conseguía en la biblioteca de Codelco, novelas para alimentar el espíritu entre playas, sol y paseos. En ese tiempo, las cabañas que arrendábamos en Algarrobo, El Quisco o Viña del Mar no tenían televisión. Lo cierto es que todo el mundo leía en los veranos. El retorno al colegio o universidad implicaba comentarlos.  Recuerdo haber sostenido profundas conversaciones en la cafetería con Luis Opazo y Guillermo Espíndola, compañeros de curso con los que compartía la euforia del realismo mágico.  Entonces, leí muchos autores que reflejaban la identidad latinoamericana como José Donoso, Alejo Carpentier, Mario Vargas Llosa, Julio Cortazar y Jorge Luis Borges. Eran una forma de comprender mis raíces y la actualidad. 
Cuando me titulé de Periodista en la Universidad de Chile, la vida laboral  me obligó a disminuir la cantidad de lecturas anuales. Influyó también que se diluyera el grupo de amigos lectores. También, el avance de nuevas tecnologías. Los cine clubs, el TV-Cable y los CD’s, abonaron el terreno para el lenguaje audiovisual. En forma simultánea, las industrias editoriales perdieron la relevancia que las había caracterizado durante todo el siglo XX. 

El último autor que me conmovió fue Hernán Rivera Letelier, con su saga de relatos basado en las salitreras y las inmensidades del desierto de Atacama. Yo estaba casada con mi primer marido, un prestigioso periodista copiapino, cuya gran virtud fue transmitirme el amor por el norte chileno, un territorio que aprendí a querer. Cuando evoco los relatos de Letelier, me surge una clara simbología entre la desolación de sus pampas y la desolación que estaba oxidando mi alma durante la década de los 90’s. Por supuesto hay más...pero ya es otra historia. 

(María del Pilar Clemente B.)