domingo, 20 de marzo de 2022

LA BERGÉRE DE MI MAMÁ

 


En alguna encrucijada cotidiana (de esas que nadie recuerda) este sillón de tradición francesa e ínfulas inglesas se transformó en parte de mi madre. Se incorporó a su ser como sus vestidos de geometría sesentera y su peinado de rubio platino escarmenado. La bergére formó parte del amoblado de recién casados, el hito del traslado de mis padres desde la pensión de Santa Rosa (dónde se conocieron) al departamento de Marín con avenida Italia. 

Era un edificio de esquina, cuyo primer nivel se dividía en unos pocos locales comerciales con salida a la calle. Al segundo piso se accedía por una puerta especial que daba a las escaleras. Sólo habían dos departamentos grandes. En uno de ellos vivían mis tíos abuelos Carlos Troncoso y Raquel Magallanes, acompañados de Sofía y  su hijo Salvador. El resto de los cuatro hermanos estaban ya casados, pero eran visitas frecuentes durante toda la semana. El domingo, era el encuentro especial después de la misa en la iglesia San Crescente, en  la calle Santa Isabel. Quiso el destino que justo el departamento del frente fuese arrendado por mis padres.
Marín fue una etapa alegre para Olga, mi madre. Ella era una secretaria en ascenso en la agencia de publicidad McCann-Erickson, amaba a papá (Miguel Clemente) y tenía la suerte de contar con una familia puerta a puerta. Su dicha se completó al embarazarse de mi hermana, la que nació en 1960. 

Horas de lectura y descanso

Las bergére eran claves en esos tiempos de chimeneas y horas sin televisión. Era un sillón pensado para descansar después de la cena, hacer la siesta o desayunar sin prisa, hojeando revistas. Su forma confortable (a veces, con un pequeño piso destinado a los pies), invitaba a perder la mirada en la lluvia de la ventana o a dejarse envolver en la música breve del tocadiscos. A menudo, cumplía el rol de trono intimidante en los sermones que los adultos impartían a los niños “malulos”. Mamá eligió el sillón expresamente para sus dos pasatiempos favoritos: leer y escuchar noticias o radioteatros. Por eso, lo acompañó de una lámpara de pie, erguida en un delgado pedestal de bronce labrado, que se abría en tres angelotes para atornillar las ampolletas. Una pantalla de tela plisada color crema filtraba la luz.  
Todavía recuerdo ese tapiz en tonos verdes con figuras semi abstractas de árboles. Puede que no hayan sido árboles, pero mi hermana y yo creíamos que la  sedosa tela de la bergére contenía todo un bosque, réplica de la naturaleza de Arauco y la carretera a  Concepción. 
Cuando vine al mundo, el sillón ya había pasado desde sus flamantes momentos en Santiago, al traqueteo de mudanzas y dos casas.  Aquel sillón fue el cobijo de mamá durante sus primeros meses en el sur. La pobreza minera del carbón, la nostalgia de sus seres queridos y la pérdida del mejor empleo de su vida (tuvo que renunciar cuando mi papá fue contratado por la Compañía Minera Lota Schwager) la dejaron dolorida interiormente.  Tuvo que recuperarse a toda prisa porque su barriga estaba creciendo otra vez (era yo) y tenía que cuidar a mi hermana. Afortunadamente, las señoras del barrio le dieron un cálido recibimiento con queques caseros y conversación ilimitada. Ellas serían sus grandes amigas en una realidad donde la empresa era protagonista de casi todas las actividades. 


Cicatrices de sillón


El tapiz verde de la bergére conservó las cicatrices de los cigarrillos fumados en su tristeza y sumó otras, provocadas por nuestros saltos y excursiones infantiles hacia la cima de su respaldo. Ya tenía los resortes destripados cuando mis padres lo mandaron a tapizar al cambiarse al chalet que sería nuestro último hogar en Lota. 

No me gustó nunca el color y textura de la nueva tela. Era áspera y en un escocés de cuadros combinados en café oscuro, claro y crema. Hacía juego con la lámpara y los nuevos sofás de felpa café moro y flecos dorados en los bordes. Me encantaba sentarme en la alfombra verde para trenzar esos flecos y ponerles cintas. Era como peinar a las muñecas. Otra de mis aventuras era meterme debajo del comedor, donde los rayos se filtraban por entre las patas de las sillas, lo que daba la ilusión de troncos altos y centenarios.Yo paseaba autitos de plástico por ese bosque encantado que el sol formaba bajo la mesa. También me entretenía pasar las uñas por el labrado de la lámpara, ya que producía un campanilleo  "de hadas". 


Cuando murió mi padre y nos fuimos a Santiago, la bergére y la lámpara se quedaron en la habitación materna. Una vez más, su tapiz fue permutado por un cuero falso color burdeos. Lucía más elegante, pero el cuero era pegajoso en verano  y frío en invierno. El único televisor de la casa se hallaba allí, por lo que veíamos “Sábados Gigantes”, “Japening con Ja”, el “Crucero del Amor”, “Kung-Fu” y la “Casita en la Pradera” arracimadas  en la bergére o en la cama junto a mi mamá. En aquel sillón se sentaban también las tías y amigas con las que mamá “copuchaba”, mientras mi hermana y yo recibíamos amistades en el living o estudiábamos en nuestro cuarto compartido. 


Una historia que no termina


Una madrugada de enero de 1999, la bergére fue mudo testigo de la muerte de su dueña.  Después del duelo, mi amiga decoradora Paula Rojas vistió el viejo sillón con una tela a rayas rosadas y púrpuras, al estilo de Alicia tomando el té con el sombrerero loco. Pasó a ser parte de mi departamento de divorciada y era un vínculo con su presencia-ausencia. .

No me lo pude traer a los Estados Unidos, pero este legado materno quedó protegido en la casa de mi tía Patricia (su hermana menor), quien le cambió el tapiz por otro estampado en vainilla y rosas. Casi 65 años han pasado desde que la bergére llegó a la calle Marín, donde inició la simbiosis con la feliz novia Olga Briones Magallanes. Una historia que no terminará, mientras su esqueleto de madera siga acogiendo a los descendientes de su amada propietaria.