domingo, 3 de octubre de 2021

El espejo y el arrimo


















Durante los ocho años de  mi infancia en el sur de Chile, vivimos en dos casas, ambas en la misma calle. La que más recuerdo es aquella donde aprendí a caminar y a interpretar las primeras sorpresas del mundo. Mis padres dejaron atrás Santiago en 1962 para avecindarse en Lota, provincia de Arauco. Mi papá, Miguel Clemente, había sido contratado para trabajar en las históricas minas del carbón. Entonces, estaban en manos de la Compañía Carbonífera Lota Schwager. 


Parque Luis 397 fue aquella inolvidable dirección. Era un barrio de viviendas de fachada continua, cuya calle principal llevaba  a la faena minera, situada muy cerca del mar. Así, los sonidos laborales y el aroma a hollín eran parte de lo cotidiano. Las casas eran de un piso y de líneas simples, sin detalles estéticos. La puerta principal daba a la vereda y era de doble mampara. Durante la noche se cerraba, pero a lo largo del día, tímidos rayos de sol se filtraban por los vidrios opacos de la mampara. Pese a ello, el interior era bastante oscuro, salvo la galería vidriada que daba al patio trasero.  


El vestíbulo


Desde la puerta se accedía a un pequeño vestíbulo. Era un espacio mágico, encajonado entre la entrada y la salida del hogar. Amortiguaba el eco de los pasos y era la pausa para mirarse de reojo en el espejo de fierro forjado negro que combinaba con la mesita de arrimo y una lámpara en forma de farol. El estilo del forjado le daba un aire español a ese rincón. Sin duda, un tributo a mi padre, originario de Barcelona. Justamente, sobre el arrimo se colocaban las cartas que le enviaban su única hermana Carmen y mi abuelo Pedro. Allí dejaba él las suyas, para acordarse de llevarlas al correo. 


Había un plato de cerámica destinado a las cuentas, llaves, papeles con direcciones, conchitas recogidas en la playa y monedas, muchas monedas. Eran necesarias para comprar el diario local cuando el niño pasaba voceando el nombre: “¡El Suuur, el Sureeeeeee!”. También, para completar la suma o el cambio de los pescadores matinales, quienes tentaban con los frutos del mar que portaban en pesadas canastas: “¡Sierra fresca, caserita! ¡Cholgas y chuchitas ricas!”. A veces, era el lechero quien recorría los barrios sobre un carretón y caballo. 


En el arrimo quedaba la cajetilla de cigarrillos Liberty que mi mamá trataba infructuosamente de olvidar. 


Por mi edad y estatura, la luna del espejo me quedaba muy alta. Solo podía ver el farol y una acuarela de la pared opuesta. A veces, agitaba mi mano para que mis dedos se reflejaran. Cuando aprendí a leer los cuentos de hadas, sospeché que el espejo del arrimo era la puerta hacia algún reino encantado. No ocurría igual con el tosco espejo del botiquín ni tampoco, con el pequeño de luna redonda que usaba mi madre para maquillarse. Un día descubrí que caminar por la casa llevando enfocado el espejito hacia el cielo raso, producía la mareante sensación de desplazarse entre lámparas y molduras. 


Teatro imaginario


El vestíbulo se convertía en las bambalinas de un teatro imaginario, cuando mis padres salían muy elegantes para algún evento de la empresa. Las fiestas mineras siempre eran en grande, con mucha comida, mesas decoradas y orquesta. Desde el club social hasta el sindicato, las celebraciones anuales eran por lo alto. Como  se trataba de encuentros para adultos, mi hermana y yo nos contentábamos con observar a papá arreglándose la corbata en el espejo del arrimo y a mamá cambiándose algún collar de última hora o abasteciendo con la última caja de fósforos su cartera de moda. 

Alicia nos venía a cuidar y nos animaba a despedirnos  cuando atravesaban la mampara. A través de los vidrios, advinábamos los focos de la citroneta que se marchaba con su agudo motor rugiente.


El invierno y las lluvias eran largas, melancólicas. Si la tormenta era poderosa, la puerta principal se cerraba y desde la ventana del living, mirábamos sacudirse las copas de los eucaliptos de la quebrada. Entonces, la lámpara farol, fiel guardiana, mantenía iluminado el espejo y el arrimo. Alguien podría necesitar entrar o salir de urgencia. 


La Cruz de Mayo


Lo mejor ocurría con la procesión de la Cruz de Mayo. Para la ocasión, todas las puertas se mantenían abiertas, aunque cayera la noche. Sobre el arrimo se ponía la donación en dinero o especies para entregar a los devotos. Una vez, yo estaba enferma en cama y no quería perderme la procesión. Mi papá me envolvió en un chal y me tomó en brazos para que mirara desde las ventanas el avance de los cantos cada vez más cercanos. Mi hermana se asustaba cuando la solemne cruz decorada con flores y velas se reflejaba, cual enjambre de luciérnagas, en la mampara. El misterio se develaba cuando abríamos la puerta y allí estaba el grupo con el sacerdote, entre atractivo y amenazante. 


La segunda casa (en la que solo vivimos dos años) era más moderna y no tenía doble puerta ni vestíbulo. No sé donde mi madre ubicó el espejo, el arrimo y el farol allí. . No me fijé si estaban o no. Los objetos rutinarios a veces desparecen sin que uno se dé cuenta. En especial, cuando devienen cambios, mudanzas, viajes. Otros lugares, otras ciudades. Simplemente, se quedan escondidos en algún rincón de la memoria hasta que la nostalgia furtiva los vuelve a poner en primer plano.