Isla
de Pascua, 1961
-¡Llegó la Marcoyora!
La niña
(a la que todos llamaban Clara Pao) trepó a una roca y observó el barco en el
horizonte de circularidad infinita. No corrió hacia la caleta junto a los
demás, aunque sentía curiosidad por conocer a la Marcoyora, la Margot cantora.
Había escuchado a las madres narrar la historia de María Ignacia Paoa y de
cómo la Marcoyora había logrado que danzara Sau Sau en un escenario gigante, de
cortinas rojas y lámparas de cristal. Muy diferente al humilde galpón donde la
Armada proyectaba películas que tenían el color de las noches de luna. Según
las madres, gracias a la Marcoroya, los chilenos del “conti” habían apreciado el
valor de los Rapa Nui. Aquel triunfo era una señal de que el futuro podía ser
diferente a los tenebrosos tiempos de la “Compañía explotadora”. Clara Pao quiso
saber más de esa época, pero los mayores le explicaron que los recuerdos dolorosos
enfermaban a los Aku Aku y cuando las almas de los ancestros se enferman, los
sueños salen malos.
Sobre
la cubierta del Presidente Pinto,
Margot mantenía la vista en los botes que se aproximaban para llevar a tierra a
los viajeros. Después de siete días en alta mar, la niebla vestía a los
volcanes dormidos con transparencias de novia. Deseó que Felipe Riroroco Teao estuviera
en alguna de esas casitas de colores que se perfilaban en la bahía. Sabía que
era imposible, porque el capitán le había contado que estaba cumpliendo tareas
de marinero en el Chile austral. Margot había aprendido de los campesinos, que
los deseos hacen que las cosas se vayan encadenando hasta ocurrir. Diez años
atrás, cada eslabón se había unido para que conociera a Felipe en un hospital.
Necesitaba alojamiento y ella se lo había dado. Así, a través de aquel marinero
fornido y de corazón musical, había conocido antiguas canciones Rapa Nui. Gracias
a Felipe, ella se encontraba ahora en aquel territorio insular, tan poco
comprendido por muchos chilenos que
reducían el folclore a las empanadas, el rodeo y la cueca.
Por
su edad, era la tercera vez que Clara Pao estaba presente en el arribo anual del
buque. Como siempre, escuchó a los mayores hablar de los documentos. Clara Pao se preguntó porqué parecían ser tan importantes.
Soñó que los documentos eran collares
con poderes especiales. Quizás permitían volar o sanaban a los enfermos que
estaban al otro lado de Hangaroa. Posiblemente, permitían ir a conocer el
“conti”, pues era difícil salir de la isla. Todos sabían que Felipe Riroroco
Teao se había inscrito en la Armada para atravesar el horizonte de circularidad
infinita. Después, lo había seguido María Ignacia Paoa, por ser la reina del
Sau Sau.
Margot
abordó el bote de los Pakarati, quienes le
había ofrecido hospitalidad. Cuando llegó a la orilla, todos querían abrazarla y
darle algún regalo. En la atmósfera flotaba el delicioso aroma de los asados en
piedra caliente. Las mujeres Pakarati la mimaron con jugos de fruta y
arreglaron su cabellera con adornos de hojas de piña. Así comenzaron las
celebraciones y el intercambio de conocimientos. Margot quería aprender,
comprender cada baile, letra y canción. Entonces, vio a una niña de frágil
apariencia, escondida detrás de un bananero. Le hizo señas para que se acercara
y le preguntó su nombre. Cuando ella se lo dijo, agregó:
-Bien,
Clara Pao. ¿Dime que te gusta hacer?
La
niña lo pensó. No era buena para danzar, cocinar, tejer ni cantar. Al final,
respondió:
-Me
gusta contar sueños.
Todos
aplaudieron. Margot la miró a los ojos e indagó:
-¿Y
tú con qué sueñas?
-Con
que los moais un día se van a
levantar.
Algunos rieron, otros creyeron. El corazón de
Margot latió con esa misma mezcla de dolor y felicidad con que despidió a Felipe
en el muelle de Valparaíso. Aquel día, a bordo del Presidente Pinto se encontraba una comitiva científica y académica destinada
a acompañar al escritor de la loca geografía, Benjamín Subercaseaux en su
misión de redactar un informe para el desarrollo de Isla de Pascua. Mirando a la
niña soñadora, Margot evocó el optimismo que reinaba en aquel muelle, los guitarreos,
las palmas al viento, la complicidad de Felipe Riroroco y del sargento de
aviación Rapa Hango, enriqueciendo las tonadas con sus ritmos polinésicos. Tuvo la certeza de que los
deseos de esa delicada pequeña se irían encadenando hasta ocurrir. Un día, los
gigantes caídos elevarían sus ojos pétreos al cielo y los isleños serían
admirados en todo el mundo. El secreto se lo había enseñado Felipe: Mientras el
corazón-mahatu, se llene de risa,
lágrimas y canto, dejaremos una huella en esta vida.
NOTA: Realidad-ficción inspirada en la folklorista Margot Loyola, ganador del segundo lugar en el concurso convocado por el Museo Violeta Parra, la Biblioteca Nacional y la Universidad Católica Cardenal Raúl Silva por los cien años de esta cantautora e investigadora de las tradiciones chilenas.