Era febrero y la pandemia era
un mito al acecho. Estábamos en Chile con mi gringo y él deseaba aventurarse por
los serpenteos curvos del Paso Los Libertadores. Disfrutaríamos un fin de
semana en Mendoza. Sonaba el concierto de Aranjuez en la radio del Toyota y
dejé que mis sentidos se calibraran con la música. Estábamos ingresando al tramo más importante para mí: el comprendido entre
la ciudad de Los Andes y Río Blanco. En 1970, esa ruta había sido parte de mi cotidiano
infantil. Fue solo un año. Uno, pero bastó para que los nogales floridos de
Saladillo me enseñaran los colores secretos de la montaña. Fue un año marcado
por un destino fatal. Dejamos atrás la bahía llorosa de Arauco y nos asentamos en
los dominios ancestrales del cóndor. Mi padre permutó los laberintos subterráneos
de la Compañía Carbonífera Lota-Schwager por las vetas rojas de la Anaconda
Copper Mining.
Poco a poco, los terrenos
agrícolas se fueron angostando y el auto subió por la suave pendiente del principio.
Habían más edificaciones, torres eléctricas y graffitis que en los 70’s, pero
la grandiosidad escénica era la misma. Las sombras cortadas a filo, los cactus trepando entre
rocas y abajo, las espumas del río, saltando y formando meandros como si los
siglos no existieran. Abrí la ventanilla
del Toyota y aspiré el aire seco de la tarde. Me vi junto a mi hermana en el
bus escolar que nos llevaba todos los días desde Saladillo, el campamento,
hasta la plaza de armas de Los Andes. De allí, las niñas caminábamos hasta el María
Auxiliadora y los muchachos, hasta el Instituto Chacabuco.
Abajo, el viento acariciaba las
plumas de las plantas acuáticas que bordeaban el río. Reconocí el perfume a
hierba campestre y presentí el zumbido de los insectos. Al igual que ayer, noté
el dibujo del ferrocarril Trasandino, la misma trocha por la que ingresaron mi
padre y su primo. Los visualicé en un vagón barato, soñando con su futuro de
inmigrantes en Chile. Ambos se enamoraron de la cordillera. La abuela Ángeles
eran de los Pirineos. Murió en su pueblo natal, agotada por el hambre y la pulmonía,
cuando buscaron refugio ante la guerra fratricida que azotaba Barcelona y al
resto de España.
El fantasma del tren me
saludó en los faldeos desnudos. Me pareció ver a mi padre, joven y sonriente, incapaz
de imaginar que retornaría por su pasos hacia este paisaje, que lo despediría
de la vida. Tampoco sospechaba que al llegar a Santiago, alojaría en la misma
pensión del Cerro Santa Lucía, donde mi mamá había llegado después de pelearse
con mis abuelos. Allí se conocerían, allí nacería el amor y se irían al sur.
Al doblar una curva, nos
topamos con el monumento al Salto del Soldado. En este hito de cemento (hoy,
pintado de color turquesa), yo siempre buscaba al jinete en su caballo, describiendo
un arco en el aire hasta alcanzar el borde opuesto. Luego, venía la iglesia de piedra, los puentes
(que ya no eran colgantes) y los caseríos de Río Blanco. Al pasar la Planta
Eléctrica comprobé con asombro que el cartel de la antigua Hostería La Luna,
seguía allí, oxidado, descolorido, ausente. Era el paseo dominical, el almuerzo
y el desafío juvenil de zambullirse en las aguas de vertiente que colmaban aquella
piscina colgante. La luna lucía clara a las cinco de la tarde, llamando a la
noche con la demora de una mujer coqueta. Otra curva más y desaparecieron las
bañistas del ayer.
Otro cartel, moderno y
verde, indicaba el desvío a Saladillo. Elevé la vista hacia el invisible camino
minero, la espiral angosta donde el jeep que transportaba a mi papá y a otro
ingeniero se despeñó al vacío, abrazado por la neblina de un invierno blanco.
Los tiempos se unieron en uno solo. Abajo, mi papá ingresando feliz al país. En
los faldeos, cantando zarzuelas antes de irse a trabajar y arriba, volando
hacia el alma universal.
El desvío quedó atrás y
seguimos hacia Los Libertadores. Un cóndor apareció en el cielo dibujando
círculos. Me pregunté si los nogales de Saladillo seguirían floreciendo o ya los habrían cortado.
(María del Pilar Clemente
B.)