sábado, 30 de marzo de 2024

LOS SABORES DEL RECUERDO

 

 


Tres meses después de la muerte de mi madre sentí un profundo antojo de comer helado de frutilla, un sabor que nunca me ha gustado, pero que era su favorito. Recuerdo que estaba sola en el departamento de Luis Beltrand, lugar donde ella   había fallecido. Mi amiga Paula acababa de remodelar todo en el estilo étnico que entonces me hacía vibrar: colores tierra, letras japonesas, texturas y vasijas de barro. Mi habitación era lo único diferente. Acordamos en dejarla en tonos frutilla y crema. En un rincón, ubicamos la bergere materna, tapizada en rayas rosa, blanco y lila, como en las ilustraciones inglesas de Alicia en el país de las maravillas. Según mi amiga, yo era mágica como Alicia. Nunca me creí el cuento, pero quizás era verdad. 

Sentada en aquel sillón, que había sido parte de mi infancia en Lota, me surgió el hambre por un detestable helado de frutilla. Salí a comprar una cassata en el almacén de Sucre con Luis Beltrand. Se llamaba “Belgrado” y lo atendía Sergio, aunque en realidad era su hermana la que manejaba todo con mano de hierro. Allí comprábamos las “emergencias” como tarros de café, huevos, golosinas, aliños, leche y por supuesto, marraqueta fresca. Don Luis, el conserje del edificio, salía mañana y tarde con varias bolsas para recoger el pan de quienes lo dejaban encargado. Durante sus pocos años de jubilada, mi madre fue una de esas adictas al “pancito caliente”. Sin embargo, para mí, la marraqueta era ocasional, pues nunca tuve costumbre de la hora de onces.


HELADOS, HOTDOG Y PASEOS SUREÑOS


En Lota tenía muy claras mis preferencias. En verano, las  paleta de agua (Loli-pop) de piña, naranja o frambuesa para la sed en las playas y piscinas. El resto del año, íbamos una vez al mes en citroneta a pasear a Concepción. Teníamos derecho con mi hermana a escoger entre un cono de helado o hot dog en la cafetería Victoria, que se situaba al costado del teatro. Tenían esas máquinas de batir que  no se conseguían en Lota, además los servían bañados en chocolate. Yo siempre elegía sabor a chocolate porque profundizaba el gusto de la deliciosa cubierta. A veces, por presión, me cambiaba a coco, pero no era lo mismo. 

El hot dog implicaba entrar al restaurante. Mi pedido era el mismo: especial con mayonesa y mostaza, más soda Sprite. Me fascinaba el vaso garza de mi padre, pleno de pílsener. El aroma a cebada de esas burbujas doradas que  erupcionaban en blanca espuma, otorgaba un toque amargo a mi hot dog, algo que no he podido repetir. A veces, él nos dejaba beber un sorbito cuando solicitaba la misma garza en el club de empleados del carbón. Eso ocurría algunos sábados en la mañana, como meta de la caminata que hacíamos los tres hacia los almacenes de los pabellones, mientras mi mamá se quedaba cocinando el almuerzo. En otras ocasiones, íbamos en la citrola a la feria de Lota Bajo. Allí, quedábamos hipnotizadas mirando a los pescadores pelar sus productos del mar. Podíamos elegir un cajón de fruta, normalmente duraznos, nísperos o cerezas. Si hacía frío, nos compraba un chocolate de leche Bambino en un boliche. 


ALMACENES ANTIGUOS


Recuerdo a los clientes presentando botellas vacías para ser llenadas por aceite extraído del barril. Yo pensaba, por el color, que era cerveza. Otro aspecto entretenido era mirar cómo fabricaban cucuruchos en papel café o diarios para colocar las mercaderías a granel que pedía la gente: azúcar, harina, caramelos, especies, frutos secos. Llegábamos tarde a almorzar y eso enojaba a mi mamá. A nosotras nos daba los mismo porque éramos malas para comer. Sospecho que teníamos el olfato muy desarrollado y sentíamos olores extraños en otras casas. De hecho, en los cumpleaños solo comíamos los porotitos dulces, las guagüitas y alguna tajada de queque casero de naranja (ojalá tibio y recién hecho). En casa, mi madre tenía buena mano para las ollas y  nos decoraba los platos para tentarnos. Hacía ricos postres, pero me daban desconfianza porque odiaba la leche. Los aprendí a disfrutar desde los diez años, en especial, el arroz con leche y el budín de chocolate. Todavía me gustan. Solo caseros.

Cuando nos fuimos a vivir al campamento Saladillo, perteneciente entonces a la Anaconda Copper Mining, solíamos ir a a Los Andes. Al lado del hotel Plaza se encontraba la heladería “La Reina”. Ofrecían barquillos de máquina en solo dos sabores: vainilla-frutilla o vainilla-chocolate. Obviamente, yo pedía este último, aunque no tenían el baño de chocolate. Eran medio aburridos, pero me hacían sentir en la cafetería de Concepción. A veces íbamos a la Fuente de Soda “Primavera” que se especializaba en lomitos. ¡Me cargaban! ¡Yo insistía en el especial con mayonesa y mostaza!. Cuando murió mi papá me cambié a los completos italianos. Sin el aroma de su garza de pílsener no era lo mismo. 


EL COSTILLAR ES MÍO


En Santiago, mi mamá adquirió fama entre los familiares por su célebre costillar o pulpa de chancho al horno con ají, acompañado de papas cocidas o puré picante. Por supuesto, con muchas ensaladas. En esos almuerzos, ella narraba las historias de los clubes radicales que servían esta receta, mencionaba al abuelo y bisabuelos que habían sido radicales. Las tías se peleaba por ser invitadas y hasta el tío abuelo Manuel Magallanes San Román se dejaba caer. Así, las anécdotas de radicales y bomberos se hacían muy divertidas, sazonadas por el vino que bebían los mayores. 


Ese mismo menú siguió latente con toda su carga de memorias, cuando íbamos a buscar con Francisco (mi futuro cuñado) a mi mamá a la Minera Andina, de Saladillo, donde ella trabajó hasta jubilar. Eran viernes “gloriados”. Ella salía a las dos de la tarde y nos íbamos todos al restaurante La Ruca del Almendral (fuimos a otros lados, en Curimón y Los Andes, pero nos quedamos con La Ruca). Yo hacía dieta dos días antes para poder comerme el pernil con papas cocidas y tomate con cebolla. Entonces, ya todos bebíamos vino. A veces, deteníamos el auto en los arenales del Río Aconcagua para dormir una  siesta “gloriosa” bajo los árboles. ¡Qué tiempos!


A los diecinueve años, poco antes de esas comilonas en El Almendral, me inicié en la cerveza debido a las caminatas que hacíamos con mi pololo Marcelo por el parque Bustamante. Entrábamos a la Fuente de Soda “Baquedano” donde aprendí a disfrutar los Barros Jarpa. Eran de pan amasado de campo, crujiente y recién hecho. El queso y el jamón eran de calidad y armonizaban con el schop de Cristal, la marca más parecida a la pílsener paterna. Lamenté que ya no se usaran los vasos garza. He probado otros Barros Jarpa, pero nunca igual de buenos.


ASADOS Y FIESTAS


Durante mi infancia y adolescencia no conocíamos a nadie que hiciera asados a la parrilla. Comíamos mariscos, pescados y pollo. Poca carne. Yo era adicta a las cholgas (mejillones) crudas, rehogadas en limón y pebre. 

Los significados del asado los comprendí en Copiapó, cuando era relacionadora pública en la Empresa Nacional de Minería. En septiembre se organizaban las parrilladas bailables de los mineros y el aroma a carbón, empanadas y la música de los huasos cantores, era un bálsamo, una alegría en medio de las dificultades de mi matrimonio.

La carne asada adquirió su sello de felicidad en los almuerzos apodados “Domingos dominicales” en la casa de mi hermana y cuñado, cuyas múltiples anécdotas y significados narraré en otra oportunidad.




domingo, 3 de marzo de 2024

EXPLORADORES DE LA AURORA BOREAL

 



Es raro ingresar desde el extranjero a Europa sin pasar por alguna de sus famosas ciudades, todas históricas, plenas de barrios antiguos, cafeterías, tiendas, museos, restaurantes y todos aquellos elementos urbanos que dan la “sensación’ de haber llegado al viejo continente. Por eso, el volar desde Washington D.C. con escala en los aeropuertos de Londres y Helsinki (sin previa visita) y aterrizar en las pueblerinas pistas de Oulu fue como dar un gran salto desde el invierno virginiano a los hielos árticos, sin el intermedio de las óperas o esas viejas películas largas. En la madrugada, la figura de un Santa Claus de plástico fue lo único que nos dio la bienvenida. Pocos pasajeros y equipaje perdido (hubo que reclamarlo on Line).

Con Charlie nos instalamos en el hotel Radisson blue dispuestos a comenzar un tour de exploraciones que nos hacía evocar al pionero Ernest Shackleton y al legendario doctor Víctor Frankenstein, quien de acuerdo a la escritora Mary Shelley, persiguió a su criatura monstruosa en estas zonas del Ártico. 


Celebrar el invierno


La guía es una sonriente sueca-finlandesa llamada Anna-Lane. Prefiere no usar pantalones, al igual que muchas nórdicas. Han puesto de moda gruesas faldas estampadas y abrigos. Una forma optimista de enfrentar los largos meses de oscuridad. En los interiores, la calefacción permite atuendos livianos, sin embargo, bajo el blanco paisaje todos parecemos osos o focas, de obesidad marcada por la cantidad de ropa. 

La primera actividad fue tomar el ferry-cortahielos a la isla de Hailuoto en el mar Báltico. Al ver el hielo extendido como una pradera infinita, me pregunté cómo habrá sido la vida de los finlandeses solo unos ciento cincuenta años atrás. Poca tecnología y dificultad de acceder a todas partes. Encierro infinito. ¿Fiebre de cabaña? Según explica la guía, estas zonas boreales tenían bastante menos población que en el sur nórdico. Las villas de pescadores y cazadores se han ido tornando en agradables pueblos con casitas rojas, amarillas y blancas. Todas muy bien equipadas. Lo que no cambia es el aire seco y denso que raspa la garganta. Bebemos mucha agua. 

Mientras observamos el faro y las viviendas con sus escaleras que habilitan para ir removiendo el peso de la nieve, el viento se deja caer como si los espíritus del Polo Norte nos dieran su gélida bienvenida ( o “malvenida”). Nos invitan a tomar sopas de pescado con crema y otra de carne picada. Elijo esta última porque se parece a la carbonada chilena. Las sirven acompañadas de un ensalada compuesta por unas pocas hojas de lechuga salpicadas de crema. Obviamente, el clima no ha desarrollado una tradición de frutas y verduras. 

 


Los pescadores detallan que su verdadera temporada de trabajo ocurre durante la primavera y el verano. Entonces, la isla se convierte en una visitada playa. Las orillas del Báltico son bajas (de hecho, cada año desciende un poco el nivel) y las familias disfrutan de bañarse a uno 25 grados Celsius. Deliciosamente caluroso para ellos. Igual debe ser mejor que la corriente de Humboldt en mis queridas costas chilenas. 

El ser humano se adapta a todo. Los finlandeses suelen referirse a un “antes” mucho más extremo, con menos comida y medicinas. “Antes todo se sanaba con sopas, vodka o la brea de pino”. Considerar que la brea pueda usarse para sellar barcos y comerla como medicamento implica sobrevivencia pura. Según dicen, la fórmula todavía funciona, aunque hay control gubernamental para vender licores y vinos. Se entiende.

Para ‘bajar la sopa” entramos a una cervecería artesanal, donde los dueños nos mostraron las instalaciones. La pureza del agua es la ventaja finlandesa. Y se nota, ya que el cabello se me puso muy lindo al lavarlo (con agua, no con cerveza). Dicho sea de paso, me impresiono por la cantidad de trámites y burocracia que el gobierno les pone a los micro-empresarios. El negocio había sobrevivido a la pandemia ¡Todo un logro!



Nostalgias de navegación


Otros pueblos como Raahe y Tornio me trajeron a la memoria el auge de la navegación. Ambos fueron astilleros y con tradición marítima. Todavía queda huella de relatos marineros en las tabernas e historias junto al fuego. La única forma de salir de los pueblos era trabajando para los mercantes o alistándose en las flotas navales. Quienes regresaban o los que hacían pausa en los puertos traían cuentos donde las ballenas y pulpos se transformaban en monstruos, donde existían las sirenas o lugares fuera de la imaginación. No solo en Finlandia. Por eso al escritor inglés Daniel Defoe le gustaba tanto ir a escuchar a los navegantes. Nadie les pedía realismo, sino que buenos relatos para pasar el invierno. “Moby Dick” es una de estas inspiraciones. Hoy, nos cuesta pensar en mundos acuáticos, en los “Finis terrae” y pocos alzan la vista soñadora ante las naves que dejan los puertos (la mayoría, de carga). Claro, están los cruceros con su itinerario previsto. Higiene, lujo y comodidad. Poco de exotismo y aventura. El avión nos ha acelerado y achicado el mapa. En estos pueblos árticos, las iglesias cuelgan barcos en miniatura para garantizar el retorno y la abundancia. Así era y así es.



 

La villa de Santa Claus


Explica la guía que el ojo comercial finlandés tuvo su acierto al adjudicarse Rovaniemi como la villa oficial de Santa. Su ventaja de encontrarse justo en la línea del círculo ártico. Hay unos pocos pueblos más al norte, pero desde 1985, este es el más famoso. En ese año registraron el lugar y desde entonces no han parado de llegar visitantes de todas partes del mundo, en especial de China, Japón e India, países sin tradición navideña ni mayorías cristianas. Aunque tiene hotel y los centros comerciales destacan una arquitectura “estilo Christmas”, lo cierto es que la decoración de cualquier película de Hollywood es mejor. Explica la guía que en noviembre y diciembre contratan muchos artistas y todo se engalana de manera espectacular. La gracia es “sacarse la foto” con Santa (como en cualquier Macy’s store en los Estados Unidos). Un pasillo de luces sugerentes lleva a la torre-estudio, pero hay una larga fila de personas con y sin niños. ¡Se da por visto! Abajo, en los buzones se pueden enviar cartas con el timbre postal de Santa. No me seduce la idea. El precio tampoco es bajo.



 


Granja de renos y aurora boreal


Ya que estamos en Laponia, el siguiente destino es la granja de renos “Arkadia” (palabra griega que designa un lugar idílico, bucólico). La maneja una familia Sami, que son los nativos nórdicos (Suecia, Noruega, Finlandia y Rusia). Antes se los llamaba “lapones” pero la palabra en lengua finlandesa tiene un significado despectivo, sucio. Es un lugar de recreación y de complemento a Rovaniemi, ya que muchos de esos visitantes pasan para el paseo en trilero tirado por renos, caminatas en el bosque o a comprar pieles, tejidos y artesanía. En el caso de ellos, no crían a los animales solo para la carne. Comentan que durante el verano, los Sami de los alrededores sueltan sus renos para que se alimenten en el bosque. Cada uno tiene un chip en la oreja. El refugio donde bebemos té de arándanos y bollitos de vainilla y azúcar posee un agradable fogón central y troncos para sentarse alrededor. La iluminación es tenue y permite que la vista ascienda hasta el cielo raso piramidal, donde brillan luces rojas y verdes de la aurora boreal. Todo un lenguaje espiritual en el cielo. 


Esa noche iremos a la frontera con Suecia, a una antigua casa de campo que será sede de nuestra caminata bajo la noche en espera de las luces estelares del amanecer. Nos vestimos con trajes especiales, muy gruesos, y salimos con una pareja joven que nos guía y nos habla de las estrellas. 

No hubo suerte. Me acordé de 1986, cuando en Chile salimos rumbo a La Serena para ver “de cerca” al cometa Halley. La cola del astro daba la espalda a Sudamérica y la noche estaba nublada. Vimos poco y nada, pero lo pasamos muy bien recorriendo el Valle de Elqui. En suma, la aventura y la imaginación hacen la mitad de toda excursión. Además, hubo otra fogata con tecito de arándanos y…sopa de pescado.



¿Qué es explorar?


Los dos días restantes fuimos a visitar otras aldeas de pescadores, iglesias maravillosas y restaurantes típicos. Como dije, todos relacionados con la navegación. 

Poca gente en las calles. Comprensible. Los hombres usan el mismo estilo: corte militar, barba de chivo y anteojos de metal. Las mujeres, por el teñido, se notan más diversas. Sonrisas amables, pero tímidas. Cada cual respeta su espacio, incluso dentro del palacio de hielo que recorrimos en Kami. Nadie se precipita. No en vano, el país cuenta con los estándares mundiales más altos  en educación. Me explican que les gusta aprender, trabajar y son disciplinados. Los mayores están preocupados por la adicción a las pantallas de los niños. No le ven buen futuro. 

Un cielo celeste acuarela se vislumbra entre las nubes. Tratamos de ir a un karaoke, pero los horarios nunca calzaron. Cierran todo el fin de semana, cenan temprano. Cierran. Quería escucharlos cantar, pero me quedaré con las ganas. Poco antes de abordar el avión de regreso, la gripe nos alcanzó con sus zarpas de frío-calor. ¡Pésimo vuelo con el estómago revuelto y cabeza en completa congestión!

Sigo pensando en el concepto de “explorar’. Ajeno total al pasado. Ya todo parece estar descubierto y civilizado. Incluso subir al Everest es algo domesticado y archiconocido. Tan higiénico y predecible como los cruceros.

Me quedo con el silencio nocturno, las praderas de hielo fundidas con el horizonte. Los bosques nevados y su misterio de cuentos vikingos. 

Hoy, se trata de explorar los sueños cumplidos y lo que nos queda por vivir.