Hay seres que dejan huella aunque el camino compartido haya sido breve. Conocí a la profesora y escritora Rosa Eugenia Peña en el primer otoño de la pandemia. Meses antes, mi esposo y yo habíamos viajado a Chile para asistir al casamiento de mi sobrina. Fue un verano soleado y alegre. Parafraseando al célebre Carlos Pinto (anfitrión del programa de TV “Mea Culpa”), nada hacía presagiar el pánico del Covid19. Con dificultades conseguimos un vuelo de retorno. ¡Todo se cerraba a nuestro alrededor!.
Iniciamos la cuarentena en nuestra parcela de Virginia. Los aromáticos narcisos, lirios y las flores del nativo dogwood se presentaron con la puntualidad de cada primavera. La naturaleza seguía su ritmo, ajena al encierro, la muerte y los llantos. Con timidez, me asomé a la plataforma zoom, la gran tecnología que nos liberó del aislamiento y la angustia. Gracias a ella pude activar mi participación en el grupo de escritores PEN-Chile. Digo “activar”, ya que hasta antes de zoom, los que vivíamos lejos del terruño, teníamos escasas opciones de asistir a los encuentros, cenas y lanzamientos de libros.
En medio de este panorama, el comunicólogo y escritor Mauricio Tolosa, convocó a su taller “Florecer”. Los brotes del septiembre sudamericano coincidían con los grises de mi acuarela otoñal. Seis escritoras nos apuntamos al taller. Alentadas por Tolosa, cada una se dedicó a recorrer el mundo Plantae que la rodeaba. Desde Punta Arenas, Úrsula Paredes nos introdujo en los milenarios bosques lluviosos y las voces de los ancestros. Desde México, Alejandra Faúndez recordó un señero viaje al Amazonas brasileño, donde (gracias a la magia de las palabras) nos hizo abrazar el grueso tronco de la Ceiba-abuela. Victoria Uranga nos detalló sus caminatas por los faldeos cordilleranos, Aurora López conversaba feliz con el aloe vera de su macetero. Por mi parte, re-descubría el color de la hojarasca virginiana.
La voz de cada flor
Rosa Eugenia fue la única que escogió la simpleza cotidiana de su jardín. Ajena a nuestras exuberancias, optó por explorar la personalidad de cada planta. La unión de estas voces vegetales la daba una niña sin nombre, casi un espíritu, que cuidaba de cada una de ellas. No tardó en cautivarnos con las maravillosas aventuras de su niña. Lloramos con el rosal vanidoso que, por excesiva floración, se cayó del muro que lo sostenía. Escuchamos la historia de amor entre el laurel macho y el laurel hembra. También, la enredadera de glicinas que crecía cerca de la cocina, donde estaba la madre de la niña. Esta enredadera conocía el pasado de la familia, era la protectora del hogar. Poco a poco, Rosa Eugenia se fue mimetizando con su etéreo personaje. Se sentaba frente a su pantalla de zoom con su largo cabello de brillante color ceniza, vestidos estampados de flores y un vaso con rosas frescas a su espalda. Su sonrisa y mirada transmitían la inocencia de una descubridora de tesoros.
Recuerdo que pasamos dos clases debatiendo sobre un humilde Diente de león que florecía entre las baldosas de piedra del jardín. Esta abundante y pequeña flor amarilla suele ser considerada una maleza invasora. Nos dimos cuenta de que era una planta valiente, dura, capaz de superar toda amenaza. Símbolo de la poesía que se derrama en sus racimos de semillas que los enamorados soplan al viento.
El taller terminó en el verano del 2021. Cada una se comprometió a seguir trabajando en sus temas. Rosa Eugenia se veía entusiasmada. Imaginaba la portada y las ilustraciones de su libro que titularía “La niña del jardín”.
Su padre y la enfermedad
En vez de pensar en sí misma, esta generosa mujer se dedicó a cumplir uno de los grande sueños de su padre, el profesor de Castellano Alfredo Peña. A sus 94 años anhelaba publicar los relatos que llevaba escribiendo, inspirado en la geografía nacional. En mayo, apoyados por Tricipe Editores, padre e hija lanzaron virtualmente la obra “Chile en cuentos”. Fue un diálogo pleno de emociones, con sensación de tarea cumplida y del legado a las nuevas generaciones. Rosa Eugenia destacó a su progenitor, el gran inspirador de su carrera como profesora y master en educación diferencial.
Participé en el evento y compré el libro. Le dije que esperaba conocerla en persona durante mi próximo viaje a Chile.
La última vez que hablé con ella, muy breve, fue para que me hiciera llegar su video y fotos destinados a la serie “Mi voz interior”, que estamos realizando a través del Comité de mujeres escritoras del PEN-Chile. Con voz suave, me respondió que prefería no participar, que se sentía más profesora que escritora. La noté algo triste, pero no pensé nada grave.
Nunca supe de su enfermedad. Sin duda, fue algo muy rápido. Poco antes de su partida, observé en su Facebook una foto en la que se encontraba junto a su familia en alguna playa. Decía estar acompañada por los seres que más amaba. ¡Un momento pletórico de vitalidad!.
Se despidió en el estilo de la misteriosa niña de su lugar encantado. Luminosa como el Diente de León, capaz de germinar en cualquier adversidad.
¡Hasta pronto, maestra!. Ya compartiremos el cafecito que dejamos pendiente. Sé que la glicina archivó tu historia entre sus pétalos.