domingo, 16 de enero de 2022

La niña del jardín

 



Hay seres que dejan huella aunque el camino compartido haya sido breve. Conocí a la profesora y escritora Rosa Eugenia Peña en el primer otoño de la pandemia. Meses antes, mi esposo y yo habíamos viajado a Chile para asistir al casamiento de mi sobrina. Fue un verano soleado y alegre. Parafraseando al célebre Carlos Pinto (anfitrión del programa de TV “Mea Culpa”), nada hacía presagiar el pánico del Covid19. Con dificultades conseguimos un vuelo de retorno. ¡Todo se cerraba a nuestro alrededor!. 


Iniciamos la cuarentena en nuestra parcela de Virginia. Los aromáticos narcisos, lirios y las flores del nativo dogwood se presentaron con la puntualidad de cada primavera. La naturaleza seguía su ritmo, ajena al encierro, la muerte y los llantos. Con timidez, me asomé a la plataforma zoom, la gran tecnología que nos liberó del aislamiento y la angustia. Gracias a ella pude activar mi participación en el grupo de escritores PEN-Chile. Digo “activar”, ya que hasta antes de zoom, los que vivíamos lejos del terruño, teníamos escasas opciones de asistir a los encuentros, cenas y lanzamientos de libros. 


En medio de este panorama, el comunicólogo y escritor Mauricio Tolosa, convocó a su taller “Florecer”. Los brotes del septiembre sudamericano coincidían con los grises de mi acuarela otoñal. Seis escritoras nos apuntamos al taller. Alentadas por Tolosa, cada una se dedicó a recorrer el mundo Plantae que la rodeaba. Desde Punta Arenas, Úrsula Paredes nos introdujo en los milenarios bosques lluviosos y las voces de los ancestros. Desde México, Alejandra Faúndez recordó un señero viaje al Amazonas brasileño, donde (gracias a la magia de las palabras) nos hizo abrazar el grueso tronco de la Ceiba-abuela. Victoria Uranga nos detalló sus caminatas por los faldeos cordilleranos,  Aurora López conversaba feliz con el aloe vera de su macetero. Por mi parte, re-descubría el color de la hojarasca virginiana. 


La voz de cada flor



Rosa Eugenia fue la única que escogió la simpleza cotidiana de su jardín. Ajena a nuestras exuberancias, optó por explorar la personalidad de cada planta. La unión de estas voces vegetales la daba una niña sin nombre, casi un espíritu, que cuidaba de cada una de ellas. No tardó en cautivarnos con las maravillosas aventuras de su niña. Lloramos con el rosal vanidoso que, por excesiva floración, se cayó del muro que lo sostenía. Escuchamos la historia de amor entre el laurel macho y el laurel hembra. También, la enredadera de glicinas que crecía cerca de la cocina, donde estaba la madre de la niña. Esta enredadera conocía el pasado de la familia, era la protectora del hogar. Poco a poco, Rosa Eugenia se fue mimetizando con su etéreo personaje. Se sentaba frente a su pantalla de zoom con su largo cabello de brillante color ceniza, vestidos estampados de flores y un vaso con rosas frescas a su espalda. Su sonrisa y mirada transmitían la inocencia de una descubridora de tesoros. 

Recuerdo que pasamos dos clases debatiendo sobre un humilde Diente de león que florecía entre las baldosas de piedra del jardín. Esta abundante y pequeña flor amarilla suele ser considerada una maleza invasora. Nos dimos cuenta de que era una planta valiente, dura, capaz de superar toda amenaza. Símbolo de la poesía que se derrama en sus racimos de semillas que los enamorados soplan al viento.

El taller terminó en el verano del 2021. Cada una se comprometió a seguir trabajando en sus temas. Rosa Eugenia se veía entusiasmada. Imaginaba la portada y las ilustraciones de su libro que titularía “La niña del jardín”.


Su padre y la enfermedad


En vez de pensar en sí misma, esta generosa mujer se dedicó a cumplir uno de los grande sueños de su padre, el profesor de Castellano Alfredo Peña. A sus 94 años anhelaba publicar los relatos que llevaba escribiendo, inspirado en la geografía nacional. En mayo, apoyados por Tricipe Editores, padre e hija lanzaron virtualmente la obra “Chile en cuentos”. Fue un diálogo pleno de emociones, con sensación de tarea cumplida y del legado a las nuevas generaciones. Rosa Eugenia destacó a su progenitor, el gran inspirador de su carrera como profesora y master en educación diferencial.

Participé en el evento y compré el libro. Le dije que esperaba conocerla en persona durante mi próximo viaje a Chile. 

La última vez que hablé con ella, muy breve, fue para que me hiciera llegar su video y fotos destinados a la serie “Mi voz interior”, que estamos realizando a través del Comité de mujeres escritoras del PEN-Chile. Con voz suave, me respondió que prefería no participar, que se sentía más profesora que escritora. La noté algo triste, pero no pensé nada grave. 


Nunca supe de su enfermedad. Sin duda, fue algo muy rápido. Poco antes de su partida, observé en su  Facebook una foto en la que se encontraba junto a su familia en alguna playa. Decía estar acompañada por los seres que más amaba. ¡Un momento pletórico de vitalidad!. 

Se despidió en el estilo de la misteriosa niña de su lugar encantado. Luminosa como el Diente de León, capaz de germinar en cualquier adversidad. 

¡Hasta pronto, maestra!. Ya compartiremos el cafecito que dejamos pendiente. Sé que la glicina archivó tu historia entre sus  pétalos. 


 

domingo, 2 de enero de 2022

La huella de los libros

 


Gracias a nuestra madre, mi hermana Ángeles y yo aprendimos a fascinarnos con los libros. Ella sabía que el amor por las palabras surge cuando van presentadas de acuerdo a la edad. 
Nuestra primera colección fueron cuentos de hadas en edición económica.  No teníamos prohibición para retocarlos con nuestros lápices. Esta etapa coincidió con las maravillas del silabario Hispanoamericano, texto escolar obligado en las escuelas que se empleaba para aprender a leer y escribir: “Pa, pe, pi, po pú…papá, pipa, pepe”. Se iniciaba con la consonante “P” de “Pilar y eso me hacía sentir importante. 
En el nivel avanzado, el silabario  incluía relatos. Me asustaba la ilustración del “Gigante”pero me cautivaba la de un poema al tren, que mostraba la locomotora corriendo por los rieles mientras algunas cabras saltaban junto a él. Cada día abría las páginas esperando que el “trencito chu-cu-chú”  y las cabras ya no estuviesen allí.
Me pasaba lo mismo con la palabra “Fin” que decoraba el epílogo en los cuentos de hadas. Duendes con brochas pintaban las letras y parecían a punto de terminar. Una vez a la semana abría el texto, deseando sorprender a los pintores con su obra concluida.
Mamá nos compró una cajita en forma de biblioteca que contenía diez cuentos en tamaño miniatura. Los usábamos para enseñarle a leer a las muñecas. Descubrí que me gustaba enseñar. 
Los naipes, las rosas y los espejos nos llevaban al mundo de “Alicia en el País de las Maravillas”. Lo tuvimos en la versión infantil y en el original, con las tan inglesas ilustraciones de Lewis Carrol. Esos enigmas matemáticos, adivinanzas y personajes delirantes me abrieron los horizontes literarios. En suma, me hice adicta a la lectura. 

          Letras desde Barcelona

          Desde Barcelona, la tía Carmen nos enviaba libros y la revista “Hola”, que contenía las vicisitudes de los reyes europeos, los cantantes, modelos y actores de moda. Nos servían para dibujar historietas y a crear collages, combinando caras y vestidos.  El texto impreso no era sagrado, sino que una herramienta para aprender y jugar. Salvo, por supuesto, los ejemplares que mamá colocaba en  el mueble especial construido por mi padre.

Cuando yo tenía doce años, mi tía nos envió la novela juvenil “Marta y el misterio de la mansión” de Julie Campbell. Era la historia de una niña de mi edad, quien junto a sus amigos descubría los secretos de una casona abandonada en un bosque. Esa lectura coincidió con la máquina de escribir Remington que mi madre trajo a la primera casa de Santiago, donde vivimos después de dejar atrás Lota y Saladillo. Era un modelo desechado en las oficinas de Codelco-Chile, en la que era secretaria. La nueva adquisición fue instalada sobre el escritorio de la llamada “pieza azul”. Era una habitación pequeña, con muros celestes, destinada a las costuras maternas y a nuestras tareas escolares.
El sonido de las teclas, la campanilla del carrete y la cinta móvil, fueron una atracción magnética para mí. En hojas de cuaderno escribí un intento de novela que titulé: “El criminal del bosque Jacinto”. La influencia se dio también por la afición que mamá tenía en ese tiempo ante los misterios de Agatha Christie y el terror de Edgar Allan Poe. 
Con mi hermana leímos a dos voces “Las minas del rey Salomón” de H. River Haggard, cuyo personaje principal (el buenomozo arqueólogo Allan Quatermain) iluminó nuestras germinales fantasías románticas.  “Sinuhe el egipcio” y “Marco el romano” de Mika Waltari, nos avivaron la curiosidad por la antigüedad, época que nos estaban enseñando en el colegio.

 

El encanto de "Mujercitas" y los marcianos

     Por supuesto, también leímos “Mujercitas” de Louisa May Alcott. De las cuatro hermanas, admiré a Elizabeth, la más generosa, capaz de morir por cuidar a niños tuberculosos. También me gustaba Amy. Era totalmente opuesta a Beth, pero siempre conseguía todo lo que deseaba, desde ser la favorita de la tía rica, viajes, clases de arte y hasta el novio de Jo, En este punto, nunca entendí las razones de la protagonista para renunciar al amor en favor de su hermana chica.

“Papaíto Piernas Largas” de Jean Webster, me servía para motivarme a estudiar las asignaturas difíciles como matemáticas, química y física. Encontraba fascinante que una joven pobre pudiese estudiar en un colegio tipo castillo, gracias a un benefactor que resultaba siendo un atractivo galán dispuesto a casarse con ella. 
Sin embargo, fueron “Crónicas marcianas” de Ray Bradbury y “La amortajada” de María Luisa Bombal, las que despertaron mi imaginación y sensibilidad. Escribí los cuentos “El Planeta extrasensorial” y “el ataúd”, inspirados por esos argumentos tan disímiles y desafiantes. El espacio extraterrestre y sus infinitos era todo un desafío al ser humano. Por otro lado, el fantasmal relato de la Bombal me aventuraba en lo sobrenatural. Al leer más de la Bombal me interesé por  la intimidad femenina. Así, me identifiqué con los temas de la mujer. Por eso, me hicee lectora de la revista “Paula” que compraba mi tía María Isabel. En esas páginas conocí las columnas “Los Impertinentes” y “Civilice a su troglodita” de Isabel Allende, futura escritora que me impactaría en mis tiempos universitarios, al punto de realizar mi memoria sobre sus dos novelas “La Casa de los Espíritus” y “De Amor y de Sombra”. Hasta la fecha, sigo pensando que fueron sus mejores obras

Veranos de lectura playera 


      Entre los quince a los veinte años los libros se relacionan con los veraneos familiares. Mi mamá nos regalaba o se conseguía en la biblioteca de Codelco, novelas para alimentar el espíritu entre playas, sol y paseos. En ese tiempo, las cabañas que arrendábamos en Algarrobo, El Quisco o Viña del Mar no tenían televisión. Lo cierto es que todo el mundo leía en los veranos. El retorno al colegio o universidad implicaba comentarlos.  Recuerdo haber sostenido profundas conversaciones en la cafetería con Luis Opazo y Guillermo Espíndola, compañeros de curso con los que compartía la euforia del realismo mágico.  Entonces, leí muchos autores que reflejaban la identidad latinoamericana como José Donoso, Alejo Carpentier, Mario Vargas Llosa, Julio Cortazar y Jorge Luis Borges. Eran una forma de comprender mis raíces y la actualidad. 
Cuando me titulé de Periodista en la Universidad de Chile, la vida laboral  me obligó a disminuir la cantidad de lecturas anuales. Influyó también que se diluyera el grupo de amigos lectores. También, el avance de nuevas tecnologías. Los cine clubs, el TV-Cable y los CD’s, abonaron el terreno para el lenguaje audiovisual. En forma simultánea, las industrias editoriales perdieron la relevancia que las había caracterizado durante todo el siglo XX. 

El último autor que me conmovió fue Hernán Rivera Letelier, con su saga de relatos basado en las salitreras y las inmensidades del desierto de Atacama. Yo estaba casada con mi primer marido, un prestigioso periodista copiapino, cuya gran virtud fue transmitirme el amor por el norte chileno, un territorio que aprendí a querer. Cuando evoco los relatos de Letelier, me surge una clara simbología entre la desolación de sus pampas y la desolación que estaba oxidando mi alma durante la década de los 90’s. Por supuesto hay más...pero ya es otra historia. 

(María del Pilar Clemente B.)