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domingo, 17 de agosto de 2025

MADRE E HIJA A LOS VEINTIDÓS




Desde su mágica invención, la fotografía es un arte que dialoga con oxidadas historias de fantasmas. A  diferencia de una pintura, congela para siempre un instante que la crueldad del tiempo se encarga de convertir en un espíritu del ayer. Hace poco, ordenando cajas con papeles, cartas y documentos, me encontré con numerosas fotos familiares. Dos retratos en blanco y negro me llamaron la atención. Uno era de mi mamá y el otro, mío. Aunque me han acompañado por décadas, recién ahora me fijé en un detalle clave. Fueron tomados cuando ambas teníamos veintidós años. ¿En qué estábamos pensando? ¿Cuál fue la situación detrás de la cámara? 


Dulzura  y esperanza de 1958


Olga, mi madre, se encuentra asomada en una ventana y parece conversar con alguien situado en el piso inferior. Dada su naturalidad, se trata de un acierto fotográfico logrado por su primo Sergio Troncoso, aficionado a las modernas cámaras que algún amigo traía desde los Estados Unidos a Chile. La ventana corresponde a uno de los dos departamentos del edificio emplazado  en la esquina de Marín con avenida Italia, en Santiago. Era (y es) un barrio residencial, muy cercano al centro de la ciudad. La sombrerería de la familia Girardi y las pastas de los Piamonte (precursores del restaurante Da Noi) habían dado el nombre a la avenida principal. A unas pocas cuadras, se hallaba la parroquia San Crescente, eje del barrio Santa Isabel. Varios miembros de la familia Magallanes habían protagonizado en ella matrimonios, bautizos y funerales.  Siguiendo la tradición, mis padres se habían casado allí en 1957. En el momento de la fotografía, arrendaban el departamento colindante al de los Troncoso Magallanes, en el segundo piso.  Al atardecer, ambas familias cerraban la puerta del primer nivel y abrían las de cada hogar. Los primos llegaban con sus cónyuges e hijos y se armaban improvisadas tertulias, sazonadas con los exquisitos cócteles que preparaban Sofía y la mamaJovita, maestra de la cocina.  Miguel, mi papá, era el “español recién llegado” y todos se esmeraban por acogerlo. Les gustaba escucharlo cantar zarzuelas y declamar poesías. 


Época feliz


A sus veintidós años, Olga iniciaba una etapa resplandeciente, reflejada en su confiada y breve sonrisa. En su mirada, hay una dulzura que los párpados ocultan con disimulada coquetería. Además de estar enamorada y en plena luna de miel, tiene un empleo que le fascina. Es secretaria en la agencia de publicidad McCann-Erickson, donde se relaciona con la vanguardia creativa de esos años. Pronto habrán elecciones presidenciales, en las que Jorge Alessandri figura como posible ganador. En las tertulias de Marin se habla amigablemente de política. Ni la revolución cubana ni el terrible terremoto de 1960 ocurren aun. Es un periodo de estabilidad económica y todos hablan de asistir al Estadio Nacional para aplaudir el clásico futbolero entre los equipos de la Universidad de Chile y la Católica. Mi mamá se siente acogida, el futuro le hace guiños prometedores. Ahora tiene la fuerza para cicatrizar las heridas de su infancia. Esa  luz interior le ilumina el rostro y la embellece en su relajado atuendo cotidiano. Ella conversa con alguien en la calle, el barrio, sus tiendas, cafeterías y su gente, son parte de su nueva vida de mujer casada. ¿Soñará también con ser madre?


La romántica de 1984


Mi retrato no tiene nada de natural ni de “acierto”. Es una producción con un fotógrafo profesional. Llevo casi un año haciendo la práctica periodística en El Mercurio. Eran seis meses, pero me lo han prolongado, lo que es una buena perspectiva porque el diario se  encuentra enfrentando la crisis económica de 1982. Los encargados de finanzas han descubierto que las  fotos ilustrativas de reportajes se pueden hacer con la buena disposición del personal existente. Estimular la vanidad de “salir en la prensa” significa un ahorro en modelos y en la compra de material gráfico. Para el caso de la foto, se trataba de un tema solicitado por la Revista Ya, relacionado con el cuidado del cabello.  Alguien me sugirió participar en las pruebas.  ¡Mil películas pasaron por mi mente! El ego subió. Me dieron libertad para llegar vestida según mis preferencias. Escogí una blusa ornada de encajes blancos. Según yo, me otorgaba un look romántico de etérea belleza. Homero Monsalve fue el fotógrafo encargado de tomar las diapositivas. Al notar mi atuendo, tuvo la gran idea de hacerme posar entre las flores. Al parecer, no pude sonreír en ninguna de las imágenes. Mi rostro refleja conflictos interiores que, entonces, me atormentaban. A mis veintidós años, el futuro me aterrorizaba. Junto a la recesión económica, la tecnología de la prensa estaba cambiando. Acababan de despedir a varios periodistas y funcionarios. La televisión crecía en detrimento de los diarios. ¿Me había equivocado de carrera? Pinochet se encontraba en el poder y las libertades eran pocas. ¿Qué venía ahora? Había cumplido con la meta del colegio y la universidad. El Mercurio no me convencía del todo.  Llevaba varios años de pololeo ¿Casarme? No me sentía enamorada y me daba miedo  decirle la verdad. Mi retrato no fue aceptado. Fue un balde de agua fría. ¿Tan fea soy? Sin duda, buscaban la sonrisa angulosa de Farrah Fawcett o la agresividad punky de Cindy Lauper. Homero me regaló la foto traspasada a blanco y negro. Quedaron impresos unos ojos tristes, aferrados a la nostalgia de una infancia feliz, lejana, decorada con encajes blancos del último cuento de hadas.  




domingo, 20 de marzo de 2022

LA BERGÉRE DE MI MAMÁ

 


En alguna encrucijada cotidiana (de esas que nadie recuerda) este sillón de tradición francesa e ínfulas inglesas se transformó en parte de mi madre. Se incorporó a su ser como sus vestidos de geometría sesentera y su peinado de rubio platino escarmenado. La bergére formó parte del amoblado de recién casados, el hito del traslado de mis padres desde la pensión de Santa Rosa (dónde se conocieron) al departamento de Marín con avenida Italia. 

Era un edificio de esquina, cuyo primer nivel se dividía en unos pocos locales comerciales con salida a la calle. Al segundo piso se accedía por una puerta especial que daba a las escaleras. Sólo habían dos departamentos grandes. En uno de ellos vivían mis tíos abuelos Carlos Troncoso y Raquel Magallanes, acompañados de Sofía y  su hijo Salvador. El resto de los cuatro hermanos estaban ya casados, pero eran visitas frecuentes durante toda la semana. El domingo, era el encuentro especial después de la misa en la iglesia San Crescente, en  la calle Santa Isabel. Quiso el destino que justo el departamento del frente fuese arrendado por mis padres.
Marín fue una etapa alegre para Olga, mi madre. Ella era una secretaria en ascenso en la agencia de publicidad McCann-Erickson, amaba a papá (Miguel Clemente) y tenía la suerte de contar con una familia puerta a puerta. Su dicha se completó al embarazarse de mi hermana, la que nació en 1960. 

Horas de lectura y descanso

Las bergére eran claves en esos tiempos de chimeneas y horas sin televisión. Era un sillón pensado para descansar después de la cena, hacer la siesta o desayunar sin prisa, hojeando revistas. Su forma confortable (a veces, con un pequeño piso destinado a los pies), invitaba a perder la mirada en la lluvia de la ventana o a dejarse envolver en la música breve del tocadiscos. A menudo, cumplía el rol de trono intimidante en los sermones que los adultos impartían a los niños “malulos”. Mamá eligió el sillón expresamente para sus dos pasatiempos favoritos: leer y escuchar noticias o radioteatros. Por eso, lo acompañó de una lámpara de pie, erguida en un delgado pedestal de bronce labrado, que se abría en tres angelotes para atornillar las ampolletas. Una pantalla de tela plisada color crema filtraba la luz.  
Todavía recuerdo ese tapiz en tonos verdes con figuras semi abstractas de árboles. Puede que no hayan sido árboles, pero mi hermana y yo creíamos que la  sedosa tela de la bergére contenía todo un bosque, réplica de la naturaleza de Arauco y la carretera a  Concepción. 
Cuando vine al mundo, el sillón ya había pasado desde sus flamantes momentos en Santiago, al traqueteo de mudanzas y dos casas.  Aquel sillón fue el cobijo de mamá durante sus primeros meses en el sur. La pobreza minera del carbón, la nostalgia de sus seres queridos y la pérdida del mejor empleo de su vida (tuvo que renunciar cuando mi papá fue contratado por la Compañía Minera Lota Schwager) la dejaron dolorida interiormente.  Tuvo que recuperarse a toda prisa porque su barriga estaba creciendo otra vez (era yo) y tenía que cuidar a mi hermana. Afortunadamente, las señoras del barrio le dieron un cálido recibimiento con queques caseros y conversación ilimitada. Ellas serían sus grandes amigas en una realidad donde la empresa era protagonista de casi todas las actividades. 


Cicatrices de sillón


El tapiz verde de la bergére conservó las cicatrices de los cigarrillos fumados en su tristeza y sumó otras, provocadas por nuestros saltos y excursiones infantiles hacia la cima de su respaldo. Ya tenía los resortes destripados cuando mis padres lo mandaron a tapizar al cambiarse al chalet que sería nuestro último hogar en Lota. 

No me gustó nunca el color y textura de la nueva tela. Era áspera y en un escocés de cuadros combinados en café oscuro, claro y crema. Hacía juego con la lámpara y los nuevos sofás de felpa café moro y flecos dorados en los bordes. Me encantaba sentarme en la alfombra verde para trenzar esos flecos y ponerles cintas. Era como peinar a las muñecas. Otra de mis aventuras era meterme debajo del comedor, donde los rayos se filtraban por entre las patas de las sillas, lo que daba la ilusión de troncos altos y centenarios.Yo paseaba autitos de plástico por ese bosque encantado que el sol formaba bajo la mesa. También me entretenía pasar las uñas por el labrado de la lámpara, ya que producía un campanilleo  "de hadas". 


Cuando murió mi padre y nos fuimos a Santiago, la bergére y la lámpara se quedaron en la habitación materna. Una vez más, su tapiz fue permutado por un cuero falso color burdeos. Lucía más elegante, pero el cuero era pegajoso en verano  y frío en invierno. El único televisor de la casa se hallaba allí, por lo que veíamos “Sábados Gigantes”, “Japening con Ja”, el “Crucero del Amor”, “Kung-Fu” y la “Casita en la Pradera” arracimadas  en la bergére o en la cama junto a mi mamá. En aquel sillón se sentaban también las tías y amigas con las que mamá “copuchaba”, mientras mi hermana y yo recibíamos amistades en el living o estudiábamos en nuestro cuarto compartido. 


Una historia que no termina


Una madrugada de enero de 1999, la bergére fue mudo testigo de la muerte de su dueña.  Después del duelo, mi amiga decoradora Paula Rojas vistió el viejo sillón con una tela a rayas rosadas y púrpuras, al estilo de Alicia tomando el té con el sombrerero loco. Pasó a ser parte de mi departamento de divorciada y era un vínculo con su presencia-ausencia. .

No me lo pude traer a los Estados Unidos, pero este legado materno quedó protegido en la casa de mi tía Patricia (su hermana menor), quien le cambió el tapiz por otro estampado en vainilla y rosas. Casi 65 años han pasado desde que la bergére llegó a la calle Marín, donde inició la simbiosis con la feliz novia Olga Briones Magallanes. Una historia que no terminará, mientras su esqueleto de madera siga acogiendo a los descendientes de su amada propietaria.