Mostrando entradas con la etiqueta memorias. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta memorias. Mostrar todas las entradas

martes, 19 de diciembre de 2023

Un Manzano Para Inspirar el Otoño


Mauricio Tolosa nos invita a Arborecer. Es un verbo. La acción de “volverse árbol” o “florecer” en un significado abierto, sugerente y ambiguo. Es  una puerta que une lo biológico y lo espiritual. Es también, una  de las  enseñanzas de su libro “Mi maestro el manzano, Bitácora íntima de un viaje al Reino Plantae”. 
La delicada ilustración de portada nos propone un triángulo comunicativo entre la rama del manzano, el colibrí (segundo protagonista) y el lector. El mensaje lo siembra el autor en las páginas de un  relato que explora el vuelo  poético y autobiográfico.
“La mayoría de las personas no ven las plantas y menos, distinguen diferencias y detalles (…) solo poniendo algo de atención es posible darse cuenta de que al interior de una misma planta hay varios verdes, y que si están naciendo hojas nuevas es muy notoria la diferencia de los colores, brillos y texturas”.
En cada párrafo hay un desafío: detenerse,  observar, darse tiempo, relajarse y crear  las condiciones para ingresar al portal del Mundo Plantae. 

Experiencias vitales

Conozco a Mauricio desde nuestros tiempos universitarios. Ha recorrido numerosas etapas: periodismo, viajes, fotografía y empresas comunicacionales; siempre con  un pulso que oscila entre la racionalidad Occidental y la profundidad Oriental. Como todos, ha tenido momentos de felicidad, dolor, amor, decepción, miedo y esperanza. Cada experiencia ha sido un escalón conducente a este libro. 

Como él mismo lo dice, es oriundo de Punta Arenas. Conoció jardines familiares, los bosques de la Patagonia, parques de muchas ciudades, montañas, ríos, templos, modernidad y ancestros en Chile y el mundo. Las plantas estuvieron a su lado. Le gustaban, pero sin gran atención. Como la mayoría de los humanos, pensaba que eran un decorado de fondo, la escenografía natural (y algo monótona) del vertiginoso ritmo social, de los cambios, las luces, las pantallas y lo artificial. Valoraba su utilidad alimenticia y farmacéutica, pero desde la urbe. Compró la casa de sus sueños en Santiago, sobre los faldeos montañosos de Los Andes. Sin imaginar lo que vendría,  plantó un manzano japonés, jazmines y un romero en un patio interior. Otro pequeño terreno lo llenó de árboles, demasiados. Al crecer, algunos no sobrevivieron. El jacarandá y el cerezo se convirtieron en adultos fuertes y sanos, ayudantes del profesor manzano. Junto a ellos, surgió toda una fauna de insectos y aves, porque las plantas nunca están solas Este espacio sería bautizado como “jardín de la gratitud”.  
Un quiebre en su salud y luego,  la pandemia, lo obligaron al encierro. Se habría desesperado hasta que algo lo impulsó a fijarse en la corteza de su árbol favorito. Unas inusuales figuras lo invitaron a registrar lo ocurrido en fotos. Así, fue desarrollando un sentido especial para escuchar el ritmo del crecimiento de la energía vegetal. Una suerte de comunicación intuitiva de símbolos y sueños, que incluyó a una familia de colibríes. Los mensajes del manzano le trajeron la sincronía con bosques de otras latitudes. Aprendió a recoger la esencia floral, beber infusiones, meditar y descubrir los elementos vitales que se conectan. Esas “casualidades” que llevan a conocer a las personas indicadas en el momento adecuado. Varias de estas emociones las reflejó en Haikus, habilidad que ya había empleado en su libro “Angelos” y en sus talleres literarios.

La tranquilidad del ritmo interior

Durante la pandemia me inscribí en uno de los talleres por zoom de Mauricio. Los ejercicios consistían en observar y recorrer el mundo Plantae que estuviera a nuestro alcance. Era un lluvioso Otoño en Virginia (Estados Unidos). En Chile, estaban en primavera. 
Después de varios errores y bloqueos, me interné en un dorado bosque vecino (muy cerca de mi parcela) para registrar en fotos detalles que me obligaban a detenerme o a regresar al siguiente día. Una nevada adelantó el invierno. Encontré flores silvestres y seguí las instrucciones para hacer esencias. El taller me hizo derribar barreras emocionales para expresar en poesía lo que iba sintiendo. La mirada transformada en lenguaje. Afuera, las noticias alertaban con cifras de fallecidos y medidas de encierro. Afuera, hostilidad, temor. En el bosque, el follaje me abrazaba con la niebla, el aroma a tierra, los hongos de colores, manchas de arte en las cortezas, telas de araña, escarabajos, aves y ardillas, resonando en armonía con las plantas efímeras y centenarias. 
Así, cuando un par de años más tarde, este libro llegó a mis manos, pude comprender muchas cosas de aquel taller literario. Un legado que Mauricio ha dejado volar en libertad para quien desee aprender de su experiencia. Un llamado a encontrar su “árbol maestro” que lo lleve al “maestro de maestros”. Gracias, amigo. 
(María del Pilar Clemente B.)

sábado, 14 de enero de 2023

NOSTALGIAS CON SABOR A CHOCOLATE

 


Cada cierto tiempo, hago budín de chocolate casero. Es un ritual que utilizo para evocar los inviernos cordilleranos de Santiago; mi época de tareas escolares, telenovela de la tarde y horas colgada al auricular, hablando por teléfono fijo con las amigas. Me veo de catorce años, apoyada en la pared, jugando con mi cabello frente al espejo y enrollando con el dedo el espiral del aparato.  
Era fines de los 70’s y estábamos viviendo mi mamá viuda, hermana y yo  en un departamento de Ñuñoa, a tres cuadras de avenida Irarrázaval. Entonces, era una comuna de viejas casonas y pocos edificios altos. En las calles  circulaban escasos  vehículos. Se podía andar en bicicleta y adivinar el ciclo natural de las estaciones, gracias a los pregones, pitos y campanillas de los vendedores de fruta, afiladores de cuchillos y heladeros. Los brotes de la primavera las marcaba el paso del organillero. 
En dicho contexto, mi mamá trabajaba en una oficina durante la semana y dedicaba los domingos a preparar un postre. Sus especialidades eran la leche nevada, el arroz con leche, el flan de sémola, leche asada y el budín de chocolate. Así, cada domingo esperaba su ingreso al refrigerador, la fuente de cristal labrado, humeando su delicioso contenido. Era una pieza de vajilla sobreviviente de un juego que había incluido jarros y pocillos para poner la mermelada. Eran parte de nuestra infancia en Arauco (sur de Chile) del cual solo habían llegado a Santiago la fuente y un gran plato para tortas y queques.

 

SEMANA DULCE

El postre solía durar hasta el miércoles. El jueves y viernes, la fuente permanecía casi vacía en el refrigerador. Mi hermana y yo iniciábamos una tensa guerra fría contra la tentación. Comerse la última cucharada significaba lavar y guardar el recipiente, el que debía estar listo para el cercano domingo.
El budín no siempre le salía bien a mamá. Dependía de varios factores: la energía en el quemador de gas licuado (cocina), la calidad de la leche, el chocolate y el espesor de la maicena. A veces, por más que ella batiera la olla, quedaba semi líquido. Otras, el resultado era una goma dura, capaz de rebotar desde los platos al suelo. Lo más dramático ocurría cuando  el cuajado y la belleza maravillosa del budín…tenían sabor a nada. Eso pasaba cuando mamá no encontraba polvo de chocolate artesanal.  Entonces, el verdadero cacao y el café en grano eran costosos en Chile, por no ser país productor.  Así, aquellas ocasiones en las que el budín salía perfecto, duraba con suerte hasta el martes. Lo devorábamos sin importarnos a quien  le tocaba lavar. A mamá, esa “mala mano” no le sucedía con los otros postres de leche. Era como una “maldición” específica para dicha receta. 

POSTRES “PLÁSTICOS”

En los 80’s nuestra madre descubrió los “flanes y budines rápidos” que venían en unas bolsitas dentro de cajas parecidas a las de gelatina. Según la publicidad, solo había que agregar leche cualquiera y calentar. Otras marcas ni eso: ¡Eran instantáneos¡ Obviamente, existían desde mucho antes,  pero ella (famosa por su buena comida)  se había resistido a los alimentos industriales. Lo único que desde nuestra infancia usaba “en sobre” era la gelatina. En aquel tiempo, las dueñas de casa compraban moldes para elaborar unos imaginativos postes de varios colores, mejorados con trozos reales de fruta y decorados con crema. Eran tan bonitos que solían servirse hasta en las grandes cenas.
Los flanes “babosos” y con gusto a plástico se convirtieron en el “toque final” de almuerzos preparados con sopas y purés de sobre, más arroz pre-cocido. El budín de chocolate y el resto de la repostería desapareció de nuestra cocina. La vanidad de “usar bikini” y jeans ajustados  desterraron las calorías azucaradas. Aumentamos el consumo de ensaladas, aves y pescados. ¿Postre? Simplemente, fruta, aunque la tradición de los abuelos de la familia declaraban siempre que “la fruta no es postre”.

Pasaron los años, universidad, trabajos, matrimonios. La fuente de cristal se quebró y me traje el plato de torta a los Estados Unidos, donde lo tengo de adorno en el living.

No tengo talento para la pastelería y solo algunos postres de leche me salen bien, entre ellos, el budín de chocolate. Es una forma de poner sabor a la nostalgia al estar lejos de mi tierra natal. 


domingo, 16 de enero de 2022

La niña del jardín

 



Hay seres que dejan huella aunque el camino compartido haya sido breve. Conocí a la profesora y escritora Rosa Eugenia Peña en el primer otoño de la pandemia. Meses antes, mi esposo y yo habíamos viajado a Chile para asistir al casamiento de mi sobrina. Fue un verano soleado y alegre. Parafraseando al célebre Carlos Pinto (anfitrión del programa de TV “Mea Culpa”), nada hacía presagiar el pánico del Covid19. Con dificultades conseguimos un vuelo de retorno. ¡Todo se cerraba a nuestro alrededor!. 


Iniciamos la cuarentena en nuestra parcela de Virginia. Los aromáticos narcisos, lirios y las flores del nativo dogwood se presentaron con la puntualidad de cada primavera. La naturaleza seguía su ritmo, ajena al encierro, la muerte y los llantos. Con timidez, me asomé a la plataforma zoom, la gran tecnología que nos liberó del aislamiento y la angustia. Gracias a ella pude activar mi participación en el grupo de escritores PEN-Chile. Digo “activar”, ya que hasta antes de zoom, los que vivíamos lejos del terruño, teníamos escasas opciones de asistir a los encuentros, cenas y lanzamientos de libros. 


En medio de este panorama, el comunicólogo y escritor Mauricio Tolosa, convocó a su taller “Florecer”. Los brotes del septiembre sudamericano coincidían con los grises de mi acuarela otoñal. Seis escritoras nos apuntamos al taller. Alentadas por Tolosa, cada una se dedicó a recorrer el mundo Plantae que la rodeaba. Desde Punta Arenas, Úrsula Paredes nos introdujo en los milenarios bosques lluviosos y las voces de los ancestros. Desde México, Alejandra Faúndez recordó un señero viaje al Amazonas brasileño, donde (gracias a la magia de las palabras) nos hizo abrazar el grueso tronco de la Ceiba-abuela. Victoria Uranga nos detalló sus caminatas por los faldeos cordilleranos,  Aurora López conversaba feliz con el aloe vera de su macetero. Por mi parte, re-descubría el color de la hojarasca virginiana. 


La voz de cada flor



Rosa Eugenia fue la única que escogió la simpleza cotidiana de su jardín. Ajena a nuestras exuberancias, optó por explorar la personalidad de cada planta. La unión de estas voces vegetales la daba una niña sin nombre, casi un espíritu, que cuidaba de cada una de ellas. No tardó en cautivarnos con las maravillosas aventuras de su niña. Lloramos con el rosal vanidoso que, por excesiva floración, se cayó del muro que lo sostenía. Escuchamos la historia de amor entre el laurel macho y el laurel hembra. También, la enredadera de glicinas que crecía cerca de la cocina, donde estaba la madre de la niña. Esta enredadera conocía el pasado de la familia, era la protectora del hogar. Poco a poco, Rosa Eugenia se fue mimetizando con su etéreo personaje. Se sentaba frente a su pantalla de zoom con su largo cabello de brillante color ceniza, vestidos estampados de flores y un vaso con rosas frescas a su espalda. Su sonrisa y mirada transmitían la inocencia de una descubridora de tesoros. 

Recuerdo que pasamos dos clases debatiendo sobre un humilde Diente de león que florecía entre las baldosas de piedra del jardín. Esta abundante y pequeña flor amarilla suele ser considerada una maleza invasora. Nos dimos cuenta de que era una planta valiente, dura, capaz de superar toda amenaza. Símbolo de la poesía que se derrama en sus racimos de semillas que los enamorados soplan al viento.

El taller terminó en el verano del 2021. Cada una se comprometió a seguir trabajando en sus temas. Rosa Eugenia se veía entusiasmada. Imaginaba la portada y las ilustraciones de su libro que titularía “La niña del jardín”.


Su padre y la enfermedad


En vez de pensar en sí misma, esta generosa mujer se dedicó a cumplir uno de los grande sueños de su padre, el profesor de Castellano Alfredo Peña. A sus 94 años anhelaba publicar los relatos que llevaba escribiendo, inspirado en la geografía nacional. En mayo, apoyados por Tricipe Editores, padre e hija lanzaron virtualmente la obra “Chile en cuentos”. Fue un diálogo pleno de emociones, con sensación de tarea cumplida y del legado a las nuevas generaciones. Rosa Eugenia destacó a su progenitor, el gran inspirador de su carrera como profesora y master en educación diferencial.

Participé en el evento y compré el libro. Le dije que esperaba conocerla en persona durante mi próximo viaje a Chile. 

La última vez que hablé con ella, muy breve, fue para que me hiciera llegar su video y fotos destinados a la serie “Mi voz interior”, que estamos realizando a través del Comité de mujeres escritoras del PEN-Chile. Con voz suave, me respondió que prefería no participar, que se sentía más profesora que escritora. La noté algo triste, pero no pensé nada grave. 


Nunca supe de su enfermedad. Sin duda, fue algo muy rápido. Poco antes de su partida, observé en su  Facebook una foto en la que se encontraba junto a su familia en alguna playa. Decía estar acompañada por los seres que más amaba. ¡Un momento pletórico de vitalidad!. 

Se despidió en el estilo de la misteriosa niña de su lugar encantado. Luminosa como el Diente de León, capaz de germinar en cualquier adversidad. 

¡Hasta pronto, maestra!. Ya compartiremos el cafecito que dejamos pendiente. Sé que la glicina archivó tu historia entre sus  pétalos. 


 

domingo, 2 de enero de 2022

La huella de los libros

 


Gracias a nuestra madre, mi hermana Ángeles y yo aprendimos a fascinarnos con los libros. Ella sabía que el amor por las palabras surge cuando van presentadas de acuerdo a la edad. 
Nuestra primera colección fueron cuentos de hadas en edición económica.  No teníamos prohibición para retocarlos con nuestros lápices. Esta etapa coincidió con las maravillas del silabario Hispanoamericano, texto escolar obligado en las escuelas que se empleaba para aprender a leer y escribir: “Pa, pe, pi, po pú…papá, pipa, pepe”. Se iniciaba con la consonante “P” de “Pilar y eso me hacía sentir importante. 
En el nivel avanzado, el silabario  incluía relatos. Me asustaba la ilustración del “Gigante”pero me cautivaba la de un poema al tren, que mostraba la locomotora corriendo por los rieles mientras algunas cabras saltaban junto a él. Cada día abría las páginas esperando que el “trencito chu-cu-chú”  y las cabras ya no estuviesen allí.
Me pasaba lo mismo con la palabra “Fin” que decoraba el epílogo en los cuentos de hadas. Duendes con brochas pintaban las letras y parecían a punto de terminar. Una vez a la semana abría el texto, deseando sorprender a los pintores con su obra concluida.
Mamá nos compró una cajita en forma de biblioteca que contenía diez cuentos en tamaño miniatura. Los usábamos para enseñarle a leer a las muñecas. Descubrí que me gustaba enseñar. 
Los naipes, las rosas y los espejos nos llevaban al mundo de “Alicia en el País de las Maravillas”. Lo tuvimos en la versión infantil y en el original, con las tan inglesas ilustraciones de Lewis Carrol. Esos enigmas matemáticos, adivinanzas y personajes delirantes me abrieron los horizontes literarios. En suma, me hice adicta a la lectura. 

          Letras desde Barcelona

          Desde Barcelona, la tía Carmen nos enviaba libros y la revista “Hola”, que contenía las vicisitudes de los reyes europeos, los cantantes, modelos y actores de moda. Nos servían para dibujar historietas y a crear collages, combinando caras y vestidos.  El texto impreso no era sagrado, sino que una herramienta para aprender y jugar. Salvo, por supuesto, los ejemplares que mamá colocaba en  el mueble especial construido por mi padre.

Cuando yo tenía doce años, mi tía nos envió la novela juvenil “Marta y el misterio de la mansión” de Julie Campbell. Era la historia de una niña de mi edad, quien junto a sus amigos descubría los secretos de una casona abandonada en un bosque. Esa lectura coincidió con la máquina de escribir Remington que mi madre trajo a la primera casa de Santiago, donde vivimos después de dejar atrás Lota y Saladillo. Era un modelo desechado en las oficinas de Codelco-Chile, en la que era secretaria. La nueva adquisición fue instalada sobre el escritorio de la llamada “pieza azul”. Era una habitación pequeña, con muros celestes, destinada a las costuras maternas y a nuestras tareas escolares.
El sonido de las teclas, la campanilla del carrete y la cinta móvil, fueron una atracción magnética para mí. En hojas de cuaderno escribí un intento de novela que titulé: “El criminal del bosque Jacinto”. La influencia se dio también por la afición que mamá tenía en ese tiempo ante los misterios de Agatha Christie y el terror de Edgar Allan Poe. 
Con mi hermana leímos a dos voces “Las minas del rey Salomón” de H. River Haggard, cuyo personaje principal (el buenomozo arqueólogo Allan Quatermain) iluminó nuestras germinales fantasías románticas.  “Sinuhe el egipcio” y “Marco el romano” de Mika Waltari, nos avivaron la curiosidad por la antigüedad, época que nos estaban enseñando en el colegio.

 

El encanto de "Mujercitas" y los marcianos

     Por supuesto, también leímos “Mujercitas” de Louisa May Alcott. De las cuatro hermanas, admiré a Elizabeth, la más generosa, capaz de morir por cuidar a niños tuberculosos. También me gustaba Amy. Era totalmente opuesta a Beth, pero siempre conseguía todo lo que deseaba, desde ser la favorita de la tía rica, viajes, clases de arte y hasta el novio de Jo, En este punto, nunca entendí las razones de la protagonista para renunciar al amor en favor de su hermana chica.

“Papaíto Piernas Largas” de Jean Webster, me servía para motivarme a estudiar las asignaturas difíciles como matemáticas, química y física. Encontraba fascinante que una joven pobre pudiese estudiar en un colegio tipo castillo, gracias a un benefactor que resultaba siendo un atractivo galán dispuesto a casarse con ella. 
Sin embargo, fueron “Crónicas marcianas” de Ray Bradbury y “La amortajada” de María Luisa Bombal, las que despertaron mi imaginación y sensibilidad. Escribí los cuentos “El Planeta extrasensorial” y “el ataúd”, inspirados por esos argumentos tan disímiles y desafiantes. El espacio extraterrestre y sus infinitos era todo un desafío al ser humano. Por otro lado, el fantasmal relato de la Bombal me aventuraba en lo sobrenatural. Al leer más de la Bombal me interesé por  la intimidad femenina. Así, me identifiqué con los temas de la mujer. Por eso, me hicee lectora de la revista “Paula” que compraba mi tía María Isabel. En esas páginas conocí las columnas “Los Impertinentes” y “Civilice a su troglodita” de Isabel Allende, futura escritora que me impactaría en mis tiempos universitarios, al punto de realizar mi memoria sobre sus dos novelas “La Casa de los Espíritus” y “De Amor y de Sombra”. Hasta la fecha, sigo pensando que fueron sus mejores obras

Veranos de lectura playera 


      Entre los quince a los veinte años los libros se relacionan con los veraneos familiares. Mi mamá nos regalaba o se conseguía en la biblioteca de Codelco, novelas para alimentar el espíritu entre playas, sol y paseos. En ese tiempo, las cabañas que arrendábamos en Algarrobo, El Quisco o Viña del Mar no tenían televisión. Lo cierto es que todo el mundo leía en los veranos. El retorno al colegio o universidad implicaba comentarlos.  Recuerdo haber sostenido profundas conversaciones en la cafetería con Luis Opazo y Guillermo Espíndola, compañeros de curso con los que compartía la euforia del realismo mágico.  Entonces, leí muchos autores que reflejaban la identidad latinoamericana como José Donoso, Alejo Carpentier, Mario Vargas Llosa, Julio Cortazar y Jorge Luis Borges. Eran una forma de comprender mis raíces y la actualidad. 
Cuando me titulé de Periodista en la Universidad de Chile, la vida laboral  me obligó a disminuir la cantidad de lecturas anuales. Influyó también que se diluyera el grupo de amigos lectores. También, el avance de nuevas tecnologías. Los cine clubs, el TV-Cable y los CD’s, abonaron el terreno para el lenguaje audiovisual. En forma simultánea, las industrias editoriales perdieron la relevancia que las había caracterizado durante todo el siglo XX. 

El último autor que me conmovió fue Hernán Rivera Letelier, con su saga de relatos basado en las salitreras y las inmensidades del desierto de Atacama. Yo estaba casada con mi primer marido, un prestigioso periodista copiapino, cuya gran virtud fue transmitirme el amor por el norte chileno, un territorio que aprendí a querer. Cuando evoco los relatos de Letelier, me surge una clara simbología entre la desolación de sus pampas y la desolación que estaba oxidando mi alma durante la década de los 90’s. Por supuesto hay más...pero ya es otra historia. 

(María del Pilar Clemente B.)

domingo, 3 de octubre de 2021

El espejo y el arrimo


















Durante los ocho años de  mi infancia en el sur de Chile, vivimos en dos casas, ambas en la misma calle. La que más recuerdo es aquella donde aprendí a caminar y a interpretar las primeras sorpresas del mundo. Mis padres dejaron atrás Santiago en 1962 para avecindarse en Lota, provincia de Arauco. Mi papá, Miguel Clemente, había sido contratado para trabajar en las históricas minas del carbón. Entonces, estaban en manos de la Compañía Carbonífera Lota Schwager. 


Parque Luis 397 fue aquella inolvidable dirección. Era un barrio de viviendas de fachada continua, cuya calle principal llevaba  a la faena minera, situada muy cerca del mar. Así, los sonidos laborales y el aroma a hollín eran parte de lo cotidiano. Las casas eran de un piso y de líneas simples, sin detalles estéticos. La puerta principal daba a la vereda y era de doble mampara. Durante la noche se cerraba, pero a lo largo del día, tímidos rayos de sol se filtraban por los vidrios opacos de la mampara. Pese a ello, el interior era bastante oscuro, salvo la galería vidriada que daba al patio trasero.  


El vestíbulo


Desde la puerta se accedía a un pequeño vestíbulo. Era un espacio mágico, encajonado entre la entrada y la salida del hogar. Amortiguaba el eco de los pasos y era la pausa para mirarse de reojo en el espejo de fierro forjado negro que combinaba con la mesita de arrimo y una lámpara en forma de farol. El estilo del forjado le daba un aire español a ese rincón. Sin duda, un tributo a mi padre, originario de Barcelona. Justamente, sobre el arrimo se colocaban las cartas que le enviaban su única hermana Carmen y mi abuelo Pedro. Allí dejaba él las suyas, para acordarse de llevarlas al correo. 


Había un plato de cerámica destinado a las cuentas, llaves, papeles con direcciones, conchitas recogidas en la playa y monedas, muchas monedas. Eran necesarias para comprar el diario local cuando el niño pasaba voceando el nombre: “¡El Suuur, el Sureeeeeee!”. También, para completar la suma o el cambio de los pescadores matinales, quienes tentaban con los frutos del mar que portaban en pesadas canastas: “¡Sierra fresca, caserita! ¡Cholgas y chuchitas ricas!”. A veces, era el lechero quien recorría los barrios sobre un carretón y caballo. 


En el arrimo quedaba la cajetilla de cigarrillos Liberty que mi mamá trataba infructuosamente de olvidar. 


Por mi edad y estatura, la luna del espejo me quedaba muy alta. Solo podía ver el farol y una acuarela de la pared opuesta. A veces, agitaba mi mano para que mis dedos se reflejaran. Cuando aprendí a leer los cuentos de hadas, sospeché que el espejo del arrimo era la puerta hacia algún reino encantado. No ocurría igual con el tosco espejo del botiquín ni tampoco, con el pequeño de luna redonda que usaba mi madre para maquillarse. Un día descubrí que caminar por la casa llevando enfocado el espejito hacia el cielo raso, producía la mareante sensación de desplazarse entre lámparas y molduras. 


Teatro imaginario


El vestíbulo se convertía en las bambalinas de un teatro imaginario, cuando mis padres salían muy elegantes para algún evento de la empresa. Las fiestas mineras siempre eran en grande, con mucha comida, mesas decoradas y orquesta. Desde el club social hasta el sindicato, las celebraciones anuales eran por lo alto. Como  se trataba de encuentros para adultos, mi hermana y yo nos contentábamos con observar a papá arreglándose la corbata en el espejo del arrimo y a mamá cambiándose algún collar de última hora o abasteciendo con la última caja de fósforos su cartera de moda. 

Alicia nos venía a cuidar y nos animaba a despedirnos  cuando atravesaban la mampara. A través de los vidrios, advinábamos los focos de la citroneta que se marchaba con su agudo motor rugiente.


El invierno y las lluvias eran largas, melancólicas. Si la tormenta era poderosa, la puerta principal se cerraba y desde la ventana del living, mirábamos sacudirse las copas de los eucaliptos de la quebrada. Entonces, la lámpara farol, fiel guardiana, mantenía iluminado el espejo y el arrimo. Alguien podría necesitar entrar o salir de urgencia. 


La Cruz de Mayo


Lo mejor ocurría con la procesión de la Cruz de Mayo. Para la ocasión, todas las puertas se mantenían abiertas, aunque cayera la noche. Sobre el arrimo se ponía la donación en dinero o especies para entregar a los devotos. Una vez, yo estaba enferma en cama y no quería perderme la procesión. Mi papá me envolvió en un chal y me tomó en brazos para que mirara desde las ventanas el avance de los cantos cada vez más cercanos. Mi hermana se asustaba cuando la solemne cruz decorada con flores y velas se reflejaba, cual enjambre de luciérnagas, en la mampara. El misterio se develaba cuando abríamos la puerta y allí estaba el grupo con el sacerdote, entre atractivo y amenazante. 


La segunda casa (en la que solo vivimos dos años) era más moderna y no tenía doble puerta ni vestíbulo. No sé donde mi madre ubicó el espejo, el arrimo y el farol allí. . No me fijé si estaban o no. Los objetos rutinarios a veces desparecen sin que uno se dé cuenta. En especial, cuando devienen cambios, mudanzas, viajes. Otros lugares, otras ciudades. Simplemente, se quedan escondidos en algún rincón de la memoria hasta que la nostalgia furtiva los vuelve a poner en primer plano. 













miércoles, 21 de abril de 2021

Tiempos Paralelos en Los Andes


 

Era febrero y la pandemia era un mito al acecho. Estábamos en Chile con mi gringo y él deseaba aventurarse por los serpenteos curvos del Paso Los Libertadores. Disfrutaríamos un fin de semana en Mendoza. Sonaba el concierto de Aranjuez en la radio del Toyota y dejé que mis sentidos se calibraran con la música. Estábamos ingresando al  tramo más importante para mí: el comprendido entre la ciudad de Los Andes y Río Blanco. En 1970, esa ruta había sido parte de mi cotidiano infantil. Fue solo un año. Uno, pero bastó para que los nogales floridos de Saladillo me enseñaran los colores secretos de la montaña. Fue un año marcado por un destino fatal. Dejamos atrás la bahía llorosa de Arauco y nos asentamos en los dominios ancestrales del cóndor. Mi padre permutó los laberintos subterráneos de la Compañía Carbonífera Lota-Schwager por las vetas rojas de la Anaconda Copper Mining.

Poco a poco, los terrenos agrícolas se fueron angostando y el auto subió por la suave pendiente del principio. Habían más edificaciones, torres eléctricas y graffitis que en los 70’s, pero la grandiosidad escénica era la misma. Las sombras  cortadas a filo, los cactus trepando entre rocas y abajo, las espumas del río, saltando y formando meandros como si los siglos no existieran. Abrí la  ventanilla del Toyota y aspiré el aire seco de la tarde. Me vi junto a mi hermana en el bus escolar que nos llevaba todos los días desde Saladillo, el campamento, hasta la plaza de armas de Los Andes. De allí, las niñas caminábamos hasta el María Auxiliadora y los muchachos, hasta el Instituto Chacabuco.

Abajo, el viento acariciaba las plumas de las plantas acuáticas que bordeaban el río. Reconocí el perfume a hierba campestre y presentí el zumbido de los insectos. Al igual que ayer, noté el dibujo del ferrocarril Trasandino, la misma trocha por la que ingresaron mi padre y su primo. Los visualicé en un vagón barato, soñando con su futuro de inmigrantes en Chile. Ambos se enamoraron de la cordillera. La abuela Ángeles eran de los Pirineos. Murió en su pueblo natal, agotada por el hambre y la pulmonía, cuando buscaron refugio ante la guerra fratricida que azotaba Barcelona y al resto de España.  

El fantasma del tren me saludó en los faldeos desnudos. Me pareció ver a mi padre, joven y sonriente, incapaz de imaginar que retornaría por su pasos hacia este paisaje, que lo despediría de la vida. Tampoco sospechaba que al llegar a Santiago, alojaría en la misma pensión del Cerro Santa Lucía, donde mi mamá había llegado después de pelearse con mis abuelos. Allí se conocerían, allí nacería el amor y se irían al sur.

Al doblar una curva, nos topamos con el monumento al Salto del Soldado. En este hito de cemento (hoy, pintado de color turquesa), yo siempre buscaba al jinete en su caballo, describiendo un arco en el aire hasta alcanzar el borde opuesto.  Luego, venía la iglesia de piedra, los puentes (que ya no eran colgantes) y los caseríos de Río Blanco. Al pasar la Planta Eléctrica comprobé con asombro que el cartel de la antigua Hostería La Luna, seguía allí, oxidado, descolorido, ausente. Era el paseo dominical, el almuerzo y el desafío juvenil de zambullirse en las aguas de vertiente que colmaban aquella piscina colgante. La luna lucía clara a las cinco de la tarde, llamando a la noche con la demora de una mujer coqueta. Otra curva más y desaparecieron las bañistas del ayer.  

Otro cartel, moderno y verde, indicaba el desvío a Saladillo. Elevé la vista hacia el invisible camino minero, la espiral angosta donde el jeep que transportaba a mi papá y a otro ingeniero se despeñó al vacío, abrazado por la neblina de un invierno blanco. Los tiempos se unieron en uno solo. Abajo, mi papá ingresando feliz al país. En los faldeos, cantando zarzuelas antes de irse a trabajar y arriba, volando hacia el alma universal.

El desvío quedó atrás y seguimos hacia Los Libertadores. Un cóndor apareció en el cielo dibujando círculos. Me pregunté si los nogales de Saladillo seguirían floreciendo  o ya los habrían cortado.

(María del Pilar Clemente B.)