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sábado, 14 de enero de 2023

NOSTALGIAS CON SABOR A CHOCOLATE

 


Cada cierto tiempo, hago budín de chocolate casero. Es un ritual que utilizo para evocar los inviernos cordilleranos de Santiago; mi época de tareas escolares, telenovela de la tarde y horas colgada al auricular, hablando por teléfono fijo con las amigas. Me veo de catorce años, apoyada en la pared, jugando con mi cabello frente al espejo y enrollando con el dedo el espiral del aparato.  
Era fines de los 70’s y estábamos viviendo mi mamá viuda, hermana y yo  en un departamento de Ñuñoa, a tres cuadras de avenida Irarrázaval. Entonces, era una comuna de viejas casonas y pocos edificios altos. En las calles  circulaban escasos  vehículos. Se podía andar en bicicleta y adivinar el ciclo natural de las estaciones, gracias a los pregones, pitos y campanillas de los vendedores de fruta, afiladores de cuchillos y heladeros. Los brotes de la primavera las marcaba el paso del organillero. 
En dicho contexto, mi mamá trabajaba en una oficina durante la semana y dedicaba los domingos a preparar un postre. Sus especialidades eran la leche nevada, el arroz con leche, el flan de sémola, leche asada y el budín de chocolate. Así, cada domingo esperaba su ingreso al refrigerador, la fuente de cristal labrado, humeando su delicioso contenido. Era una pieza de vajilla sobreviviente de un juego que había incluido jarros y pocillos para poner la mermelada. Eran parte de nuestra infancia en Arauco (sur de Chile) del cual solo habían llegado a Santiago la fuente y un gran plato para tortas y queques.

 

SEMANA DULCE

El postre solía durar hasta el miércoles. El jueves y viernes, la fuente permanecía casi vacía en el refrigerador. Mi hermana y yo iniciábamos una tensa guerra fría contra la tentación. Comerse la última cucharada significaba lavar y guardar el recipiente, el que debía estar listo para el cercano domingo.
El budín no siempre le salía bien a mamá. Dependía de varios factores: la energía en el quemador de gas licuado (cocina), la calidad de la leche, el chocolate y el espesor de la maicena. A veces, por más que ella batiera la olla, quedaba semi líquido. Otras, el resultado era una goma dura, capaz de rebotar desde los platos al suelo. Lo más dramático ocurría cuando  el cuajado y la belleza maravillosa del budín…tenían sabor a nada. Eso pasaba cuando mamá no encontraba polvo de chocolate artesanal.  Entonces, el verdadero cacao y el café en grano eran costosos en Chile, por no ser país productor.  Así, aquellas ocasiones en las que el budín salía perfecto, duraba con suerte hasta el martes. Lo devorábamos sin importarnos a quien  le tocaba lavar. A mamá, esa “mala mano” no le sucedía con los otros postres de leche. Era como una “maldición” específica para dicha receta. 

POSTRES “PLÁSTICOS”

En los 80’s nuestra madre descubrió los “flanes y budines rápidos” que venían en unas bolsitas dentro de cajas parecidas a las de gelatina. Según la publicidad, solo había que agregar leche cualquiera y calentar. Otras marcas ni eso: ¡Eran instantáneos¡ Obviamente, existían desde mucho antes,  pero ella (famosa por su buena comida)  se había resistido a los alimentos industriales. Lo único que desde nuestra infancia usaba “en sobre” era la gelatina. En aquel tiempo, las dueñas de casa compraban moldes para elaborar unos imaginativos postes de varios colores, mejorados con trozos reales de fruta y decorados con crema. Eran tan bonitos que solían servirse hasta en las grandes cenas.
Los flanes “babosos” y con gusto a plástico se convirtieron en el “toque final” de almuerzos preparados con sopas y purés de sobre, más arroz pre-cocido. El budín de chocolate y el resto de la repostería desapareció de nuestra cocina. La vanidad de “usar bikini” y jeans ajustados  desterraron las calorías azucaradas. Aumentamos el consumo de ensaladas, aves y pescados. ¿Postre? Simplemente, fruta, aunque la tradición de los abuelos de la familia declaraban siempre que “la fruta no es postre”.

Pasaron los años, universidad, trabajos, matrimonios. La fuente de cristal se quebró y me traje el plato de torta a los Estados Unidos, donde lo tengo de adorno en el living.

No tengo talento para la pastelería y solo algunos postres de leche me salen bien, entre ellos, el budín de chocolate. Es una forma de poner sabor a la nostalgia al estar lejos de mi tierra natal. 


domingo, 20 de marzo de 2022

LA BERGÉRE DE MI MAMÁ

 


En alguna encrucijada cotidiana (de esas que nadie recuerda) este sillón de tradición francesa e ínfulas inglesas se transformó en parte de mi madre. Se incorporó a su ser como sus vestidos de geometría sesentera y su peinado de rubio platino escarmenado. La bergére formó parte del amoblado de recién casados, el hito del traslado de mis padres desde la pensión de Santa Rosa (dónde se conocieron) al departamento de Marín con avenida Italia. 

Era un edificio de esquina, cuyo primer nivel se dividía en unos pocos locales comerciales con salida a la calle. Al segundo piso se accedía por una puerta especial que daba a las escaleras. Sólo habían dos departamentos grandes. En uno de ellos vivían mis tíos abuelos Carlos Troncoso y Raquel Magallanes, acompañados de Sofía y  su hijo Salvador. El resto de los cuatro hermanos estaban ya casados, pero eran visitas frecuentes durante toda la semana. El domingo, era el encuentro especial después de la misa en la iglesia San Crescente, en  la calle Santa Isabel. Quiso el destino que justo el departamento del frente fuese arrendado por mis padres.
Marín fue una etapa alegre para Olga, mi madre. Ella era una secretaria en ascenso en la agencia de publicidad McCann-Erickson, amaba a papá (Miguel Clemente) y tenía la suerte de contar con una familia puerta a puerta. Su dicha se completó al embarazarse de mi hermana, la que nació en 1960. 

Horas de lectura y descanso

Las bergére eran claves en esos tiempos de chimeneas y horas sin televisión. Era un sillón pensado para descansar después de la cena, hacer la siesta o desayunar sin prisa, hojeando revistas. Su forma confortable (a veces, con un pequeño piso destinado a los pies), invitaba a perder la mirada en la lluvia de la ventana o a dejarse envolver en la música breve del tocadiscos. A menudo, cumplía el rol de trono intimidante en los sermones que los adultos impartían a los niños “malulos”. Mamá eligió el sillón expresamente para sus dos pasatiempos favoritos: leer y escuchar noticias o radioteatros. Por eso, lo acompañó de una lámpara de pie, erguida en un delgado pedestal de bronce labrado, que se abría en tres angelotes para atornillar las ampolletas. Una pantalla de tela plisada color crema filtraba la luz.  
Todavía recuerdo ese tapiz en tonos verdes con figuras semi abstractas de árboles. Puede que no hayan sido árboles, pero mi hermana y yo creíamos que la  sedosa tela de la bergére contenía todo un bosque, réplica de la naturaleza de Arauco y la carretera a  Concepción. 
Cuando vine al mundo, el sillón ya había pasado desde sus flamantes momentos en Santiago, al traqueteo de mudanzas y dos casas.  Aquel sillón fue el cobijo de mamá durante sus primeros meses en el sur. La pobreza minera del carbón, la nostalgia de sus seres queridos y la pérdida del mejor empleo de su vida (tuvo que renunciar cuando mi papá fue contratado por la Compañía Minera Lota Schwager) la dejaron dolorida interiormente.  Tuvo que recuperarse a toda prisa porque su barriga estaba creciendo otra vez (era yo) y tenía que cuidar a mi hermana. Afortunadamente, las señoras del barrio le dieron un cálido recibimiento con queques caseros y conversación ilimitada. Ellas serían sus grandes amigas en una realidad donde la empresa era protagonista de casi todas las actividades. 


Cicatrices de sillón


El tapiz verde de la bergére conservó las cicatrices de los cigarrillos fumados en su tristeza y sumó otras, provocadas por nuestros saltos y excursiones infantiles hacia la cima de su respaldo. Ya tenía los resortes destripados cuando mis padres lo mandaron a tapizar al cambiarse al chalet que sería nuestro último hogar en Lota. 

No me gustó nunca el color y textura de la nueva tela. Era áspera y en un escocés de cuadros combinados en café oscuro, claro y crema. Hacía juego con la lámpara y los nuevos sofás de felpa café moro y flecos dorados en los bordes. Me encantaba sentarme en la alfombra verde para trenzar esos flecos y ponerles cintas. Era como peinar a las muñecas. Otra de mis aventuras era meterme debajo del comedor, donde los rayos se filtraban por entre las patas de las sillas, lo que daba la ilusión de troncos altos y centenarios.Yo paseaba autitos de plástico por ese bosque encantado que el sol formaba bajo la mesa. También me entretenía pasar las uñas por el labrado de la lámpara, ya que producía un campanilleo  "de hadas". 


Cuando murió mi padre y nos fuimos a Santiago, la bergére y la lámpara se quedaron en la habitación materna. Una vez más, su tapiz fue permutado por un cuero falso color burdeos. Lucía más elegante, pero el cuero era pegajoso en verano  y frío en invierno. El único televisor de la casa se hallaba allí, por lo que veíamos “Sábados Gigantes”, “Japening con Ja”, el “Crucero del Amor”, “Kung-Fu” y la “Casita en la Pradera” arracimadas  en la bergére o en la cama junto a mi mamá. En aquel sillón se sentaban también las tías y amigas con las que mamá “copuchaba”, mientras mi hermana y yo recibíamos amistades en el living o estudiábamos en nuestro cuarto compartido. 


Una historia que no termina


Una madrugada de enero de 1999, la bergére fue mudo testigo de la muerte de su dueña.  Después del duelo, mi amiga decoradora Paula Rojas vistió el viejo sillón con una tela a rayas rosadas y púrpuras, al estilo de Alicia tomando el té con el sombrerero loco. Pasó a ser parte de mi departamento de divorciada y era un vínculo con su presencia-ausencia. .

No me lo pude traer a los Estados Unidos, pero este legado materno quedó protegido en la casa de mi tía Patricia (su hermana menor), quien le cambió el tapiz por otro estampado en vainilla y rosas. Casi 65 años han pasado desde que la bergére llegó a la calle Marín, donde inició la simbiosis con la feliz novia Olga Briones Magallanes. Una historia que no terminará, mientras su esqueleto de madera siga acogiendo a los descendientes de su amada propietaria. 

domingo, 3 de octubre de 2021

El espejo y el arrimo


















Durante los ocho años de  mi infancia en el sur de Chile, vivimos en dos casas, ambas en la misma calle. La que más recuerdo es aquella donde aprendí a caminar y a interpretar las primeras sorpresas del mundo. Mis padres dejaron atrás Santiago en 1962 para avecindarse en Lota, provincia de Arauco. Mi papá, Miguel Clemente, había sido contratado para trabajar en las históricas minas del carbón. Entonces, estaban en manos de la Compañía Carbonífera Lota Schwager. 


Parque Luis 397 fue aquella inolvidable dirección. Era un barrio de viviendas de fachada continua, cuya calle principal llevaba  a la faena minera, situada muy cerca del mar. Así, los sonidos laborales y el aroma a hollín eran parte de lo cotidiano. Las casas eran de un piso y de líneas simples, sin detalles estéticos. La puerta principal daba a la vereda y era de doble mampara. Durante la noche se cerraba, pero a lo largo del día, tímidos rayos de sol se filtraban por los vidrios opacos de la mampara. Pese a ello, el interior era bastante oscuro, salvo la galería vidriada que daba al patio trasero.  


El vestíbulo


Desde la puerta se accedía a un pequeño vestíbulo. Era un espacio mágico, encajonado entre la entrada y la salida del hogar. Amortiguaba el eco de los pasos y era la pausa para mirarse de reojo en el espejo de fierro forjado negro que combinaba con la mesita de arrimo y una lámpara en forma de farol. El estilo del forjado le daba un aire español a ese rincón. Sin duda, un tributo a mi padre, originario de Barcelona. Justamente, sobre el arrimo se colocaban las cartas que le enviaban su única hermana Carmen y mi abuelo Pedro. Allí dejaba él las suyas, para acordarse de llevarlas al correo. 


Había un plato de cerámica destinado a las cuentas, llaves, papeles con direcciones, conchitas recogidas en la playa y monedas, muchas monedas. Eran necesarias para comprar el diario local cuando el niño pasaba voceando el nombre: “¡El Suuur, el Sureeeeeee!”. También, para completar la suma o el cambio de los pescadores matinales, quienes tentaban con los frutos del mar que portaban en pesadas canastas: “¡Sierra fresca, caserita! ¡Cholgas y chuchitas ricas!”. A veces, era el lechero quien recorría los barrios sobre un carretón y caballo. 


En el arrimo quedaba la cajetilla de cigarrillos Liberty que mi mamá trataba infructuosamente de olvidar. 


Por mi edad y estatura, la luna del espejo me quedaba muy alta. Solo podía ver el farol y una acuarela de la pared opuesta. A veces, agitaba mi mano para que mis dedos se reflejaran. Cuando aprendí a leer los cuentos de hadas, sospeché que el espejo del arrimo era la puerta hacia algún reino encantado. No ocurría igual con el tosco espejo del botiquín ni tampoco, con el pequeño de luna redonda que usaba mi madre para maquillarse. Un día descubrí que caminar por la casa llevando enfocado el espejito hacia el cielo raso, producía la mareante sensación de desplazarse entre lámparas y molduras. 


Teatro imaginario


El vestíbulo se convertía en las bambalinas de un teatro imaginario, cuando mis padres salían muy elegantes para algún evento de la empresa. Las fiestas mineras siempre eran en grande, con mucha comida, mesas decoradas y orquesta. Desde el club social hasta el sindicato, las celebraciones anuales eran por lo alto. Como  se trataba de encuentros para adultos, mi hermana y yo nos contentábamos con observar a papá arreglándose la corbata en el espejo del arrimo y a mamá cambiándose algún collar de última hora o abasteciendo con la última caja de fósforos su cartera de moda. 

Alicia nos venía a cuidar y nos animaba a despedirnos  cuando atravesaban la mampara. A través de los vidrios, advinábamos los focos de la citroneta que se marchaba con su agudo motor rugiente.


El invierno y las lluvias eran largas, melancólicas. Si la tormenta era poderosa, la puerta principal se cerraba y desde la ventana del living, mirábamos sacudirse las copas de los eucaliptos de la quebrada. Entonces, la lámpara farol, fiel guardiana, mantenía iluminado el espejo y el arrimo. Alguien podría necesitar entrar o salir de urgencia. 


La Cruz de Mayo


Lo mejor ocurría con la procesión de la Cruz de Mayo. Para la ocasión, todas las puertas se mantenían abiertas, aunque cayera la noche. Sobre el arrimo se ponía la donación en dinero o especies para entregar a los devotos. Una vez, yo estaba enferma en cama y no quería perderme la procesión. Mi papá me envolvió en un chal y me tomó en brazos para que mirara desde las ventanas el avance de los cantos cada vez más cercanos. Mi hermana se asustaba cuando la solemne cruz decorada con flores y velas se reflejaba, cual enjambre de luciérnagas, en la mampara. El misterio se develaba cuando abríamos la puerta y allí estaba el grupo con el sacerdote, entre atractivo y amenazante. 


La segunda casa (en la que solo vivimos dos años) era más moderna y no tenía doble puerta ni vestíbulo. No sé donde mi madre ubicó el espejo, el arrimo y el farol allí. . No me fijé si estaban o no. Los objetos rutinarios a veces desparecen sin que uno se dé cuenta. En especial, cuando devienen cambios, mudanzas, viajes. Otros lugares, otras ciudades. Simplemente, se quedan escondidos en algún rincón de la memoria hasta que la nostalgia furtiva los vuelve a poner en primer plano. 













martes, 17 de noviembre de 2020

EL AGUA MÁGICA DE MI INFANCIA




El agua humedeció con su lenguaje sinuoso mis primeras palabras. Fue en  el sur,  en Lota, un pueblo manchado de hollín, azotado por la lluvia y cruzado por las venas subterráneas del carbón. La rítmica voz del agua golpeaba los cristales de mi ventana. Podía pasar horas viendo cómo las melódicas gotitas se transformaban en lágrimas, mientras afuera, el viento doblegaba los grandes eucaliptos de la quebrada. 

El agua me saludaba con distintas voces. Jugaba con ella en la tina del baño y se escapaba por la manguera sucia, regando el huerto de mi madre. En las playas, el canto de las olas mezclaba  espuma felina y sal. Mi punto favorito era el cristal donde  la arena se fundía con los escalones acuáticos que llevaban hacia un horizonte azul pizarra. El abismo sumergido  de la Bahía de Arauco aplastaba la furia del Pacífico en un descanso profundo. Así, las lejanas olas gigantes se derramaban (vencidas) en terrazas líquidas que se diluían en la arena suave de la orilla. Ese punto del encuentro agua-tierra era leve, casi alado. Flotaban pedacitos de algas y las pulgas marinas se escondían en sus túneles. Me maravillaba hundir solo los dedos de mis pies para balancearme en ambos  universos.

Los primeros escalones de agua eran cristalinos como las piletas del parque de Lota. Era la zona de los niños. A la altura de las caderas, se tornaban turbias y se percibía  la energía interna de la ola madre, destrozándose varios metros  más atrás. Cuando la espuma blanca me rodeaba el pecho, era el momento de regresar nadando, pues solo los adultos seguían la marcha hacia el muro de agua verde, listo para engullir  la gravedad rota del largo viaje oceánico.


Piscinas y rosas

El agua era mansa, dulce y doméstica en la piscina del Club Social. Se ingresaba por una puerta de fierro forjado que se abría a un sendero de baldosas amarillas, un camino encantado que  serpenteaba por un jardín de rosas blancas y rosadas. El motor del filtro, con sus cascadas alegres, me daba la bienvenida. Llegar primero  ofrecía la oportunidad de saltar desde el trampolín al espejo prístino del agua. Se parecía a las dunas de arenas lisas en las playas perfiladas tras los bosques de Laraquete. Ese primer salto quebraba el cristal y multiplicaba el mosaico color turquesa del fondo. Jugábamos a crear olas en los lavapies, un ingenuo remedo del océano. El agua debe haberse reído a su manera, haciéndose la inocente. Solo el verde esmeralda de la parte mas profunda de la piscina me hacía recordar las corrientes marinas, los cuentos sobre ahogados y naufragios.


El Salto del Laja

Recuerdo algún paseo al Salto del Laja, donde me aferré a las manos de mi papá ante el vértigo de las cataratas enormes. Altura, espuma y estruendo multiplicado.  Voz ancestral, telúrica y mortal para quien osara desafiarla, ajena a las aguas ornamentales del parque. La catarata se ancló en mis pesadillas infantiles con un lenguaje oscuro y amenazante. Observé esa furia líquida, rugiente y pulverizada, arrastrándose en corrientes tornasoladas, abriéndose paso entre muros de piedra bruta. Luego, como cansados o aburridos, algunos brazos se relajaban traviesos entre rocas y juncos. Se iban en arroyos cantarines para formar pequeñas playas, respiros amables en su vertiginosa carrera hacia el mar. 

Eso ocurrió el mismo verano en el que mis padres, mi hermana y yo nos aventuramos en citroneta por caminos rurales, siguiendo el caudal de algún río majestuoso. Al atardecer acampamos en un meandro dulce, quieto y perfumado  de  hierbas acuáticas, poblado de aves y de insectos zumbadores. Me daba miedo pensar que saltando un borde de piedras, podía caerme a la poderosa corriente blanca (sin duda, habría una catarata por ahí). 

Cuando oscureció, no hubo luna. Se escuchaba el rumiar transparente del agua, acompañado por el sonido trepidante de las hojas. Los grillos y otros seres insospechados completaban aquel concierto nocturno. Entonces, creí que las estrellas bajaban del cielo a danzar. “Son luciérnagas”, explicó mi mamá. Durante un tiempo mágico, el bosque se engalanó de luces juguetonas. Me pregunté si los humanos seríamos capaces de sentirnos menos intrusos. Esa noche mi mente infantil se contactó con el ancestral lenguaje del agua y  de la naturaleza maravillosa. 

(María del Pilar Clemente B.) 

lunes, 4 de mayo de 2020

En memoria de Sonia Mardones de Wolleter, Arauco-Lota


EN   MEMORIA  DE  SONIA  MARDONES DE WOLLETER, la mejor amiga de mi mamá en Lota, Arauco.

 

Ayer, cuando la brisa dorada del otoño sacudía los bosques de Arauco, se marchó de este mundo, nuestra querida “tía Sonia”. Era de esos seres inolvidables que la amistad transforman en familia.

Corrían los años 60’s cuando mis padres se trasladaron desde Santiago a Lota. Mi papá había sido contratado por la entonces, Carbonífera Lota Schwager. Yo estaba recién nacida y mi hermana recién caminando. Llegamos a una de las casas pareadas en la calle Parque Luis. A través de esta vía, se accedía directamente a la faena del carbón, la maestranza, los trenes, oficinas y piques (los más profundos de Sudamérica). El mismo escenario, aunque en mejores condiciones, que el descrito por Baldomero Lillo a principios de siglo. En esa calle, vivían también los Wolleter Mardones y sus tres hijos Andrea, Jimena y Carlos Arturo (años después nacería Pía, la pollito). La amistad entre las dos mamás surgió con esa fuerza que da el verse todos los días y el compartir los asuntos escolares de los hijos.

Lluvias y aromas de chancaca

La jornada comenzaba con la sirena de los turnos, cuyas vibraciones parecían llorar con lágrimas de hollín. Los niños, llamados por la campana, nos íbamos a la escuela. Sonia y mi mamá se afanaban en los hogares y se juntaban a tejer chalecos, compartir recetas, organizar cumpleaños y obras de ayuda a los mineros en desgracia. Asistían a las reuniones escolares para hacer realidad las presentaciones artístico-culturales que se realizaban en el teatro de Lota, en el Club Social o en los jardines del bellísimo parque, donde caminaban libres los pavos reales.

La tía Sonia era delgada, trigueña, de risa a flor de labios y siempre dispuesta a acoger a los niños del barrio. El ventanal de su living solía convertirse en improvisado escenario para nuestros juegos infantiles. Durante los inviernos, cuando las lluvias reverdecían los bosques y el viento atormentaba los eucaliptos de la quebrada situada detrás de Parque Luis, Sonia deleitaba a todos con panqueques, picarones, queques con aroma a naranja y sopaipillas pasadas en chancaca (azúcar morena).

Para el año nuevo, se celebraba una cena con orquesta tropical en el Club. Sonia destacaba por su elegancia, siempre a tono con las camelias rojas y blancas que decoraban las mesas. Iniciado el verano, ambas familias partíamos en citronetas a paseos al río Las Cruces, las playas solitarias de Laraquete, la antigua central eléctrica de Chivilingo, el barrio Maule de Coronel, Talcahuano y los infaltables picnics en playa blanca. ¡Qué imborrables huellas nos dejaron el alma esas sencillas entretenciones!

El re-encuentro

Aunque la vida nos separó durante varios años cuando nos vinimos a Santiago, el reencuentro con Jimena a fines de los 80’s volvió a despertar los antiguos lazos. Allí estaba la tía Sonia, siempre dispuesta a enfrentar alegrías y problemas. Ya fuesen terremotos, nietos, el triste cierre del carbón en 1997 o la partida del tío Carlos en el 2009. Participó en el sueño de su esposo de vivir en un parcela en Arauco, plena de jardines (una forma de compensar el haber pasado toda su juventud bajo tierra). Comencé a ir a esa parcela desde el 2005, cuando la Pía vivió conmigo en Santiago. Allí, Sonia me refrescaba la memoria con anécdotas de Lota. Me regalaba detalles desconocidos de mi mamá, quien había fallecido en 1999. Cuando me casé, conoció también a Charlie, quien la llamaba “madre” y le preparaba asados y cócteles.

Sonia también me hablaba de sus vivencias en Mulchén, zona de campo y árboles frutales. Adoraba los encantos de Valparaíso. Una vez fuimos con ella y la Pía a recorrer esos cerros pintorescos y a comer mariscos. ¡Qué buenos tiempos!

El adiós

La última vez que nos vimos (2018) ya estaba enferma. La veo en la cocina, transformando los desayunos en cálidas reuniones familiares. Ayer supe la triste noticia de tu partida, querida tía Sonia. Te llevas contigo parte de mi infancia, el olor penetrante del carbón y de los helechos húmedos. Nos dejas, pero tengo la esperanza de reconocer tu sonrisa luminosa en el sol que besa la bahía de Arauco.  

(Por María del Pilar Clemente B.)

lunes, 30 de marzo de 2020

Lavanderas son la bandera


 
 
LAVANDERAS    SON   LA   BANDERA

 

La libertad que las mujeres celebramos el ocho de marzo merece el recuerdo de las sufridas lavanderas. Desde milenios, los varones podían “lavar el honor”, pero jamás lavar la ropa. En todas las culturas, las mujeres se han reunido alrededor de ríos, lagos, pilones de agua o lavaderos colectivos para esta labor doméstica. Muchas veces, este punto de encuentro era el único modo de socializar permitido a nuestras antecesoras. Hasta hace menos de cincuenta años, todavía muchas mujeres hervían sábanas y toallas en lejía, golpeaban las prendas sobre tablas, usaban jabones de grasa y grandes canastos para llevar las cargas a los colgadores, situados en techos, patios y balcones. Con buen tiempo, tomaba tres días separar las ropas por color, lavar, enjuagar, almidonar (enaguas, camisas y manteles), esperar el secado y luego….¡a planchar!. Durante guerras y hambrunas, el oficio de lavar ropa ajena fue uno de los más socorridos por las mujeres para combatir la pobreza. Manos hinchadas, sabañones, uñas rotas y una mirada triste eran el sello de estas trabajadoras sin contrato. El invento y evolución de las máquinas de lavar, las secadoras y las modernas lavanderías han hecho olvidar estas imágenes que alguna vez fueron el pan de todos los días. Aunque pocos lo crean, en muchas ciudades y campos del mundo, el viento hace flamear como festivas banderas, la ropa colgada que anónimas mujeres ha limpiado para su familiar. UN HOMENAJE PARA LAS QUE NO HAN DEJADO DE LAVAR Y DE LUCHAR POR LA IGUALDAD. Gracias de corazón, puesto que el lavar a mano, es algo que muchas mujeres de hoy hemos hecho sin pensar ni cobrar, solo por amor.