La libertad que las mujeres
celebramos el ocho de marzo merece el recuerdo de las sufridas lavanderas. Desde milenios,
los varones podían “lavar el honor”, pero jamás lavar la ropa. En todas las
culturas, las mujeres se han reunido alrededor de ríos, lagos, pilones de agua
o lavaderos colectivos para esta labor doméstica. Muchas veces, este punto de
encuentro era el único modo de socializar permitido a nuestras antecesoras.
Hasta hace menos de cincuenta años, todavía muchas mujeres hervían sábanas y
toallas en lejía, golpeaban las prendas sobre tablas, usaban jabones de grasa y
grandes canastos para llevar las cargas a los colgadores, situados en techos,
patios y balcones. Con buen tiempo, tomaba tres días separar las ropas por
color, lavar, enjuagar, almidonar (enaguas, camisas y manteles), esperar el
secado y luego….¡a planchar!. Durante guerras y hambrunas, el oficio de lavar
ropa ajena fue uno de los más socorridos por las mujeres para combatir la
pobreza. Manos hinchadas, sabañones, uñas rotas y una mirada triste eran el
sello de estas trabajadoras sin contrato. El invento y evolución de las
máquinas de lavar, las secadoras y las modernas lavanderías han hecho olvidar
estas imágenes que alguna vez fueron el pan de todos los días. Aunque pocos lo
crean, en muchas ciudades y campos del mundo, el viento hace flamear como
festivas banderas, la ropa colgada que anónimas mujeres ha limpiado para su
familiar. UN HOMENAJE PARA LAS QUE NO HAN DEJADO DE LAVAR Y DE LUCHAR POR LA
IGUALDAD. Gracias de corazón, puesto que el lavar a mano, es algo que muchas
mujeres de hoy hemos hecho sin pensar ni cobrar, solo por amor.
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