LUIS
SEPÚLVEDA, LO QUE APRENDÍ DE TI
Ha muerto en España el
escritor chileno Luis Sepúlveda. Una víctima más del Covid-19. La noticia me
conmueve de manera especial. Justo este verano (meses antes de la pandemia)
encontré el libro “El viejo que leía novelas de amor”, su primera obra
literaria. Estaba olvidado en el ático de mi hermana. Era el mismo ejemplar
gastado que habíamos leído con tanto gusto treinta años atrás. Entonces, ella
soñaba con navegar en el río Amazonas. Yo no tanto. Las escenas horrendas de
los monitos atacando a los gringos y de las pirañas, me causaban cierta
desconfianza.
La novela fue publicada en 1989, pero llegó a
mis manos en 1990. Era una época especial. La opción “No” había ganado el
Plebiscito de 1988. Contra todo pronóstico, el régimen militar de Pinochet había
aceptado el retorno a la democracia. El clima político y ciudadano de esas
primeras elecciones fue luminoso como una feliz luna de miel. Aquel año 1990 se había iniciado muy
prometedor para mí. Pude cumplir mi sueño de viajar durante tres meses por
Europa y visitar a mis tíos de Barcelona y Bilbao. Además, estaba de novia con
un copiapino y pronto me iría a radicar al desierto de Atacama. También, estaba
asesorando en comunicaciones a uno de aquellos “recién horneados” parlamentarios
de la zona. Entonces, me topé con una entrevista a Luis Sepúlveda. Su obra “El
viejo que leía novelas de amor” había ganado un importante premio y era un
éxito editorial. Decían que describía de un modo diferente la selva del
Amazonas. Corrí a comprarla. Fue la última década de gloria para los libros de
papel, considerando que el hábito de la lectura ya iba en baja.
La
naturaleza como protagonista
Era una edición delgada, con
una colorida portada tropical (hoy un tanto arrugada). La historia de Antonio
José Bolívar Proaño, su llegada a un imaginario pueblo del Amazonas y su
encuentro con un dentista fluvial (atendía en el recorrido de un barco) me
subyugó. En especial porque Bolívar era un cazador retirado y que en sus “años
dorados” prefería leer llorosos romances. A su alrededor, pululaba una fauna
humana de baja estofa. Estaban dispuestos a todo para robar cualquier riqueza a
la selva. Para ellos, los animales salvajes y los indígenas eran un obstáculo.
Por cierto, ninguno leía, actividad considerada “de poco macho”. Se parecía un poco al clásico “La Vorágine”
del colombiano José Eustacio Rivera, que había leído en el colegio. En ella,
los villanos eran los explotadores del caucho. El clamor de Sepúlveda por las
ocultas bellezas naturales, calzaba con la emergente ecología de 1990.
Motivada, yo escribiría una serie de crónicas en el diario Atacama, tituladas
“Avanzando hacia la ecología”. Con ellas ganaría el premio Oxígeno 1994,
otorgado por la USACH al periodismo ambiental.
La
Patagonia y el desierto de Atacama
Cuando ya estaba viviendo en
Atacama, otro chileno, Luis Rivera Letelier lanzó “La Reina Isabel bailaba
Rancheras”, la primera de una saga de novelas ambientadas en las salitreras de
la pampa. En paralelo, Luis Sepúlveda publicaría “Patagonia express”. Ambos
autores reflejaban la humildad de los “anti-fama”, de intelectuales lejos de
las élites y de la televisión. El viajar a visitar los pueblos fantasmas de las
salitreras y a la Patagonia se puso de moda. Gracias a Luis Rivera y a Sepúlveda,
aprendí a valorar la esencia de Atacama. Valoré las montañas minerales, el
legado arqueológico, sus leyendas y la cultura local, temas con los que me
lancé a la literatura. Por eso, no puedo dejar de pasar la ocasión de rendir un
homenaje a Luis Sepúlveda. Le agradezco la felicidad que me causó conocer su
obra. Al acercarme a la edad de su personaje, Antonio José Bolívar Proaño,
comprendo que el alma ancestral de la naturaleza es como una novela de amor que
tenemos el deber de descifrar. ¡Gracias por tus letras!
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