Siempre me ha emocionado
cuando el ser humano muestra lo mejor de sí. Actos de compasión, ayudas
anónimas y desinteresadas, el “amigo oreja” cuando todo parece desmoronarse, la
capacidad empática, el rescatar animales indefensos, plantar en lo estéril, arriesgar
la vida ante el peligro, abrazarse en el dolor…¡en fin!. El ombligo de
Santiago, el epicentro de los encuentros masivos, ha pasado por diversos roles
en la historia. En 1875 se llamó Plaza La Serena, como homenaje a quienes derrotaron
a Pedro León Gallo y la revolución
Constituyente de 1859. Entonces, los empresarios mineros de Copiapó abogaban
por la autonomía contra el poder central, pero fueron liquidados en Cerro
Grande, La Serena. (Hoy, sabemos que –con o sin honores- el centralismo sigue
imperando contra las provincias).
Se llamó Colón
En 1892 se rebautizó como
Plaza Colón en honor a los 400 años del descubrimiento de América. Eran tiempos
acríticos. Si bien se asumía que España había sido un ente colonizador “del que
hubo que liberarse”, se le agradecía el legado del idioma y religión. Los
pueblos nativos eran considerados bárbaros y nadie reprobaba su sometimiento o
exterminación. Recordemos que en 1992, durante el año de eventos conmemorativos
(ya no celebración) de los 500 años de la llegada de Cristóbal Colón,
académicos Latinoamericanos y españoles acordaron suprimir el polémico nombre
“Día de la raza” por el “Encuentro de dos culturas”. Símbolo de dos identidades
que se fusionaron en una nueva, sin dejar de conservar sus legados. Lamentablemente,
hoy el concepto se ha polarizado, pero eso es otro tema.
Más nombres
En 1910, la comunidad
italiana avecindada en torno a la estación de ferrocarril a Pirque (hoy Parque
Bustamante), donó la escultura llamada “Genio a la Libertad”, un homenaje a la
independencia de Chile y a su primer Cabildo abierto de 1810. Desde entonces,
se llamó popularmente “Plaza Italia”. El hecho significaba también lo
bienvenidos que habían sido los inmigrantes llegados desde el “país de la
bota”. En 1928, el escultor penquista Virginio Arias, hizo realidad el gran
tema que había estremecido a la sociedad entre 1879 y 1883: La Guerra del
Salitre o del Pacífico. Así, su memorial del General Manuel Baquedano y los
soldados desconocidos rebautizó la rotonda como Plaza Baquedano. No obstante,
después del Golpe de Estado y la pérdida total de la confianza en los
militares, retornó en nombre de Plaza Italia. Nótese, eso sí, que en 1942 el
bellísimo edificio de aquella estación fue demolido sin tapujos y con gran
horror para el patrimonio nacional. (Este detalle para aclarar que el afán
destructor del pasado ha sido compartido por las élites y no es exclusivo del
llamado lumpen)
El peso de la dignidad
Me gustó el espontáneo
bautizo que ha vivido aquel eje urbano. Aunque no es oficial, el título de
“Plaza Dignidad” otorga un espíritu necesario para los tiempos que se avecinan.
La palabra se origina en el latín “Dignítas” que significa “Excelencia o
grandeza”. Su definición civil es “Cualidad del que se hace valer como persona,
se comporta con responsabilidad, seriedad y respeto hacia sí mismo y hacia los
demás y no deja que lo humillen ni lo degraden”. Tiene también significados
legales, relacionados con los derechos básicos humanos y definiciones bíblicas
como “valioso hijo de Dios”. Alguien puso una placa de bronce con la frase
“Aquí y en este lugar, Carabineros disparó a los ojos de su pueblo”. Un recordatorio
que hace pensar en las situaciones históricas que lleva al fratricidio. La
dignidad no es patrimonio de un grupo o ideología (Recordemos la nefasta
“Colonia Dignidad” en el sur). El trato como personas es un llamado que debe
ser ejercido y compartido por todos. Eso es lo que me gusta del nombre: la
potencialidad de re-encontrarnos como miembros de una misma familia, que
comparten un territorio común y que son capaces de trabajar juntos. Justamente,
para que la palabra deje de estar en placas y sea una realidad.
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