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martes, 19 de diciembre de 2023

Un Manzano Para Inspirar el Otoño


Mauricio Tolosa nos invita a Arborecer. Es un verbo. La acción de “volverse árbol” o “florecer” en un significado abierto, sugerente y ambiguo. Es  una puerta que une lo biológico y lo espiritual. Es también, una  de las  enseñanzas de su libro “Mi maestro el manzano, Bitácora íntima de un viaje al Reino Plantae”. 
La delicada ilustración de portada nos propone un triángulo comunicativo entre la rama del manzano, el colibrí (segundo protagonista) y el lector. El mensaje lo siembra el autor en las páginas de un  relato que explora el vuelo  poético y autobiográfico.
“La mayoría de las personas no ven las plantas y menos, distinguen diferencias y detalles (…) solo poniendo algo de atención es posible darse cuenta de que al interior de una misma planta hay varios verdes, y que si están naciendo hojas nuevas es muy notoria la diferencia de los colores, brillos y texturas”.
En cada párrafo hay un desafío: detenerse,  observar, darse tiempo, relajarse y crear  las condiciones para ingresar al portal del Mundo Plantae. 

Experiencias vitales

Conozco a Mauricio desde nuestros tiempos universitarios. Ha recorrido numerosas etapas: periodismo, viajes, fotografía y empresas comunicacionales; siempre con  un pulso que oscila entre la racionalidad Occidental y la profundidad Oriental. Como todos, ha tenido momentos de felicidad, dolor, amor, decepción, miedo y esperanza. Cada experiencia ha sido un escalón conducente a este libro. 

Como él mismo lo dice, es oriundo de Punta Arenas. Conoció jardines familiares, los bosques de la Patagonia, parques de muchas ciudades, montañas, ríos, templos, modernidad y ancestros en Chile y el mundo. Las plantas estuvieron a su lado. Le gustaban, pero sin gran atención. Como la mayoría de los humanos, pensaba que eran un decorado de fondo, la escenografía natural (y algo monótona) del vertiginoso ritmo social, de los cambios, las luces, las pantallas y lo artificial. Valoraba su utilidad alimenticia y farmacéutica, pero desde la urbe. Compró la casa de sus sueños en Santiago, sobre los faldeos montañosos de Los Andes. Sin imaginar lo que vendría,  plantó un manzano japonés, jazmines y un romero en un patio interior. Otro pequeño terreno lo llenó de árboles, demasiados. Al crecer, algunos no sobrevivieron. El jacarandá y el cerezo se convirtieron en adultos fuertes y sanos, ayudantes del profesor manzano. Junto a ellos, surgió toda una fauna de insectos y aves, porque las plantas nunca están solas Este espacio sería bautizado como “jardín de la gratitud”.  
Un quiebre en su salud y luego,  la pandemia, lo obligaron al encierro. Se habría desesperado hasta que algo lo impulsó a fijarse en la corteza de su árbol favorito. Unas inusuales figuras lo invitaron a registrar lo ocurrido en fotos. Así, fue desarrollando un sentido especial para escuchar el ritmo del crecimiento de la energía vegetal. Una suerte de comunicación intuitiva de símbolos y sueños, que incluyó a una familia de colibríes. Los mensajes del manzano le trajeron la sincronía con bosques de otras latitudes. Aprendió a recoger la esencia floral, beber infusiones, meditar y descubrir los elementos vitales que se conectan. Esas “casualidades” que llevan a conocer a las personas indicadas en el momento adecuado. Varias de estas emociones las reflejó en Haikus, habilidad que ya había empleado en su libro “Angelos” y en sus talleres literarios.

La tranquilidad del ritmo interior

Durante la pandemia me inscribí en uno de los talleres por zoom de Mauricio. Los ejercicios consistían en observar y recorrer el mundo Plantae que estuviera a nuestro alcance. Era un lluvioso Otoño en Virginia (Estados Unidos). En Chile, estaban en primavera. 
Después de varios errores y bloqueos, me interné en un dorado bosque vecino (muy cerca de mi parcela) para registrar en fotos detalles que me obligaban a detenerme o a regresar al siguiente día. Una nevada adelantó el invierno. Encontré flores silvestres y seguí las instrucciones para hacer esencias. El taller me hizo derribar barreras emocionales para expresar en poesía lo que iba sintiendo. La mirada transformada en lenguaje. Afuera, las noticias alertaban con cifras de fallecidos y medidas de encierro. Afuera, hostilidad, temor. En el bosque, el follaje me abrazaba con la niebla, el aroma a tierra, los hongos de colores, manchas de arte en las cortezas, telas de araña, escarabajos, aves y ardillas, resonando en armonía con las plantas efímeras y centenarias. 
Así, cuando un par de años más tarde, este libro llegó a mis manos, pude comprender muchas cosas de aquel taller literario. Un legado que Mauricio ha dejado volar en libertad para quien desee aprender de su experiencia. Un llamado a encontrar su “árbol maestro” que lo lleve al “maestro de maestros”. Gracias, amigo. 
(María del Pilar Clemente B.)

domingo, 16 de enero de 2022

La niña del jardín

 



Hay seres que dejan huella aunque el camino compartido haya sido breve. Conocí a la profesora y escritora Rosa Eugenia Peña en el primer otoño de la pandemia. Meses antes, mi esposo y yo habíamos viajado a Chile para asistir al casamiento de mi sobrina. Fue un verano soleado y alegre. Parafraseando al célebre Carlos Pinto (anfitrión del programa de TV “Mea Culpa”), nada hacía presagiar el pánico del Covid19. Con dificultades conseguimos un vuelo de retorno. ¡Todo se cerraba a nuestro alrededor!. 


Iniciamos la cuarentena en nuestra parcela de Virginia. Los aromáticos narcisos, lirios y las flores del nativo dogwood se presentaron con la puntualidad de cada primavera. La naturaleza seguía su ritmo, ajena al encierro, la muerte y los llantos. Con timidez, me asomé a la plataforma zoom, la gran tecnología que nos liberó del aislamiento y la angustia. Gracias a ella pude activar mi participación en el grupo de escritores PEN-Chile. Digo “activar”, ya que hasta antes de zoom, los que vivíamos lejos del terruño, teníamos escasas opciones de asistir a los encuentros, cenas y lanzamientos de libros. 


En medio de este panorama, el comunicólogo y escritor Mauricio Tolosa, convocó a su taller “Florecer”. Los brotes del septiembre sudamericano coincidían con los grises de mi acuarela otoñal. Seis escritoras nos apuntamos al taller. Alentadas por Tolosa, cada una se dedicó a recorrer el mundo Plantae que la rodeaba. Desde Punta Arenas, Úrsula Paredes nos introdujo en los milenarios bosques lluviosos y las voces de los ancestros. Desde México, Alejandra Faúndez recordó un señero viaje al Amazonas brasileño, donde (gracias a la magia de las palabras) nos hizo abrazar el grueso tronco de la Ceiba-abuela. Victoria Uranga nos detalló sus caminatas por los faldeos cordilleranos,  Aurora López conversaba feliz con el aloe vera de su macetero. Por mi parte, re-descubría el color de la hojarasca virginiana. 


La voz de cada flor



Rosa Eugenia fue la única que escogió la simpleza cotidiana de su jardín. Ajena a nuestras exuberancias, optó por explorar la personalidad de cada planta. La unión de estas voces vegetales la daba una niña sin nombre, casi un espíritu, que cuidaba de cada una de ellas. No tardó en cautivarnos con las maravillosas aventuras de su niña. Lloramos con el rosal vanidoso que, por excesiva floración, se cayó del muro que lo sostenía. Escuchamos la historia de amor entre el laurel macho y el laurel hembra. También, la enredadera de glicinas que crecía cerca de la cocina, donde estaba la madre de la niña. Esta enredadera conocía el pasado de la familia, era la protectora del hogar. Poco a poco, Rosa Eugenia se fue mimetizando con su etéreo personaje. Se sentaba frente a su pantalla de zoom con su largo cabello de brillante color ceniza, vestidos estampados de flores y un vaso con rosas frescas a su espalda. Su sonrisa y mirada transmitían la inocencia de una descubridora de tesoros. 

Recuerdo que pasamos dos clases debatiendo sobre un humilde Diente de león que florecía entre las baldosas de piedra del jardín. Esta abundante y pequeña flor amarilla suele ser considerada una maleza invasora. Nos dimos cuenta de que era una planta valiente, dura, capaz de superar toda amenaza. Símbolo de la poesía que se derrama en sus racimos de semillas que los enamorados soplan al viento.

El taller terminó en el verano del 2021. Cada una se comprometió a seguir trabajando en sus temas. Rosa Eugenia se veía entusiasmada. Imaginaba la portada y las ilustraciones de su libro que titularía “La niña del jardín”.


Su padre y la enfermedad


En vez de pensar en sí misma, esta generosa mujer se dedicó a cumplir uno de los grande sueños de su padre, el profesor de Castellano Alfredo Peña. A sus 94 años anhelaba publicar los relatos que llevaba escribiendo, inspirado en la geografía nacional. En mayo, apoyados por Tricipe Editores, padre e hija lanzaron virtualmente la obra “Chile en cuentos”. Fue un diálogo pleno de emociones, con sensación de tarea cumplida y del legado a las nuevas generaciones. Rosa Eugenia destacó a su progenitor, el gran inspirador de su carrera como profesora y master en educación diferencial.

Participé en el evento y compré el libro. Le dije que esperaba conocerla en persona durante mi próximo viaje a Chile. 

La última vez que hablé con ella, muy breve, fue para que me hiciera llegar su video y fotos destinados a la serie “Mi voz interior”, que estamos realizando a través del Comité de mujeres escritoras del PEN-Chile. Con voz suave, me respondió que prefería no participar, que se sentía más profesora que escritora. La noté algo triste, pero no pensé nada grave. 


Nunca supe de su enfermedad. Sin duda, fue algo muy rápido. Poco antes de su partida, observé en su  Facebook una foto en la que se encontraba junto a su familia en alguna playa. Decía estar acompañada por los seres que más amaba. ¡Un momento pletórico de vitalidad!. 

Se despidió en el estilo de la misteriosa niña de su lugar encantado. Luminosa como el Diente de León, capaz de germinar en cualquier adversidad. 

¡Hasta pronto, maestra!. Ya compartiremos el cafecito que dejamos pendiente. Sé que la glicina archivó tu historia entre sus  pétalos.