Mi sobrina Ángeles del Pilar vino al mundo durante un largo y difícil parto. Cuando mi hermana la tomó en sus brazos se encontró con una criatura amoratada por el esfuerzo. Era el 29 de noviembre de 1993. Como tía, me gustó la fecha. El momento exacto en que la primavera se engalana de Navidad, las escuelas viven la memorable “última semana de clases” y el verano estalla en expectativas de mil colores. Por lo mismo, los niños invitados a sus cumpleaños, siempre lo tomaban como un adelanto a las fiestas de diciembre. Un gozo que se multiplicaba ante las deliciosas fuentes de frutillas y cerezas encumbradas sobre manteles blancos.
Aunque la pequeña Ángeles nació en Santiago, su familia residía en Viña del Mar. Allí, mi cuñado y hermana (junto a los socios de Río de Janeiro), acababan de abrir el restaurante “Guris Brasileño” en avenida San Martín. Yo estaba casada en Copiapó y solo puede viajar a verla durante la primera semana de enero. Mi ex marido y yo manejábamos una empresa de comunicaciones y teníamos copada la agenda de eventos.
Ojos de verde curiosidad
Cuando la tuve en mis brazos ella se había convertido en una muñequita rubia, de ojos verdes como almendras invertidas. Una gran ternura se apoderó de mí. ¡Era tan liviana y tan bonita! Fijaba la vista en todo lo que acontecía a su alrededor. Era tranquila, pensadora. Me gustaba acercarla a la ventana. Ella se entretenía con el paso de los autos y los transeúntes. ¿Qué historias imaginaba? Mi hermana, siempre ingeniosa para los apodos, me llamaba Tía Pepa y a ella: Pinina, Pinita y Pina entre otros. Detuvo su creatividad cuando una simpática señora le preguntó el nombre a la pequeña y ella respondió: “¿Mamá, como me llamo?”
Abuelas encantadas
Las dos abuelas viudas estaban encantadas con la niña. Para la madre de mi cuñado, era “la nieta número trece”. ¡Toda una experta! Mi mamá, apenas podía creer el milagro de ser abuela de una clásica parejita. Aunque todavía trabajaba en Los Andes, dedicó todas sus horas libres no solo a visitarlos, sino que también a vestirlos como príncipes. En ese tiempo, las noticias de celebridades seguían los pormenores de las esposas de los monarcas británicos. La bella Lady Diana era fotografiada con sus retoños Williams y Harris. También su cuñada, la pelirroja Sarah Ferguson, madre de Beatriz y Eugenia. Mi progenitora copiaba las ropa de los infantes reales para elevar la elegancia de sus nietos. Salía junto a la tía Isabel a Patronato en búsqueda de telas lo más parecidas posibles al modelo. Días después, se bajaba del bus en Viña con la maleta cargada de tenidas para mis sobrinos. Lucían tan lindos que me fascinaba llevarlos de paseo a la calle. La gente creía que eran mis hijos, en especial mi sobrina. “Es igualita a tí”, decían. Y eso me llenaba de alegría.
El calugón “Pelayo”
Cada tres meses viajaba a visitar a los niños. Mi hermana solía encargarme sacar a la calle a la Pinita en su coche de guagua. Arropaba a mi sobrina con un abrigo azul de reina y salíamos rumbo a la aventura. Mi gran problema era el kiosco de diarios y golosinas de la única esquina con semáforo que cruzaba hacia la Plaza Colombia. En algún momento, mi sobrina aprendió a aferrarse a los calugones “Pelayo” que colgaban en tiras hasta la altura de sus manos. Sin preguntar, abría el papel del envoltorio y se lo metía a la boca. Era horrible ver cómo sus mejillas se hinchaban para dar espacio al enorme dulce. Me daba pánico que se ahogara pero era imposible abrirle los labios y extraerle el calugón. Si lo intentaba, ella gritaba. No me quedaba más que pagar rápido al kiosquero antes de que alcanzara a tomar otro caramelo. Esto ocurría a la ida, ya que al jugar en la plaza o al recorrer la avenida Perú hasta el muelle Acapulco, se quedaba dormida y se olvidaba del kiosco.
Botones de piñas rosadas
Uno de los vestidos que mi mamá más disfrutó de coser fue uno estampado en flores destinado al cuarto cumpleaños de su nieta. El toque de los botones en forma de piñas rosadas fue muy admirado por los niños y adultos de la celebración. Como dije, aquel último fin de semana de noviembre, solía ser el estreno de las tenidas veraniegas. He ahí el esmero materno en sorprender a su amada Pinita. Mantuvo esta costumbre hasta que falleció en 1999. Durante un par de años, los hermanos siguieron usando aquellos atuendos de príncipes, pero la edad y el crecimiento dejaron atrás aquellas costuras de la abuelita.
Lo más parecido a ese estilo infantil que encontró mi hermana, fue la tienda Limonada. En ella, siguió comprando vestidos para la niña. Para entonces, yo estaba viviendo en el departamento de Ñuñoa. Una vez, se me ocurrió invitar a los niños a dormir. La única que aceptó fue Ángeles. A mi sobrino (alias Palito) no le gustaba alejarse de sus padres y tenía sus rutinas, como la sopa de las ocho. Él reclamaba por su “zopita” antes de irse a dormir. Por el contrario, su hermana era más independiente y no le molestaba cambiar de menú (en especial si incluía helados). Pasamos muy buenos momentos juntas. La llevaba a andar en Metro, a caminar por Irarrázaval, incluso, fue conmigo a la Facultad de Economía, donde yo hacía clases de redacción. La recuerdo con un vestido cuadriculado en blanco y rosado, fue una de las últimas prendas de niña que usó, antes de preferir los pantalones y zapatillas, tan propios de las adolescentes.
Se hizo adulta, pero hay cosas que nunca cambiaron en ella. Sus maravillosos ojos plenos de curiosidad, su espíritu travieso y la fortaleza de su espíritu. Un regalo que Dios le dio desde antes de nacer y que hoy ilumina su caminar.
que lindos recuerdos traen a la memoria ciertos vestidos que son un símbolo de la época que pasó... dan ganas de cantar "Volver a los 17..."
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