Durante un viaje al sur de Chile, ingresé a una exposición de relojes antiguos en el Club Alemán de Puerto Varas. Eran obras del siglo XIX traídas a Sudamérica por colonos germanos. Hasta 1980, estos relojes de mesa o pared ocupaban un lugar relevante en los hogares. Yo nunca tuve uno en mi casa, ya que en general llegaban por herencia o por viajes a Europa. Eran caros, hechos para durar. Entonces, saber la hora implicaba detenerse frente a estos objetos de “corazón metálico”, adornados con maderas labradas en forma de hojas, ramas, cornucopias, casitas y animales del bosque.
Cada ciclo era anunciado con cantos de pajaritos “cucú”, campesinos danzantes, soldados en marcha o carruajes de fiesta. Dulces melodías de carillón celebraban la alegría de estar vivo un día más. Porque de eso se trata el tiempo, del camino entre el nacer y el morir. Ley que rige para seres vivos y objetos materiales. Por ejemplo, el germen de un futuro plato de cristal se encuentra en la arena e ingredientes de su fabricación. Luego, será comprado y servirá durante largos (o pocos) años en alguna mesa familiar, hasta que un accidente (o rabieta) lo transforme en un puñado de vidrios rotos.
Relojes como premio
De mi niñez, recuerdo ruidosos despertadores y los locutores diciendo ¿Qué hora es?en las radios locales. Durante mi adolescencia, los apoderados todavía regalaban finos relojes pulseras a sus vástagos graduados del colegio. Era un símbolo de responsabilidad el calcular las actividades de la jornada por sí mismo. Los diseños y marcas para varones destacaban la masculinidad, el deporte, la vanguardia tecnológica y el poder económico. Los de mujer, acentuaban su aspecto de joya y la modernidad de la “mujer activa”. Curiosamente, el reloj era también un obsequio pensado para premiar a los jubilados. Solemne tradición que los relojes digitales, omnipresentes en todos los aparatos electrónicos, ha dejado atrás. Hoy, se compran por frivolidad o lujo, más que para ver la hora. Esta última función ha sido delegada a los celulares y a sus equivalentes de pulsera.
¿Movimiento hacia la eternidad?
Los relatos antiguos dicen que cuando el Padre celestial expulsó del Paraíso a Adán y Eva, se puso en marcha el engranaje del tiempo. Es decir, el movimiento constante que va dejando las huellas de un antes y un después. En los caminos del bien y del mal, surgieron las bifurcaciones, salud-enfermedad, juventud-vejez, luz-oscuridad, construir-destruir, nacer-morir. Junto a ello, el medir el universo se transformó en culto y luego, en ciencia. ¿Con cuántos métodos el ser humano ha calibrado su paso sobre la Tierra? Celebrar las estaciones del año, seguir el dibujo del firmamento, analizar la largura de las sombras, observar la arena o el agua en las clepsidras, escuchar el canto del gallo, las campanas de las iglesias y el ruido de los trenes. Todo lo que se torna en sólida rutina se puede establecer como medida de la jornada.La verdad escondida del tiempo ha asustado también a los hombres. El dios Saturno o Cronos en su capacidad de “devorar a sus hijos” es una suerte de terror que el pintor español, Francisco de Goya, visualizó como un monstruo hambriento de la flor, del insecto efímero y del bebé que cierra sus ojos a la hora de nacer. Como dice el tango: “no somos nada”.
Como cuentos de hadasAquellos relojes de pared, con sus pajaritos de madera, sonidos musicales, agradable artesanía y misterioso “tic-tac” simulaban cuentos de hadas, historias inconclusas, porque la palabra “fin” implica cerrar un capítulo o toda una novela. Y eso no nos gusta. Su tecnología mecánica nos habla de cómo eran las cosas antes, cuando el tiempo transcurría lento porque las vidas eran cortas. En un universo cambiante, el disfrutar el presente es un arte que la abundancia permite, sin embargo, el exceso de estímulos y la simulación virtual de la realidad, nos alejan del verdadero significado de las huellas que vamos dejando en el camino entre el bien y el mal. Así será, hasta que recuperemos el Paraíso. Mientras tanto, como dijo el filósofo Heráclito, nos bañamos en el río, creyendo que se trata de la misma agua, pero es una ilusión. “¡Cucú!”