miércoles, 23 de julio de 2025

VESTIDOS PARA UNA PRINCESA

 



 Mi sobrina Ángeles del Pilar  vino al mundo durante un largo y difícil parto. Cuando mi hermana la tomó en sus brazos se encontró con una criatura amoratada por el esfuerzo. Era el 29 de noviembre de 1993. Como tía, me gustó la fecha. El momento exacto en que la primavera se engalana de Navidad, las escuelas viven la memorable “última semana de clases” y el verano estalla en expectativas de mil colores. Por lo mismo, los niños invitados a sus  cumpleaños, siempre lo tomaban como un adelanto a las fiestas de diciembre. Un gozo que se multiplicaba ante las deliciosas fuentes de frutillas y cerezas encumbradas sobre manteles blancos.

 

Aunque la pequeña Ángeles nació en Santiago, su familia residía en Viña del Mar. Allí, mi cuñado y hermana (junto a los socios de Río de Janeiro), acababan de abrir el restaurante “Guris Brasileño” en avenida San Martín. Yo estaba casada en Copiapó y solo puede viajar a verla durante la primera semana de enero. Mi ex marido y yo manejábamos una empresa de comunicaciones y teníamos copada la agenda de eventos.


Ojos de verde curiosidad


Cuando la tuve en mis brazos ella se había convertido en una muñequita rubia, de ojos verdes como almendras invertidas. Una gran ternura se apoderó de mí. ¡Era tan liviana y tan bonita! Fijaba la vista en todo lo que acontecía a su alrededor. Era tranquila, pensadora. Me gustaba acercarla a la ventana. Ella se entretenía con el paso de los autos y los transeúntes. ¿Qué historias imaginaba?  Mi hermana, siempre ingeniosa para los apodos, me llamaba Tía Pepa y a ella: Pinina, Pinita y Pina entre otros. Detuvo su creatividad cuando una simpática señora le preguntó el nombre a la pequeña y ella respondió: “¿Mamá, como me llamo?”


Abuelas encantadas


Las dos abuelas viudas estaban encantadas con la niña. Para la madre de mi cuñado, era “la nieta número trece”. ¡Toda una experta! Mi mamá, apenas podía creer el milagro de ser abuela de una clásica parejita. Aunque todavía trabajaba en Los Andes, dedicó todas sus horas libres no solo a visitarlos, sino que también a vestirlos como príncipes. En ese tiempo, las noticias de celebridades seguían los pormenores de las esposas de los monarcas británicos.  La bella Lady Diana era fotografiada con sus retoños  Williams y Harris. También su cuñada, la pelirroja Sarah Ferguson, madre de Beatriz y Eugenia. Mi progenitora copiaba las ropa de los infantes reales para elevar la elegancia de sus nietos. Salía junto a la  tía Isabel a Patronato en búsqueda de telas lo más parecidas posibles  al modelo. Días después,  se bajaba del bus en Viña con la maleta cargada de tenidas para mis sobrinos. Lucían tan lindos que me fascinaba llevarlos de paseo a la calle. La gente creía que  eran mis hijos, en especial mi sobrina. “Es igualita a tí”, decían. Y eso me llenaba de alegría. 


El calugón “Pelayo”


Cada tres meses viajaba a visitar a los niños. Mi hermana solía encargarme sacar a la calle a la Pinita en su coche de guagua. Arropaba a mi sobrina con un abrigo azul de reina y salíamos rumbo a la aventura. Mi gran problema era el kiosco de diarios y golosinas de la única esquina con semáforo que cruzaba hacia la Plaza Colombia.  En algún momento, mi sobrina aprendió a aferrarse a los calugones “Pelayo” que colgaban en tiras hasta la altura de sus manos. Sin preguntar, abría el papel del envoltorio y se lo metía a la boca. Era horrible ver cómo sus mejillas se hinchaban para dar espacio al enorme dulce. Me daba pánico que se ahogara pero era imposible abrirle los labios y extraerle el calugón. Si lo intentaba, ella gritaba. No me quedaba más que pagar rápido al kiosquero antes de que alcanzara a tomar otro caramelo. Esto ocurría a la ida, ya que al jugar en la plaza o al recorrer la avenida Perú hasta el muelle Acapulco, se quedaba dormida y se olvidaba del kiosco.


Botones de piñas rosadas


Uno de los vestidos que mi mamá más disfrutó de coser fue uno estampado en flores  destinado al cuarto cumpleaños de su nieta. El toque de los botones en forma de piñas rosadas fue muy admirado por los niños y adultos de la celebración. Como dije, aquel último fin de semana de noviembre, solía ser el estreno de las tenidas veraniegas. He ahí el esmero materno en sorprender a su amada Pinita. Mantuvo esta costumbre hasta que falleció en 1999. Durante un par de años, los hermanos siguieron usando aquellos atuendos de príncipes, pero la edad y el crecimiento dejaron  atrás aquellas costuras de la abuelita. 

 


Lo más parecido a ese estilo infantil que encontró mi hermana, fue la tienda Limonada. En ella, siguió comprando vestidos para la niña. Para entonces, yo estaba viviendo en el departamento de Ñuñoa. Una vez, se me ocurrió invitar a los niños a dormir. La única que aceptó fue Ángeles. A mi sobrino (alias Palito) no le gustaba alejarse de sus padres y tenía sus rutinas, como la sopa de las ocho. Él reclamaba por su “zopita” antes de irse a dormir. Por el contrario, su hermana era más independiente y no le molestaba cambiar de menú (en especial si incluía helados). Pasamos muy buenos momentos juntas. La llevaba a andar en Metro, a caminar por Irarrázaval, incluso, fue conmigo a la Facultad de Economía, donde yo hacía clases de redacción. La recuerdo con un vestido cuadriculado en blanco y rosado, fue una de las últimas prendas de niña que usó, antes de preferir los pantalones y zapatillas, tan propios de las adolescentes. 
Se hizo adulta, pero hay cosas que nunca cambiaron en ella. Sus maravillosos ojos plenos de curiosidad, su espíritu travieso y la fortaleza de su espíritu. Un regalo que Dios le dio desde antes de nacer y que hoy ilumina su caminar. 

martes, 15 de julio de 2025

SI LA ROPA PUDIERA HABLAR...

 

 


Existe una historia íntima y efímera  en las prendas de vestir. Una vez adquiridas en la tienda o encargadas al taller de costura, el vestuario adquiere el lenguaje del usuario, se funde en una segunda piel. Es en estos primeros usos, cuando una tenida se convierte en favorita, se elige para “ocasiones” o decepciona.  Hay consenso en atesorar atuendos de hitos memorables:  graduaciones, matrimonios, bautizos o eventos con significado. Sin darme cuenta, me descubrí apegada a ciertas piezas de vestir de uso cotidiano, sin valor aparente. He aquí el relato de un pantalón y un chaleco, los que a pesar de su deplorable estado, era incapaz de darles una textil sepultura entre los desechos del hogar.

 

Los jeans de patchwork 

Fueron un inesperado acierto de tienda chica. “Han sido hechos para ti” diría un hada madrina de las modas. Corría el año 2004 en la ciudad de Santiago. Estaba emergiendo del duelo por el fallecimiento de mi mamá en el 1999. Mi hermana y yo tomábamos consciencia de nuestra orfandad, ya que nuestro padre había partido décadas atrás. La atmósfera de aquel 1999 era apocalíptica. Se hablaba de un colapso de los computadores y anunciaban profecías de todos los colores. Además de trabajar y de cuidar a mi progenitora enferma, me hallaba en proceso de  anular  mi conflictivo primer matrimonio. En aquel tiempo, no existía el divorcio en Chile.
Para el 2004, me había estabilizado emocional y laboralmente. Hacia clases de redacción en dos facultades de la Universidad de Chile, acababa de viajar a España, Perú, Isla de Pascua y el valle de Elqui. Tenía un buen grupo de amigas, aprendí a manejar y me encantaba ir en mi “Citroen rubio” a la casa de mi cuñado y hermana para cuidar a mis sobrinos. Eso incluía  quedarse a dormir y disfrutar de sus famosos asados dominicales, plenos de amigos y familia.
Fue en este contexto que, caminado  por la Plaza de Armas, me encontré de frente con una tienda en los bajos del edificio Santiago-Centro. Eran ofertas de ropa de segunda mano y otras de procedencia china. Me atrajo un cartel que anunciaba “Jeans de Miami”. Todos combinaban telas en patchwork, bordados, pintura y mostacillas. El más sobrio era el único de mi talla. Me lo llevé al probador. Tenía corte a la cadera y pierna acampanada (“pata de elefante”).  ¡Me  encantaron! En especial, sus  aplicaciones de “animal print”, los flecos y los toques dorados. Compré uno para mí y otro para mi sobrina. Sabía que le quedaría grande, pero eran demasiado lindos y originales. Cualquier costurera podría ajustárselo. 

 Momentos felices

 

Desde el principio, esos jeans se convirtieron en mi mejor tenida para las salidas invernales. Eran calentitos y siempre provocaban elogios femeninos o masculinos. “¿Dónde te los compraste? ¿De qué marca son?”, me preguntaban las mujeres en la calle. Son “marca chancho” respondía yo. Un chilenismo que indica prendas sin etiqueta conocida. Los complementaba con suéteres y blusas a tono o en contraste.  No eran de oficina, pero lucían perfectos en paseos campestres, playas, cine, compras, encuentros en los barrios Bellavista, Lastarria, Plaza Ñuñoa, visitas informales, en fin. Esos pantalones nunca fallaban para lucir bien y sentirse estupenda. En el 2008, viajaron en mi única maleta rumbo a los Estados Unidos. Calzaron sin problema con el sombrero country de felpa que me regaló Charlie. Al igual que en Chile, las gringas me preguntaban sobre su procedencia. El contar la historia de los jeans llegó a ser parte del gusto de usarlos. Con el tiempo, la tela se empezó a gastar. Después, la moda ya no era en las caderas y desde el 2022, me quedaron muy ajustados, aunque con chaquetas largas, “pasaban piola”. Alguien me sugirió ponerle unos parches extra para reforzar las costuras en la parte trasera. No en vano, llevaba dieciocho años sentándome en ellos. Poco a poco, fueron quedando colgados en el clóset, en espera de soluciones. No quería aceptar su obsolescencia. A veces, regalar consuela, pero es vergonzoso dar a otro un pantalón gastado. Evalué cortarlos en tiras y rellenar cojines.  Ese truco lo había empleado con la ropa de mis muñecas cuando llegué a la adolescencia y desaparecieron de mi entorno. Fue una forma de sentirlas junto a mí, bajo los almohadones. Así llegó el 2025. 


El chaleco rosado

 En octubre del 2008, durante mi primer mes en los Estados Unidos, mi futuro esposo fue a un congreso de trabajo a Reno, Nevada. A su regreso, me trajo una camiseta de algodón celeste a juego con un chaleco sin mangas rosado. Recuerdo que fue una sorpresa que me emocionó mucho, porque estábamos en los preparativos de nuestro matrimonio y yo había traído poca ropa de Chile. Era un atuendo ideal para la temporada de Otoño. Imposible contabilizar las veces que me lo puse. De hecho, la camiseta celeste se manchó unos cinco años más tarde (la destiné a trapo de limpieza para no desecharla tan rápido). El chaleco tuvo una vida más larga porque, al ser abrigado y sin mangas, lo utilizaba poco. Cuando se comenzó a desteñir, lo seguí usando en mi estudio para pintar. Me negaba a deshacerme de él. Era un recuerdo de mi adaptación a Virginia, los papeleos de la “Green card”, cenas románticas en el porche, caminatas con Chloe, la perrita de Charlie, que murió de vejez casi en la misma época en que manché la camiseta de Reno. Así llegó el 2025. 

El desapego


En mayo, durante una limpieza general, decidí rendirme al desapego. Con el celular tomé fotos de ambas prendas. Me despedí y las puse en una bolsa que sumergí en la basura. No miré atrás. Era el fin de un pantalón y de un chaleco feliz. Falso, eran las certezas materiales de momentos inolvidables, pero la verdadera memoria, el sabor del alma se quedó en el corazón y las palabras elegidas para contar su historia.

miércoles, 16 de abril de 2025

CUANDO EL TIEMPO ERA UN PAJARITO


Durante un viaje al sur de Chile, ingresé a una exposición de relojes antiguos en el Club Alemán de Puerto Varas. Eran obras del siglo XIX traídas a Sudamérica por colonos germanos. Hasta 1980, estos relojes de mesa o pared ocupaban un lugar relevante en los hogares. Yo nunca tuve uno en mi casa, ya que en general llegaban por herencia o por viajes a Europa. Eran caros, hechos para durar. Entonces, saber la hora implicaba detenerse frente a estos objetos de “corazón metálico”, adornados con maderas labradas en forma de hojas, ramas, cornucopias, casitas y animales del bosque.  
Cada ciclo era anunciado con cantos de pajaritos “cucú”, campesinos danzantes, soldados en marcha o carruajes de fiesta. Dulces melodías de carillón celebraban la alegría de estar vivo un día más. Porque de eso se trata el tiempo, del camino entre el nacer y el morir. Ley que rige para seres vivos y objetos materiales. Por ejemplo, el germen de un futuro plato de cristal se encuentra en la arena e ingredientes de su fabricación. Luego, será comprado y servirá durante largos (o pocos) años en alguna mesa familiar, hasta que un accidente (o rabieta) lo transforme en un puñado de vidrios rotos. 

 Relojes como premio

De mi niñez, recuerdo ruidosos despertadores y los locutores diciendo ¿Qué hora es?en las radios locales.  Durante mi adolescencia, los apoderados todavía regalaban finos relojes pulseras a sus vástagos graduados del colegio. Era un símbolo de responsabilidad el calcular las actividades de la jornada por sí mismo. Los diseños y marcas para varones destacaban la masculinidad, el deporte, la vanguardia tecnológica y el poder económico. Los de mujer, acentuaban su aspecto de joya y la modernidad de la “mujer activa”. Curiosamente, el reloj era también un obsequio pensado para premiar  a los jubilados. Solemne tradición que los relojes digitales, omnipresentes en todos los aparatos electrónicos, ha dejado atrás. Hoy, se compran por frivolidad o lujo, más que para ver la hora. Esta última función ha sido delegada a los celulares y a sus equivalentes de pulsera.

 

¿Movimiento hacia la eternidad? 
Los relatos antiguos dicen que cuando el Padre celestial expulsó del Paraíso a Adán y Eva, se puso en marcha el engranaje del tiempo. Es decir, el movimiento constante que va dejando las huellas de un antes y un después. En los caminos del bien y del mal, surgieron las bifurcaciones, salud-enfermedad, juventud-vejez, luz-oscuridad, construir-destruir, nacer-morir. Junto a ello, el medir el universo se transformó en culto y luego, en ciencia. ¿Con cuántos métodos el ser humano ha calibrado su paso sobre la Tierra? Celebrar las estaciones del año, seguir el dibujo del firmamento, analizar la largura de las sombras, observar la arena o el agua en las clepsidras, escuchar el canto del gallo, las campanas de las iglesias y el ruido de los trenes. Todo lo que se torna en sólida rutina se puede establecer como medida de la jornada. 
La verdad escondida del tiempo ha asustado también a los hombres. El dios Saturno o Cronos en su capacidad de “devorar a sus hijos” es una suerte de terror que el pintor español, Francisco de Goya, visualizó como un monstruo hambriento de la flor, del insecto efímero y del bebé que cierra sus ojos a la hora de nacer. Como dice el tango: “no somos nada”. 

 

Como cuentos de hadas
Aquellos relojes de pared, con sus pajaritos de madera, sonidos musicales, agradable artesanía y misterioso “tic-tac” simulaban cuentos de hadas, historias inconclusas, porque la palabra “fin” implica cerrar un capítulo o toda una novela. Y eso no nos gusta. Su tecnología mecánica nos habla de cómo eran las cosas antes, cuando el tiempo transcurría lento porque las vidas eran cortas. En un universo cambiante, el disfrutar el presente es un arte que la abundancia permite, sin embargo, el exceso de estímulos y la simulación virtual de la realidad, nos alejan del verdadero significado de las huellas que vamos dejando en el camino entre el bien y el mal. Así será, hasta que recuperemos el Paraíso. Mientras tanto, como dijo el filósofo Heráclito, nos bañamos en el río, creyendo que se trata de la misma agua, pero es una ilusión. “¡Cucú!”