Existe una historia íntima y efímera en las prendas de vestir. Una vez adquiridas en la tienda o encargadas al taller de costura, el vestuario adquiere el lenguaje del usuario, se funde en una segunda piel. Es en estos primeros usos, cuando una tenida se convierte en favorita, se elige para “ocasiones” o decepciona. Hay consenso en atesorar atuendos de hitos memorables: graduaciones, matrimonios, bautizos o eventos con significado. Sin darme cuenta, me descubrí apegada a ciertas piezas de vestir de uso cotidiano, sin valor aparente. He aquí el relato de un pantalón y un chaleco, los que a pesar de su deplorable estado, era incapaz de darles una textil sepultura entre los desechos del hogar.
Los jeans de patchwork
Fueron un inesperado acierto de tienda chica. “Han sido hechos para ti” diría un hada madrina de las modas. Corría el año 2004 en la ciudad de Santiago. Estaba emergiendo del duelo por el fallecimiento de mi mamá en el 1999. Mi hermana y yo tomábamos consciencia de nuestra orfandad, ya que nuestro padre había partido décadas atrás. La atmósfera de aquel 1999 era apocalíptica. Se hablaba de un colapso de los computadores y anunciaban profecías de todos los colores. Además de trabajar y de cuidar a mi progenitora enferma, me hallaba en proceso de anular mi conflictivo primer matrimonio. En aquel tiempo, no existía el divorcio en Chile.
Para el 2004, me había estabilizado emocional y laboralmente. Hacia clases de redacción en dos facultades de la Universidad de Chile, acababa de viajar a España, Perú, Isla de Pascua y el valle de Elqui. Tenía un buen grupo de amigas, aprendí a manejar y me encantaba ir en mi “Citroen rubio” a la casa de mi cuñado y hermana para cuidar a mis sobrinos. Eso incluía quedarse a dormir y disfrutar de sus famosos asados dominicales, plenos de amigos y familia.
Fue en este contexto que, caminado por la Plaza de Armas, me encontré de frente con una tienda en los bajos del edificio Santiago-Centro. Eran ofertas de ropa de segunda mano y otras de procedencia china. Me atrajo un cartel que anunciaba “Jeans de Miami”. Todos combinaban telas en patchwork, bordados, pintura y mostacillas. El más sobrio era el único de mi talla. Me lo llevé al probador. Tenía corte a la cadera y pierna acampanada (“pata de elefante”). ¡Me encantaron! En especial, sus aplicaciones de “animal print”, los flecos y los toques dorados. Compré uno para mí y otro para mi sobrina. Sabía que le quedaría grande, pero eran demasiado lindos y originales. Cualquier costurera podría ajustárselo.
Momentos felices
Desde el principio, esos jeans se convirtieron en mi mejor tenida para las salidas invernales. Eran calentitos y siempre provocaban elogios femeninos o masculinos. “¿Dónde te los compraste? ¿De qué marca son?”, me preguntaban las mujeres en la calle. Son “marca chancho” respondía yo. Un chilenismo que indica prendas sin etiqueta conocida. Los complementaba con suéteres y blusas a tono o en contraste. No eran de oficina, pero lucían perfectos en paseos campestres, playas, cine, compras, encuentros en los barrios Bellavista, Lastarria, Plaza Ñuñoa, visitas informales, en fin. Esos pantalones nunca fallaban para lucir bien y sentirse estupenda. En el 2008, viajaron en mi única maleta rumbo a los Estados Unidos. Calzaron sin problema con el sombrero country de felpa que me regaló Charlie. Al igual que en Chile, las gringas me preguntaban sobre su procedencia. El contar la historia de los jeans llegó a ser parte del gusto de usarlos. Con el tiempo, la tela se empezó a gastar. Después, la moda ya no era en las caderas y desde el 2022, me quedaron muy ajustados, aunque con chaquetas largas, “pasaban piola”. Alguien me sugirió ponerle unos parches extra para reforzar las costuras en la parte trasera. No en vano, llevaba dieciocho años sentándome en ellos. Poco a poco, fueron quedando colgados en el clóset, en espera de soluciones. No quería aceptar su obsolescencia. A veces, regalar consuela, pero es vergonzoso dar a otro un pantalón gastado. Evalué cortarlos en tiras y rellenar cojines. Ese truco lo había empleado con la ropa de mis muñecas cuando llegué a la adolescencia y desaparecieron de mi entorno. Fue una forma de sentirlas junto a mí, bajo los almohadones. Así llegó el 2025.
El chaleco rosado
En octubre del 2008, durante mi primer mes en los Estados Unidos, mi futuro esposo fue a un congreso de trabajo a Reno, Nevada. A su regreso, me trajo una camiseta de algodón celeste a juego con un chaleco sin mangas rosado. Recuerdo que fue una sorpresa que me emocionó mucho, porque estábamos en los preparativos de nuestro matrimonio y yo había traído poca ropa de Chile. Era un atuendo ideal para la temporada de Otoño. Imposible contabilizar las veces que me lo puse. De hecho, la camiseta celeste se manchó unos cinco años más tarde (la destiné a trapo de limpieza para no desecharla tan rápido). El chaleco tuvo una vida más larga porque, al ser abrigado y sin mangas, lo utilizaba poco. Cuando se comenzó a desteñir, lo seguí usando en mi estudio para pintar. Me negaba a deshacerme de él. Era un recuerdo de mi adaptación a Virginia, los papeleos de la “Green card”, cenas románticas en el porche, caminatas con Chloe, la perrita de Charlie, que murió de vejez casi en la misma época en que manché la camiseta de Reno. Así llegó el 2025.
El desapego
En mayo, durante una limpieza general, decidí rendirme al desapego. Con el celular tomé fotos de ambas prendas. Me despedí y las puse en una bolsa que sumergí en la basura. No miré atrás. Era el fin de un pantalón y de un chaleco feliz. Falso, eran las certezas materiales de momentos inolvidables, pero la verdadera memoria, el sabor del alma se quedó en el corazón y las palabras elegidas para contar su historia.
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