domingo, 2 de enero de 2022

La huella de los libros

 


Gracias a nuestra madre, mi hermana Ángeles y yo aprendimos a fascinarnos con los libros. Ella sabía que el amor por las palabras surge cuando van presentadas de acuerdo a la edad. 
Nuestra primera colección fueron cuentos de hadas en edición económica.  No teníamos prohibición para retocarlos con nuestros lápices. Esta etapa coincidió con las maravillas del silabario Hispanoamericano, texto escolar obligado en las escuelas que se empleaba para aprender a leer y escribir: “Pa, pe, pi, po pú…papá, pipa, pepe”. Se iniciaba con la consonante “P” de “Pilar y eso me hacía sentir importante. 
En el nivel avanzado, el silabario  incluía relatos. Me asustaba la ilustración del “Gigante”pero me cautivaba la de un poema al tren, que mostraba la locomotora corriendo por los rieles mientras algunas cabras saltaban junto a él. Cada día abría las páginas esperando que el “trencito chu-cu-chú”  y las cabras ya no estuviesen allí.
Me pasaba lo mismo con la palabra “Fin” que decoraba el epílogo en los cuentos de hadas. Duendes con brochas pintaban las letras y parecían a punto de terminar. Una vez a la semana abría el texto, deseando sorprender a los pintores con su obra concluida.
Mamá nos compró una cajita en forma de biblioteca que contenía diez cuentos en tamaño miniatura. Los usábamos para enseñarle a leer a las muñecas. Descubrí que me gustaba enseñar. 
Los naipes, las rosas y los espejos nos llevaban al mundo de “Alicia en el País de las Maravillas”. Lo tuvimos en la versión infantil y en el original, con las tan inglesas ilustraciones de Lewis Carrol. Esos enigmas matemáticos, adivinanzas y personajes delirantes me abrieron los horizontes literarios. En suma, me hice adicta a la lectura. 

          Letras desde Barcelona

          Desde Barcelona, la tía Carmen nos enviaba libros y la revista “Hola”, que contenía las vicisitudes de los reyes europeos, los cantantes, modelos y actores de moda. Nos servían para dibujar historietas y a crear collages, combinando caras y vestidos.  El texto impreso no era sagrado, sino que una herramienta para aprender y jugar. Salvo, por supuesto, los ejemplares que mamá colocaba en  el mueble especial construido por mi padre.

Cuando yo tenía doce años, mi tía nos envió la novela juvenil “Marta y el misterio de la mansión” de Julie Campbell. Era la historia de una niña de mi edad, quien junto a sus amigos descubría los secretos de una casona abandonada en un bosque. Esa lectura coincidió con la máquina de escribir Remington que mi madre trajo a la primera casa de Santiago, donde vivimos después de dejar atrás Lota y Saladillo. Era un modelo desechado en las oficinas de Codelco-Chile, en la que era secretaria. La nueva adquisición fue instalada sobre el escritorio de la llamada “pieza azul”. Era una habitación pequeña, con muros celestes, destinada a las costuras maternas y a nuestras tareas escolares.
El sonido de las teclas, la campanilla del carrete y la cinta móvil, fueron una atracción magnética para mí. En hojas de cuaderno escribí un intento de novela que titulé: “El criminal del bosque Jacinto”. La influencia se dio también por la afición que mamá tenía en ese tiempo ante los misterios de Agatha Christie y el terror de Edgar Allan Poe. 
Con mi hermana leímos a dos voces “Las minas del rey Salomón” de H. River Haggard, cuyo personaje principal (el buenomozo arqueólogo Allan Quatermain) iluminó nuestras germinales fantasías románticas.  “Sinuhe el egipcio” y “Marco el romano” de Mika Waltari, nos avivaron la curiosidad por la antigüedad, época que nos estaban enseñando en el colegio.

 

El encanto de "Mujercitas" y los marcianos

     Por supuesto, también leímos “Mujercitas” de Louisa May Alcott. De las cuatro hermanas, admiré a Elizabeth, la más generosa, capaz de morir por cuidar a niños tuberculosos. También me gustaba Amy. Era totalmente opuesta a Beth, pero siempre conseguía todo lo que deseaba, desde ser la favorita de la tía rica, viajes, clases de arte y hasta el novio de Jo, En este punto, nunca entendí las razones de la protagonista para renunciar al amor en favor de su hermana chica.

“Papaíto Piernas Largas” de Jean Webster, me servía para motivarme a estudiar las asignaturas difíciles como matemáticas, química y física. Encontraba fascinante que una joven pobre pudiese estudiar en un colegio tipo castillo, gracias a un benefactor que resultaba siendo un atractivo galán dispuesto a casarse con ella. 
Sin embargo, fueron “Crónicas marcianas” de Ray Bradbury y “La amortajada” de María Luisa Bombal, las que despertaron mi imaginación y sensibilidad. Escribí los cuentos “El Planeta extrasensorial” y “el ataúd”, inspirados por esos argumentos tan disímiles y desafiantes. El espacio extraterrestre y sus infinitos era todo un desafío al ser humano. Por otro lado, el fantasmal relato de la Bombal me aventuraba en lo sobrenatural. Al leer más de la Bombal me interesé por  la intimidad femenina. Así, me identifiqué con los temas de la mujer. Por eso, me hicee lectora de la revista “Paula” que compraba mi tía María Isabel. En esas páginas conocí las columnas “Los Impertinentes” y “Civilice a su troglodita” de Isabel Allende, futura escritora que me impactaría en mis tiempos universitarios, al punto de realizar mi memoria sobre sus dos novelas “La Casa de los Espíritus” y “De Amor y de Sombra”. Hasta la fecha, sigo pensando que fueron sus mejores obras

Veranos de lectura playera 


      Entre los quince a los veinte años los libros se relacionan con los veraneos familiares. Mi mamá nos regalaba o se conseguía en la biblioteca de Codelco, novelas para alimentar el espíritu entre playas, sol y paseos. En ese tiempo, las cabañas que arrendábamos en Algarrobo, El Quisco o Viña del Mar no tenían televisión. Lo cierto es que todo el mundo leía en los veranos. El retorno al colegio o universidad implicaba comentarlos.  Recuerdo haber sostenido profundas conversaciones en la cafetería con Luis Opazo y Guillermo Espíndola, compañeros de curso con los que compartía la euforia del realismo mágico.  Entonces, leí muchos autores que reflejaban la identidad latinoamericana como José Donoso, Alejo Carpentier, Mario Vargas Llosa, Julio Cortazar y Jorge Luis Borges. Eran una forma de comprender mis raíces y la actualidad. 
Cuando me titulé de Periodista en la Universidad de Chile, la vida laboral  me obligó a disminuir la cantidad de lecturas anuales. Influyó también que se diluyera el grupo de amigos lectores. También, el avance de nuevas tecnologías. Los cine clubs, el TV-Cable y los CD’s, abonaron el terreno para el lenguaje audiovisual. En forma simultánea, las industrias editoriales perdieron la relevancia que las había caracterizado durante todo el siglo XX. 

El último autor que me conmovió fue Hernán Rivera Letelier, con su saga de relatos basado en las salitreras y las inmensidades del desierto de Atacama. Yo estaba casada con mi primer marido, un prestigioso periodista copiapino, cuya gran virtud fue transmitirme el amor por el norte chileno, un territorio que aprendí a querer. Cuando evoco los relatos de Letelier, me surge una clara simbología entre la desolación de sus pampas y la desolación que estaba oxidando mi alma durante la década de los 90’s. Por supuesto hay más...pero ya es otra historia. 

(María del Pilar Clemente B.)

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