martes, 17 de noviembre de 2020

EL AGUA MÁGICA DE MI INFANCIA




El agua humedeció con su lenguaje sinuoso mis primeras palabras. Fue en  el sur,  en Lota, un pueblo manchado de hollín, azotado por la lluvia y cruzado por las venas subterráneas del carbón. La rítmica voz del agua golpeaba los cristales de mi ventana. Podía pasar horas viendo cómo las melódicas gotitas se transformaban en lágrimas, mientras afuera, el viento doblegaba los grandes eucaliptos de la quebrada. 

El agua me saludaba con distintas voces. Jugaba con ella en la tina del baño y se escapaba por la manguera sucia, regando el huerto de mi madre. En las playas, el canto de las olas mezclaba  espuma felina y sal. Mi punto favorito era el cristal donde  la arena se fundía con los escalones acuáticos que llevaban hacia un horizonte azul pizarra. El abismo sumergido  de la Bahía de Arauco aplastaba la furia del Pacífico en un descanso profundo. Así, las lejanas olas gigantes se derramaban (vencidas) en terrazas líquidas que se diluían en la arena suave de la orilla. Ese punto del encuentro agua-tierra era leve, casi alado. Flotaban pedacitos de algas y las pulgas marinas se escondían en sus túneles. Me maravillaba hundir solo los dedos de mis pies para balancearme en ambos  universos.

Los primeros escalones de agua eran cristalinos como las piletas del parque de Lota. Era la zona de los niños. A la altura de las caderas, se tornaban turbias y se percibía  la energía interna de la ola madre, destrozándose varios metros  más atrás. Cuando la espuma blanca me rodeaba el pecho, era el momento de regresar nadando, pues solo los adultos seguían la marcha hacia el muro de agua verde, listo para engullir  la gravedad rota del largo viaje oceánico.


Piscinas y rosas

El agua era mansa, dulce y doméstica en la piscina del Club Social. Se ingresaba por una puerta de fierro forjado que se abría a un sendero de baldosas amarillas, un camino encantado que  serpenteaba por un jardín de rosas blancas y rosadas. El motor del filtro, con sus cascadas alegres, me daba la bienvenida. Llegar primero  ofrecía la oportunidad de saltar desde el trampolín al espejo prístino del agua. Se parecía a las dunas de arenas lisas en las playas perfiladas tras los bosques de Laraquete. Ese primer salto quebraba el cristal y multiplicaba el mosaico color turquesa del fondo. Jugábamos a crear olas en los lavapies, un ingenuo remedo del océano. El agua debe haberse reído a su manera, haciéndose la inocente. Solo el verde esmeralda de la parte mas profunda de la piscina me hacía recordar las corrientes marinas, los cuentos sobre ahogados y naufragios.


El Salto del Laja

Recuerdo algún paseo al Salto del Laja, donde me aferré a las manos de mi papá ante el vértigo de las cataratas enormes. Altura, espuma y estruendo multiplicado.  Voz ancestral, telúrica y mortal para quien osara desafiarla, ajena a las aguas ornamentales del parque. La catarata se ancló en mis pesadillas infantiles con un lenguaje oscuro y amenazante. Observé esa furia líquida, rugiente y pulverizada, arrastrándose en corrientes tornasoladas, abriéndose paso entre muros de piedra bruta. Luego, como cansados o aburridos, algunos brazos se relajaban traviesos entre rocas y juncos. Se iban en arroyos cantarines para formar pequeñas playas, respiros amables en su vertiginosa carrera hacia el mar. 

Eso ocurrió el mismo verano en el que mis padres, mi hermana y yo nos aventuramos en citroneta por caminos rurales, siguiendo el caudal de algún río majestuoso. Al atardecer acampamos en un meandro dulce, quieto y perfumado  de  hierbas acuáticas, poblado de aves y de insectos zumbadores. Me daba miedo pensar que saltando un borde de piedras, podía caerme a la poderosa corriente blanca (sin duda, habría una catarata por ahí). 

Cuando oscureció, no hubo luna. Se escuchaba el rumiar transparente del agua, acompañado por el sonido trepidante de las hojas. Los grillos y otros seres insospechados completaban aquel concierto nocturno. Entonces, creí que las estrellas bajaban del cielo a danzar. “Son luciérnagas”, explicó mi mamá. Durante un tiempo mágico, el bosque se engalanó de luces juguetonas. Me pregunté si los humanos seríamos capaces de sentirnos menos intrusos. Esa noche mi mente infantil se contactó con el ancestral lenguaje del agua y  de la naturaleza maravillosa. 

(María del Pilar Clemente B.) 

2 comentarios:

  1. FELICITACIONES por acercarme a mi infancia, con ese canto eterno de kas aguas por doquier en nuestra Región del Bío Bio. Conocí, como tú, en aquellos años Lota, Laraquete y el Salto del Laja. Los une esa red húmeda, que tan bien relatas. Gracias por compartir tus remembranzas, similares a las mias en este mismo territorio.

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  2. Maravilloso Pili, tienes un don increible, el agua a nadie se le olvida, pero pensastes en cada instancia tan perfectamente, te felicito.un gran abrazo desde Chile.

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