jueves, 18 de junio de 2020

Los Vestigios Cotidianos de Oreste Plath

 

Oreste Plath fue un gozador de cada minuto, un investigador incansable del folclore popular, de las tradiciones, las costumbres, el lenguaje y todos esos detalles que forman el alma de una comunidad, pueblo o nación. “El Santiago que se fue, apuntes de la memoria” fue su libro póstumo, publicado en 1997, al año de su fallecimiento.  Es un testamento y testimonio a la vez. Cada capítulo rescata edificios, restaurantes, teatros, barrios y personajes que alguna vez habitaron la geografía del gran Santiago de Chile.

Solemos hacernos la ilusión de que los hitos citadinos nos acompañarán durante generaciones. Lo cierto es que toda constructo humano depende de catástrofes naturales, guerras y los llamados históricos que convierten en cenizas lo antes venerado. Lo que ayer nos parecía eterno; al siguiente día ya no está. El incansable Oreste tuvo ojo para captar la escasa importancia que en Chile se da al valor patrimonial cultural y natural. La actual desacralización y desplome de monumentos ha puesto el tema en el tapete, sin embargo, los destrozos, demoliciones, incendios intencionales, uso indiscriminado de aguas y tala de bosques nativos se arrastra desde muchas décadas atrás. Ya la sociedad post-Independencia se apresuró en reemplazar la arquitectura colonial por el “nuevo estilo francés”. ¡Hasta el legendario puente de Cal y Canto no sobrevivió a la picota! Pese a las guerras y los horrores, en muchos países duele  deshacerse de la memoria. De hecho, la consideran parte del turismo.

Paseando por lo que ya no está

Rincones donde los poetas y estudiantes de los años ‘30s, pasaban su tiempo, viejos periodistas autodidactas, La Piojera, Confitería Torres, El Bosco, la pérgola de las flores, El Goyesca, el portal Fernández Concha, la Alameda de las Delicias, los tranvías, la Quinta Rosedal, el Hotel Crillón y nombres de personajes como Tito Mundt, Joaquín Edwards Bello, Marta Brunet, Teresa Wilms Montt, Romeo Murga, la viuda de Vicente Blasco Ibáñez, Miguel Fernández Solar, Pablo de Rokha, Andrés Silva y toda una cohorte de fantasmas, me hacen evocar una ciudad en escala humana, donde sus habitantes confluían en similares espacios públicos. Épocas en las que el antiguo centro era el polo económico-político y recreacional de la capital. ¿Cuándo los santiaguinos dejaron de sentirse una comunidad? ¿Alguna vez lo fueron? Preguntas que se asoman al releer las páginas de este libro. Recuerdo que lo compré para apoyar mi gusto por descubrir lugares especiales de Santiago. Por largo tiempo tomé el desafío de subir a un microbús con alguna vaga referencia y sorprenderme con el encanto de alguna calle, boliche, plaza o monumento. Lamento que no existieran entonces las redes sociales para haber dejado constancia de mis “descubrimientos”.

El poder de la anécdota

En todos los libros, Oreste Plath cumplió con el rol de registrar lo que su insaciable curiosidad iba captando: juegos infantiles a los que nadie daba importancia, “picadas” culinarias, anécdotas de famosos (y no tanto) dramas de tinta roja, fiestas tradicionales, las animitas, el lenguaje de la calle, la identidad de los campos y ciudades. Tomó notas de todo. Quizás sabía o intuía que la memoria se afirma en la fragilidad de ser replicada por las nuevas generaciones. Por eso, el libro estremece, pues valora lo que nos parece tan cotidiano. Algo que esta pandemia y los estallidos sociales en varias partes del mundo nos han cuestionado: ¿Cuánto dura todo? ¿Qué es la “normalidad”? ¿Qué nuevas tradiciones y costumbres están por nacer?

  

 

 

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