Oreste Plath fue un gozador
de cada minuto, un investigador incansable del folclore popular, de las
tradiciones, las costumbres, el lenguaje y todos esos detalles que forman el
alma de una comunidad, pueblo o nación. “El Santiago que se fue, apuntes de la
memoria” fue su libro póstumo, publicado en 1997, al año de su fallecimiento. Es un testamento y testimonio a la vez. Cada
capítulo rescata edificios, restaurantes, teatros, barrios y personajes que
alguna vez habitaron la geografía del gran Santiago de Chile.
Solemos hacernos la ilusión de
que los hitos citadinos nos acompañarán durante generaciones. Lo cierto es que
toda constructo humano depende de catástrofes naturales, guerras y los llamados
históricos que convierten en cenizas lo antes venerado. Lo que ayer nos parecía
eterno; al siguiente día ya no está. El incansable Oreste tuvo ojo para captar
la escasa importancia que en Chile se da al valor patrimonial cultural y
natural. La actual desacralización y desplome de monumentos ha puesto el tema
en el tapete, sin embargo, los destrozos, demoliciones, incendios intencionales,
uso indiscriminado de aguas y tala de bosques nativos se arrastra desde muchas
décadas atrás. Ya la sociedad post-Independencia se apresuró en reemplazar la
arquitectura colonial por el “nuevo estilo francés”. ¡Hasta el legendario puente
de Cal y Canto no sobrevivió a la picota! Pese a las guerras y los horrores, en
muchos países duele deshacerse de la
memoria. De hecho, la consideran parte del turismo.
Paseando
por lo que ya no está
Rincones donde los poetas y
estudiantes de los años ‘30s, pasaban su tiempo, viejos periodistas
autodidactas, La Piojera, Confitería Torres, El Bosco, la pérgola de las
flores, El Goyesca, el portal Fernández Concha, la Alameda de las Delicias, los
tranvías, la Quinta Rosedal, el Hotel Crillón y nombres de personajes como Tito
Mundt, Joaquín Edwards Bello, Marta Brunet, Teresa Wilms Montt, Romeo Murga, la
viuda de Vicente Blasco Ibáñez, Miguel Fernández Solar, Pablo de Rokha, Andrés
Silva y toda una cohorte de fantasmas, me hacen evocar una ciudad en escala
humana, donde sus habitantes confluían en similares espacios públicos. Épocas
en las que el antiguo centro era el polo económico-político y recreacional de
la capital. ¿Cuándo los santiaguinos dejaron de sentirse una comunidad? ¿Alguna
vez lo fueron? Preguntas que se asoman al releer las páginas de este libro.
Recuerdo que lo compré para apoyar mi gusto por descubrir lugares especiales de
Santiago. Por largo tiempo tomé el desafío de subir a un microbús con alguna
vaga referencia y sorprenderme con el encanto de alguna calle, boliche, plaza o
monumento. Lamento que no existieran entonces las redes sociales para haber
dejado constancia de mis “descubrimientos”.
El
poder de la anécdota
En todos los libros, Oreste
Plath cumplió con el rol de registrar lo que su insaciable curiosidad iba
captando: juegos infantiles a los que nadie daba importancia, “picadas” culinarias,
anécdotas de famosos (y no tanto) dramas de tinta roja, fiestas tradicionales,
las animitas, el lenguaje de la calle, la identidad de los campos y ciudades.
Tomó notas de todo. Quizás sabía o intuía que la memoria se afirma en la
fragilidad de ser replicada por las nuevas generaciones. Por eso, el libro
estremece, pues valora lo que nos parece tan cotidiano. Algo que esta pandemia
y los estallidos sociales en varias partes del mundo nos han cuestionado: ¿Cuánto
dura todo? ¿Qué es la “normalidad”? ¿Qué nuevas tradiciones y costumbres están
por nacer?
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