jueves, 9 de octubre de 2025

MARIA DEL MAR (Y MI CASI YO)


La mitad de mi historia familiar y personal ha sido construida alrededor de Barcelona. Cuando mi padre zarpó desde esa histórica ciudad hacia Sudamérica en 1956, los largos tentáculos de la nostalgia se enroscaron en su corazón en un abrazo invisible que traspasó a sus hijas. A través de relatos, viajes y cartas de la tía Carmen, los colores de España fueron ocupando un lugar en el imaginario de mi memoria. Cada vez que retorno a sus calles góticas, al sabor de sus tascas y a su glamour arquitectónico, me resuenan los ecos de una patria posible. Involuntariamente, siempre comparo con aquel “viaje fundacional” de 1969, el único en el que aterrizamos como familia de cuatro. A mis cinco años, el contraste con el humilde pueblo de Lota y el calidoscopio cultural de Europa, quedó grabado a fuego en mis sensibles impresiones de niña. Fue la única oportunidad en que pude conocer a mi abuelo Pedro Clemente. Todos los demás, ya habían fallecido. 

Una vez más, en Barcelona


Hoy, llevo casi una semana en Barcelona. Alojada en el departamento de mi sobrina Ángeles Aldunate Clemente y su esposo Javier, me siento como testigo de un relevo generacional. Un 28 de junio del 2023, ambos dejaron Chile atrás para instalarse en la ciudad de nuestros ancestros. Esa fecha calzó justo con el aniversario del accidente minero donde mi papá perdió la vida en 1970. El año pasado, un 28 de junio se cayó misteriosamente desde la pared una fotografía de mi papá. Había sido tomada en su escuela infantil, con el mapa de España a sus espaldas. Según la leyenda familiar, mi padre nunca dio por cerrada la posibilidad de volver a su tierra natal. Era un perfecto hombre del Mediterráneo. No embustero ni jugador, como lo describe Joan Manuel Serrat en su canción, pero sí de espíritu libre y divertido. Cada vez que íbamos a poner flores al mausoleo Magallanes en el Cementerio General y observaba su nombre tallado en piedra chilena, sentía el llamado de seguir los pasos perdidos y volver al lugar donde la mesa quedó puesta en su espera. Bajo este impulso saqué mi nacionalidad en 1990. Por esas paradojas del destino, terminé casada con un gringo y radicada en los frondosos bosques de Virginia. Aunque mi sobrina nunca lo soñó o planificó, es ella quien está recogiendo la cuerda de cristal que siempre dejan los espíritus arrancados bruscamente de la Tierra. 

Raíces familiares




Mi primo Ángel es el único que queda de las familias Paz y Clemente. En otros tiempos, muchos Paz deambulaban por Navarra y Cataluña. La pareja ancla eran mis tíos José y Carmen. Narradores de anécdotas, fueron custodios de las travesuras infantiles de mi padre. Con el matrimonio se unió Dolores, catalana típica, de idioma local, duro carácter y generoso corazón. Era como suele verse a las mujeres en estos rumbos, flaquita, ojos claro y cabellos de miel oscura.  Casi todos han fallecido. En cuanto a los sobrevivientes, los frutos de las nuevas ramas se encuentran demasiado lejos del tronco. Ángel, ya mayor, hizo su propio recorrido urbano hacia sus raíces. Salió de Santa Coloma de Gramanet para instalarse en el barrio céntrico de Fabra y Puig. Allí, lo ampara como un viejo centinela, el edificio de cinco pisos donde vivieron sus padres José y Carmen. Hay una foto donde mi papá se asoma a uno de los clásicos balcones redondos del piso superior. La dirección “Fabra y Puig 51” era la llave mágica de las cartas que llegaban desde Europa a nuestra casa de Lota, en Arauco. Por supuesto, allí alojamos en aquel viaje de 1969. 
Nos juntamos a comer junto a mi primo en un restaurante de barrio. A sus ochenta y dos años, Ángel luce cansado. Afortunadamente, su hija Chus hizo muy buen contacto con mi sobrina. Cuando dejemos este mundo, serán ellas las que construyan el futuro de la familia en Barcelona, un reencuentro entre Chile y España. 

Catedral María del Mar



Todo esto lo pensé cuando ingresé a la catedral de Santa Maria del Mar, en el barrio Born, cerca de la costanera marina. En esa magnífica grandiosidad de los templos góticos, me sentí abrazada por la atmósfera casi sobrenatural del tiempo suspendido. Pensé en las realidades paralelas que suelen tener los lugares de historia centenaria. En las piedras parecían circular las sombras de los picapedreros. Murmullos extintos me llegaban desde rincones antiguos. Afuera, se vigorizaba el bullicio present4e de los paseantes del siglo XXI y las callecitas de arquitecturas sobrepuestas. En la catedral era fácil darse cuenta de nuestro efímero paso por los senderos de la vida. Los Paz Clemente son solo una pequeña pieza en el complejo rompecabezas de los habitantes de Barcelona.  ¿Cuántos rieron, amaron o sufrieron antes que ellos? Íberos, romanos, reyes, caballeros, marineros, artesanos, judíos, católicos, moros. Fábricas, guerras, estudiantes, rockeros, Picasso, Dalí, Gaudí. Cada historia célebre ensamblada con otras desconocidas. Recordé que alguna vez quisieron bautizarme como María del Mar, en honor a este sagrado edificio. Un nombre que llegó muy tarde a Chilea través del correo postal. Quedé en María del Pilar Clemente o York, apellidos móviles de acuerdo al territorio. Anécdotas, familia, existencia. Cierto, las piedras quedan y nuestros cuerpos desaparecen, pero los lugares amados conocen el secreto de cobijar todo lo que alguna vez fuimos, incluidos nuestros sueños.  

domingo, 17 de agosto de 2025

MADRE E HIJA A LOS VEINTIDÓS




Desde su mágica invención, la fotografía es un arte que dialoga con oxidadas historias de fantasmas. A  diferencia de una pintura, congela para siempre un instante que la crueldad del tiempo se encarga de convertir en un espíritu del ayer. Hace poco, ordenando cajas con papeles, cartas y documentos, me encontré con numerosas fotos familiares. Dos retratos en blanco y negro me llamaron la atención. Uno era de mi mamá y el otro, mío. Aunque me han acompañado por décadas, recién ahora me fijé en un detalle clave. Fueron tomados cuando ambas teníamos veintidós años. ¿En qué estábamos pensando? ¿Cuál fue la situación detrás de la cámara? 


Dulzura  y esperanza de 1958


Olga, mi madre, se encuentra asomada en una ventana y parece conversar con alguien situado en el piso inferior. Dada su naturalidad, se trata de un acierto fotográfico logrado por su primo Sergio Troncoso, aficionado a las modernas cámaras que algún amigo traía desde los Estados Unidos a Chile. La ventana corresponde a uno de los dos departamentos del edificio emplazado  en la esquina de Marín con avenida Italia, en Santiago. Era (y es) un barrio residencial, muy cercano al centro de la ciudad. La sombrerería de la familia Girardi y las pastas de los Piamonte (precursores del restaurante Da Noi) habían dado el nombre a la avenida principal. A unas pocas cuadras, se hallaba la parroquia San Crescente, eje del barrio Santa Isabel. Varios miembros de la familia Magallanes habían protagonizado en ella matrimonios, bautizos y funerales.  Siguiendo la tradición, mis padres se habían casado allí en 1957. En el momento de la fotografía, arrendaban el departamento colindante al de los Troncoso Magallanes, en el segundo piso.  Al atardecer, ambas familias cerraban la puerta del primer nivel y abrían las de cada hogar. Los primos llegaban con sus cónyuges e hijos y se armaban improvisadas tertulias, sazonadas con los exquisitos cócteles que preparaban Sofía y la mamaJovita, maestra de la cocina.  Miguel, mi papá, era el “español recién llegado” y todos se esmeraban por acogerlo. Les gustaba escucharlo cantar zarzuelas y declamar poesías. 


Época feliz


A sus veintidós años, Olga iniciaba una etapa resplandeciente, reflejada en su confiada y breve sonrisa. En su mirada, hay una dulzura que los párpados ocultan con disimulada coquetería. Además de estar enamorada y en plena luna de miel, tiene un empleo que le fascina. Es secretaria en la agencia de publicidad McCann-Erickson, donde se relaciona con la vanguardia creativa de esos años. Pronto habrán elecciones presidenciales, en las que Jorge Alessandri figura como posible ganador. En las tertulias de Marin se habla amigablemente de política. Ni la revolución cubana ni el terrible terremoto de 1960 ocurren aun. Es un periodo de estabilidad económica y todos hablan de asistir al Estadio Nacional para aplaudir el clásico futbolero entre los equipos de la Universidad de Chile y la Católica. Mi mamá se siente acogida, el futuro le hace guiños prometedores. Ahora tiene la fuerza para cicatrizar las heridas de su infancia. Esa  luz interior le ilumina el rostro y la embellece en su relajado atuendo cotidiano. Ella conversa con alguien en la calle, el barrio, sus tiendas, cafeterías y su gente, son parte de su nueva vida de mujer casada. ¿Soñará también con ser madre?


La romántica de 1984


Mi retrato no tiene nada de natural ni de “acierto”. Es una producción con un fotógrafo profesional. Llevo casi un año haciendo la práctica periodística en El Mercurio. Eran seis meses, pero me lo han prolongado, lo que es una buena perspectiva porque el diario se  encuentra enfrentando la crisis económica de 1982. Los encargados de finanzas han descubierto que las  fotos ilustrativas de reportajes se pueden hacer con la buena disposición del personal existente. Estimular la vanidad de “salir en la prensa” significa un ahorro en modelos y en la compra de material gráfico. Para el caso de la foto, se trataba de un tema solicitado por la Revista Ya, relacionado con el cuidado del cabello.  Alguien me sugirió participar en las pruebas.  ¡Mil películas pasaron por mi mente! El ego subió. Me dieron libertad para llegar vestida según mis preferencias. Escogí una blusa ornada de encajes blancos. Según yo, me otorgaba un look romántico de etérea belleza. Homero Monsalve fue el fotógrafo encargado de tomar las diapositivas. Al notar mi atuendo, tuvo la gran idea de hacerme posar entre las flores. Al parecer, no pude sonreír en ninguna de las imágenes. Mi rostro refleja conflictos interiores que, entonces, me atormentaban. A mis veintidós años, el futuro me aterrorizaba. Junto a la recesión económica, la tecnología de la prensa estaba cambiando. Acababan de despedir a varios periodistas y funcionarios. La televisión crecía en detrimento de los diarios. ¿Me había equivocado de carrera? Pinochet se encontraba en el poder y las libertades eran pocas. ¿Qué venía ahora? Había cumplido con la meta del colegio y la universidad. El Mercurio no me convencía del todo.  Llevaba varios años de pololeo ¿Casarme? No me sentía enamorada y me daba miedo  decirle la verdad. Mi retrato no fue aceptado. Fue un balde de agua fría. ¿Tan fea soy? Sin duda, buscaban la sonrisa angulosa de Farrah Fawcett o la agresividad punky de Cindy Lauper. Homero me regaló la foto traspasada a blanco y negro. Quedaron impresos unos ojos tristes, aferrados a la nostalgia de una infancia feliz, lejana, decorada con encajes blancos del último cuento de hadas.  




miércoles, 23 de julio de 2025

VESTIDOS PARA UNA PRINCESA

 



 Mi sobrina Ángeles del Pilar  vino al mundo durante un largo y difícil parto. Cuando mi hermana la tomó en sus brazos se encontró con una criatura amoratada por el esfuerzo. Era el 29 de noviembre de 1993. Como tía, me gustó la fecha. El momento exacto en que la primavera se engalana de Navidad, las escuelas viven la memorable “última semana de clases” y el verano estalla en expectativas de mil colores. Por lo mismo, los niños invitados a sus  cumpleaños, siempre lo tomaban como un adelanto a las fiestas de diciembre. Un gozo que se multiplicaba ante las deliciosas fuentes de frutillas y cerezas encumbradas sobre manteles blancos.

 

Aunque la pequeña Ángeles nació en Santiago, su familia residía en Viña del Mar. Allí, mi cuñado y hermana (junto a los socios de Río de Janeiro), acababan de abrir el restaurante “Guris Brasileño” en avenida San Martín. Yo estaba casada en Copiapó y solo puede viajar a verla durante la primera semana de enero. Mi ex marido y yo manejábamos una empresa de comunicaciones y teníamos copada la agenda de eventos.


Ojos de verde curiosidad


Cuando la tuve en mis brazos ella se había convertido en una muñequita rubia, de ojos verdes como almendras invertidas. Una gran ternura se apoderó de mí. ¡Era tan liviana y tan bonita! Fijaba la vista en todo lo que acontecía a su alrededor. Era tranquila, pensadora. Me gustaba acercarla a la ventana. Ella se entretenía con el paso de los autos y los transeúntes. ¿Qué historias imaginaba?  Mi hermana, siempre ingeniosa para los apodos, me llamaba Tía Pepa y a ella: Pinina, Pinita y Pina entre otros. Detuvo su creatividad cuando una simpática señora le preguntó el nombre a la pequeña y ella respondió: “¿Mamá, como me llamo?”


Abuelas encantadas


Las dos abuelas viudas estaban encantadas con la niña. Para la madre de mi cuñado, era “la nieta número trece”. ¡Toda una experta! Mi mamá, apenas podía creer el milagro de ser abuela de una clásica parejita. Aunque todavía trabajaba en Los Andes, dedicó todas sus horas libres no solo a visitarlos, sino que también a vestirlos como príncipes. En ese tiempo, las noticias de celebridades seguían los pormenores de las esposas de los monarcas británicos.  La bella Lady Diana era fotografiada con sus retoños  Williams y Harris. También su cuñada, la pelirroja Sarah Ferguson, madre de Beatriz y Eugenia. Mi progenitora copiaba las ropa de los infantes reales para elevar la elegancia de sus nietos. Salía junto a la  tía Isabel a Patronato en búsqueda de telas lo más parecidas posibles  al modelo. Días después,  se bajaba del bus en Viña con la maleta cargada de tenidas para mis sobrinos. Lucían tan lindos que me fascinaba llevarlos de paseo a la calle. La gente creía que  eran mis hijos, en especial mi sobrina. “Es igualita a tí”, decían. Y eso me llenaba de alegría. 


El calugón “Pelayo”


Cada tres meses viajaba a visitar a los niños. Mi hermana solía encargarme sacar a la calle a la Pinita en su coche de guagua. Arropaba a mi sobrina con un abrigo azul de reina y salíamos rumbo a la aventura. Mi gran problema era el kiosco de diarios y golosinas de la única esquina con semáforo que cruzaba hacia la Plaza Colombia.  En algún momento, mi sobrina aprendió a aferrarse a los calugones “Pelayo” que colgaban en tiras hasta la altura de sus manos. Sin preguntar, abría el papel del envoltorio y se lo metía a la boca. Era horrible ver cómo sus mejillas se hinchaban para dar espacio al enorme dulce. Me daba pánico que se ahogara pero era imposible abrirle los labios y extraerle el calugón. Si lo intentaba, ella gritaba. No me quedaba más que pagar rápido al kiosquero antes de que alcanzara a tomar otro caramelo. Esto ocurría a la ida, ya que al jugar en la plaza o al recorrer la avenida Perú hasta el muelle Acapulco, se quedaba dormida y se olvidaba del kiosco.


Botones de piñas rosadas


Uno de los vestidos que mi mamá más disfrutó de coser fue uno estampado en flores  destinado al cuarto cumpleaños de su nieta. El toque de los botones en forma de piñas rosadas fue muy admirado por los niños y adultos de la celebración. Como dije, aquel último fin de semana de noviembre, solía ser el estreno de las tenidas veraniegas. He ahí el esmero materno en sorprender a su amada Pinita. Mantuvo esta costumbre hasta que falleció en 1999. Durante un par de años, los hermanos siguieron usando aquellos atuendos de príncipes, pero la edad y el crecimiento dejaron  atrás aquellas costuras de la abuelita. 

 


Lo más parecido a ese estilo infantil que encontró mi hermana, fue la tienda Limonada. En ella, siguió comprando vestidos para la niña. Para entonces, yo estaba viviendo en el departamento de Ñuñoa. Una vez, se me ocurrió invitar a los niños a dormir. La única que aceptó fue Ángeles. A mi sobrino (alias Palito) no le gustaba alejarse de sus padres y tenía sus rutinas, como la sopa de las ocho. Él reclamaba por su “zopita” antes de irse a dormir. Por el contrario, su hermana era más independiente y no le molestaba cambiar de menú (en especial si incluía helados). Pasamos muy buenos momentos juntas. La llevaba a andar en Metro, a caminar por Irarrázaval, incluso, fue conmigo a la Facultad de Economía, donde yo hacía clases de redacción. La recuerdo con un vestido cuadriculado en blanco y rosado, fue una de las últimas prendas de niña que usó, antes de preferir los pantalones y zapatillas, tan propios de las adolescentes. 
Se hizo adulta, pero hay cosas que nunca cambiaron en ella. Sus maravillosos ojos plenos de curiosidad, su espíritu travieso y la fortaleza de su espíritu. Un regalo que Dios le dio desde antes de nacer y que hoy ilumina su caminar. 

martes, 15 de julio de 2025

SI LA ROPA PUDIERA HABLAR...

 

 


Existe una historia íntima y efímera  en las prendas de vestir. Una vez adquiridas en la tienda o encargadas al taller de costura, el vestuario adquiere el lenguaje del usuario, se funde en una segunda piel. Es en estos primeros usos, cuando una tenida se convierte en favorita, se elige para “ocasiones” o decepciona.  Hay consenso en atesorar atuendos de hitos memorables:  graduaciones, matrimonios, bautizos o eventos con significado. Sin darme cuenta, me descubrí apegada a ciertas piezas de vestir de uso cotidiano, sin valor aparente. He aquí el relato de un pantalón y un chaleco, los que a pesar de su deplorable estado, era incapaz de darles una textil sepultura entre los desechos del hogar.

 

Los jeans de patchwork 

Fueron un inesperado acierto de tienda chica. “Han sido hechos para ti” diría un hada madrina de las modas. Corría el año 2004 en la ciudad de Santiago. Estaba emergiendo del duelo por el fallecimiento de mi mamá en el 1999. Mi hermana y yo tomábamos consciencia de nuestra orfandad, ya que nuestro padre había partido décadas atrás. La atmósfera de aquel 1999 era apocalíptica. Se hablaba de un colapso de los computadores y anunciaban profecías de todos los colores. Además de trabajar y de cuidar a mi progenitora enferma, me hallaba en proceso de  anular  mi conflictivo primer matrimonio. En aquel tiempo, no existía el divorcio en Chile.
Para el 2004, me había estabilizado emocional y laboralmente. Hacia clases de redacción en dos facultades de la Universidad de Chile, acababa de viajar a España, Perú, Isla de Pascua y el valle de Elqui. Tenía un buen grupo de amigas, aprendí a manejar y me encantaba ir en mi “Citroen rubio” a la casa de mi cuñado y hermana para cuidar a mis sobrinos. Eso incluía  quedarse a dormir y disfrutar de sus famosos asados dominicales, plenos de amigos y familia.
Fue en este contexto que, caminado  por la Plaza de Armas, me encontré de frente con una tienda en los bajos del edificio Santiago-Centro. Eran ofertas de ropa de segunda mano y otras de procedencia china. Me atrajo un cartel que anunciaba “Jeans de Miami”. Todos combinaban telas en patchwork, bordados, pintura y mostacillas. El más sobrio era el único de mi talla. Me lo llevé al probador. Tenía corte a la cadera y pierna acampanada (“pata de elefante”).  ¡Me  encantaron! En especial, sus  aplicaciones de “animal print”, los flecos y los toques dorados. Compré uno para mí y otro para mi sobrina. Sabía que le quedaría grande, pero eran demasiado lindos y originales. Cualquier costurera podría ajustárselo. 

 Momentos felices

 

Desde el principio, esos jeans se convirtieron en mi mejor tenida para las salidas invernales. Eran calentitos y siempre provocaban elogios femeninos o masculinos. “¿Dónde te los compraste? ¿De qué marca son?”, me preguntaban las mujeres en la calle. Son “marca chancho” respondía yo. Un chilenismo que indica prendas sin etiqueta conocida. Los complementaba con suéteres y blusas a tono o en contraste.  No eran de oficina, pero lucían perfectos en paseos campestres, playas, cine, compras, encuentros en los barrios Bellavista, Lastarria, Plaza Ñuñoa, visitas informales, en fin. Esos pantalones nunca fallaban para lucir bien y sentirse estupenda. En el 2008, viajaron en mi única maleta rumbo a los Estados Unidos. Calzaron sin problema con el sombrero country de felpa que me regaló Charlie. Al igual que en Chile, las gringas me preguntaban sobre su procedencia. El contar la historia de los jeans llegó a ser parte del gusto de usarlos. Con el tiempo, la tela se empezó a gastar. Después, la moda ya no era en las caderas y desde el 2022, me quedaron muy ajustados, aunque con chaquetas largas, “pasaban piola”. Alguien me sugirió ponerle unos parches extra para reforzar las costuras en la parte trasera. No en vano, llevaba dieciocho años sentándome en ellos. Poco a poco, fueron quedando colgados en el clóset, en espera de soluciones. No quería aceptar su obsolescencia. A veces, regalar consuela, pero es vergonzoso dar a otro un pantalón gastado. Evalué cortarlos en tiras y rellenar cojines.  Ese truco lo había empleado con la ropa de mis muñecas cuando llegué a la adolescencia y desaparecieron de mi entorno. Fue una forma de sentirlas junto a mí, bajo los almohadones. Así llegó el 2025. 


El chaleco rosado

 En octubre del 2008, durante mi primer mes en los Estados Unidos, mi futuro esposo fue a un congreso de trabajo a Reno, Nevada. A su regreso, me trajo una camiseta de algodón celeste a juego con un chaleco sin mangas rosado. Recuerdo que fue una sorpresa que me emocionó mucho, porque estábamos en los preparativos de nuestro matrimonio y yo había traído poca ropa de Chile. Era un atuendo ideal para la temporada de Otoño. Imposible contabilizar las veces que me lo puse. De hecho, la camiseta celeste se manchó unos cinco años más tarde (la destiné a trapo de limpieza para no desecharla tan rápido). El chaleco tuvo una vida más larga porque, al ser abrigado y sin mangas, lo utilizaba poco. Cuando se comenzó a desteñir, lo seguí usando en mi estudio para pintar. Me negaba a deshacerme de él. Era un recuerdo de mi adaptación a Virginia, los papeleos de la “Green card”, cenas románticas en el porche, caminatas con Chloe, la perrita de Charlie, que murió de vejez casi en la misma época en que manché la camiseta de Reno. Así llegó el 2025. 

El desapego


En mayo, durante una limpieza general, decidí rendirme al desapego. Con el celular tomé fotos de ambas prendas. Me despedí y las puse en una bolsa que sumergí en la basura. No miré atrás. Era el fin de un pantalón y de un chaleco feliz. Falso, eran las certezas materiales de momentos inolvidables, pero la verdadera memoria, el sabor del alma se quedó en el corazón y las palabras elegidas para contar su historia.

miércoles, 16 de abril de 2025

CUANDO EL TIEMPO ERA UN PAJARITO


Durante un viaje al sur de Chile, ingresé a una exposición de relojes antiguos en el Club Alemán de Puerto Varas. Eran obras del siglo XIX traídas a Sudamérica por colonos germanos. Hasta 1980, estos relojes de mesa o pared ocupaban un lugar relevante en los hogares. Yo nunca tuve uno en mi casa, ya que en general llegaban por herencia o por viajes a Europa. Eran caros, hechos para durar. Entonces, saber la hora implicaba detenerse frente a estos objetos de “corazón metálico”, adornados con maderas labradas en forma de hojas, ramas, cornucopias, casitas y animales del bosque.  
Cada ciclo era anunciado con cantos de pajaritos “cucú”, campesinos danzantes, soldados en marcha o carruajes de fiesta. Dulces melodías de carillón celebraban la alegría de estar vivo un día más. Porque de eso se trata el tiempo, del camino entre el nacer y el morir. Ley que rige para seres vivos y objetos materiales. Por ejemplo, el germen de un futuro plato de cristal se encuentra en la arena e ingredientes de su fabricación. Luego, será comprado y servirá durante largos (o pocos) años en alguna mesa familiar, hasta que un accidente (o rabieta) lo transforme en un puñado de vidrios rotos. 

 Relojes como premio

De mi niñez, recuerdo ruidosos despertadores y los locutores diciendo ¿Qué hora es?en las radios locales.  Durante mi adolescencia, los apoderados todavía regalaban finos relojes pulseras a sus vástagos graduados del colegio. Era un símbolo de responsabilidad el calcular las actividades de la jornada por sí mismo. Los diseños y marcas para varones destacaban la masculinidad, el deporte, la vanguardia tecnológica y el poder económico. Los de mujer, acentuaban su aspecto de joya y la modernidad de la “mujer activa”. Curiosamente, el reloj era también un obsequio pensado para premiar  a los jubilados. Solemne tradición que los relojes digitales, omnipresentes en todos los aparatos electrónicos, ha dejado atrás. Hoy, se compran por frivolidad o lujo, más que para ver la hora. Esta última función ha sido delegada a los celulares y a sus equivalentes de pulsera.

 

¿Movimiento hacia la eternidad? 
Los relatos antiguos dicen que cuando el Padre celestial expulsó del Paraíso a Adán y Eva, se puso en marcha el engranaje del tiempo. Es decir, el movimiento constante que va dejando las huellas de un antes y un después. En los caminos del bien y del mal, surgieron las bifurcaciones, salud-enfermedad, juventud-vejez, luz-oscuridad, construir-destruir, nacer-morir. Junto a ello, el medir el universo se transformó en culto y luego, en ciencia. ¿Con cuántos métodos el ser humano ha calibrado su paso sobre la Tierra? Celebrar las estaciones del año, seguir el dibujo del firmamento, analizar la largura de las sombras, observar la arena o el agua en las clepsidras, escuchar el canto del gallo, las campanas de las iglesias y el ruido de los trenes. Todo lo que se torna en sólida rutina se puede establecer como medida de la jornada. 
La verdad escondida del tiempo ha asustado también a los hombres. El dios Saturno o Cronos en su capacidad de “devorar a sus hijos” es una suerte de terror que el pintor español, Francisco de Goya, visualizó como un monstruo hambriento de la flor, del insecto efímero y del bebé que cierra sus ojos a la hora de nacer. Como dice el tango: “no somos nada”. 

 

Como cuentos de hadas
Aquellos relojes de pared, con sus pajaritos de madera, sonidos musicales, agradable artesanía y misterioso “tic-tac” simulaban cuentos de hadas, historias inconclusas, porque la palabra “fin” implica cerrar un capítulo o toda una novela. Y eso no nos gusta. Su tecnología mecánica nos habla de cómo eran las cosas antes, cuando el tiempo transcurría lento porque las vidas eran cortas. En un universo cambiante, el disfrutar el presente es un arte que la abundancia permite, sin embargo, el exceso de estímulos y la simulación virtual de la realidad, nos alejan del verdadero significado de las huellas que vamos dejando en el camino entre el bien y el mal. Así será, hasta que recuperemos el Paraíso. Mientras tanto, como dijo el filósofo Heráclito, nos bañamos en el río, creyendo que se trata de la misma agua, pero es una ilusión. “¡Cucú!”





martes, 17 de diciembre de 2024

LO QUE LAS FOTOS NO CUENTAN

 


Todo buen fotógrafo sabe que la imagen no contiene toda la historia de quienes posan en ella. Son los protagonistas y testigos de la foto, quienes agregan valor a ese tiempo congelado. Por eso, cuando ya no quedan palabras, las figuras se vuelven anónimas en las brumas de lo nunca narrado.

Me tomé esta fotografía frente a la fachada del diario El Mercurio y su otrora célebre jardín de rosas. Esto ocurrió la semana pasada, mientras visitaba la Feria de Navidad que este medio ofrece anualmente en sus terrenos. Excepto aquella fachada y las rosas, en 1984 la realidad era muy distinta para el grupo de profesionales y técnicos trasladados a este lugar desde el tradicional (y muy querido) edificio neoclásico de calle Compañía, en pleno centro de Santiago. Yo era uno de ellos.


Desafíos ochenteros


El verano de 1983, unos veinte periodistas recién graduados y aspirantes a una práctica laboral nos dimos cita en el ex palacio Zañartu, que albergaba las instalaciones del apodado “el Decano de la prensa nacional”. Para ser aceptados, el requisito era realizar un curso de computación en los terminales Harris que estaban reemplazando a las máquinas de escribir y que formaban parte del proceso de edición e impresión. Entonces, solo la Universidad de Chile y la Católica (PUC) impartían la carrera de periodismo en la capital y estas tecnologías aun no llegaban a las aulas. Los interesados fuimos llevados a una moderna sala de computación que contrastaba con la arquitectura del siglo XIX. Ya capacitados, fuimos asignados a distintas secciones. Al poco tiempo notamos un indisimulado nerviosismo en las oficinas. Por todas partes, escuchábamos comentarios como estos:


-¿Quién fue el “genio” al que se le ocurrió la “brillante” idea de trasladar el diario a la cresta del mundo? 

-Estamos en manos de los Chicago Boys. ¿Qué saben estos huevo*** de noticias y reportajes?

-¿Y cómo vamos a cubrir los ministerios, tribunales y el gobierno desde las “alturas de Machu Pichu”? 

-“¡Hijos de p****!”


Encanto del centro


La zona céntrica contenía todas las ventajas para cualquier empleado de empresa. Al almuerzo se cambiaban “vales” en diversos restaurantes en convenio. Todo estaba a la mano para aprovechar cada segundo: los polos noticiosos, gremios, gobierno, academias, bibliotecas y por supuesto, las tiendas para hacer las compras, los útiles escolares y uniformes, peluquerías, gimnasios, médicos, veterinarios, iglesias, reparadoras de todo tipo, tintorerías, abogados, contadores…¡Todo! 

Además, al finalizar la jornada laboral, bastaba caminar unos pasos para ir al cine, teatros, bares y espectáculos al que asistían los reporteros de “celebridades”. Era posible dejar el automóvil en casa ( o no tenerlo)  y movilizarse en el abundante transporte público y privado. En suma, un paraíso construido por casi cien años de tradición. Incluso nosotros, los más jóvenes, estábamos felices de trabajar en el corazón de la ciudad, ya que se estaban poniendo moda los barrios Bellavista y Lastarria (inolvidable jazz en la Plaza Mulato Gil de Castro).


El traslado


Al viejo edificio le llegó la inevitable la “hora de cierre”. Se multiplicaban los suspiros tristes, mientras los funcionarios revisaban las oficinas por última vez. Varios se sacaban fotos en la histórica puerta de madera labrada, resabio de los nostálgicos esplendores del palacio. El equipo de producción preparó una portada especial para la despedida. Una secretaria fue fotografiada subiendo las señoriales escaleras de mármol. El ángulo de la toma destacaba su larga trenza y sus tacones altos. Me tocó ver la escena desde el segundo piso. Nadie quería que aquel viernes terminara. Daban ganas de llorar.   

El lunes, al igual que muchos, tuve que tomar tres locomociones para llegar a los faldeos cordilleranos en el cerro Manquehue. Cada media hora, salía desde la estación final del Metro (Escuela Militar) un bus  de la empresa. Su rol era acercar a los empleados y clientes al diario.  Entre los campos con ovejas y el naciente jardín de rosas, el dios Mercurio de la actual fachada vigilaba a los recién llegados.


El choque cultural


La adaptación no fue fácil. En esa época, Santa Maria era una zona muy poco poblada, localizada cerca del aeródromo de Vitacura. Ante el descontento general, la empresa tuvo que instalar comedores con opciones de almuerzo, peluquería y gimnasio. Una línea de radio-taxi se instaló por convenio frente a la portería. Así, los periodistas podían acceder a sus fuentes noticiosas, los vendedores a sus clientes  y el personal realizar diligencias autorizadas (pago de cuentas y citas médicas). Pese a todo, el diario igual tuvo que abrir una pequeña sucursal en el centro. Se dispusieron allí computadores, teléfonos y salida de “valijas” hacia Santa Maria con diskettes de noticias, rollos fotográficos y los avisos comerciales pre-editados. 


Mi despedida


Duré en El Mercurio hasta inicios de 1987. A mis veinticuatro años tenía decisiones que tomar. La sala de computación daba hacia esa misma fuente de agua que aparece en la foto. Entonces, todos los surtidores eran altos y yo me imaginaba bailarinas vestidas de tul blanco danzando entre ellos. 

Después de circular por varias secciones, se abrió un cupo para ser contratada en la Revista Vivienda y Decoración. Me apoyaban colegas memorables como Luz María de la Vega y Aura Barnechea, sin embargo, la directora Gloria Urgelles tenía otra candidata. Ya había trabajado en el conflicto interno durante el cambio de giro de la Revista “El Domingo” (pasó de sus famosos reportajes-impacto a viajes) y no deseaba repetir esa desagradable experiencia. Además, mi pololo (novio) tenía planes matrimoniales. ¿Qué hacer? En aquel ambiente (donde me tomé la foto) decidí terminar mi relación amorosa y aceptar un empleo en la radio “Estrella del Mar” en la isla austral de Chiloé. Las tatarabuelas de las rosas, agitando sus pétalos, me desearon buena suerte en mi nuevo destino. 


domingo, 1 de diciembre de 2024

¿CUANTAS VIDAS NECESITA UN ALMA?

 


Ha llegado a mis manos el libro de una querida amiga y periodista, Albina Sabater Villalba. Hace unos meses hablamos sobre el texto en un hermoso café de Providencia, de aquellos instalados en antiguas casonas inspiradas en la época del Charleston, marchas de sufragistas, obreros de Recabarren, películas mudas, Titanic hundido y ruidosos automóviles a la par de carretas con caballos, 
Albina calza perfecto con esa nostálgica. Enciende un cigarrillo y me habla del germen de sus historias.  Desde que la conozco en el diario El Mercurio, siempre se destacó por su cultura, manejo de idiomas y su capacidad asombrosa para sobreponer obstáculos, algo que hoy los psicólogos llaman “resiliencia”. Es madre de dos hijos, ha vivido en África, Estados Unidos y ha recorrido casi todo el mundo. La recuerdo escribiendo biografías, leyendo las cartas del tarot y publicando las profecías del calendario Maya. Mucho antes del nacimiento de  su libro “Reencarnación, las vidas de un alma”, ya conversábamos sobre personas que parecen venir al mundo plenas de sabiduría, espíritus antiguos, almas viejas. Así, no fue raro que el año pasado, en aquel café pleno de fantasmas luminosos, ella me entregara su reciente obra. 

Los Relatos

Son cincuenta relatos o “retornos” de un alma, desde que nace (Sí, las almas nacen desde el útero de la Conciencia Divina) hasta su arribo al cuerpo de Albina. ¿Último viaje? No lo sabemos, todo depende de las experiencias y aprendizaje. Según cuenta mi amiga, los relatos se fueron generando muchos años atrás. Le ocurrieron cosas extrañas, signos que ella fue sumando. Por ejemplo, sueños muy realistas, sensación de haber estado en un lugar, rostros que le parecían conocidos, libros o películas que le daban pistas de situaciones vividas en el pasado. En otras oportunidades, algún amigo, ex novio o hasta desconocidos le aseguraban que ella les evocaba un ancestro o le atribuían la misma personalidad de un ser ya fallecido. Poco a poco, Albina fue ordenando y redactando cada relato. Incluso, se sometió a sesiones de regresión para completar algunos de ellos. Cada cuento o vivencia va unida por el ascenso del alma libre del cuerpo hasta un universo de cristales, seres de luz, maestros azules y ángeles. Desde esa amplitud celestial, es enviada una y otra vez a la Tierra, según lo que va quedando pendiente o requiere revisión. 

Abanico de épocas

Los viajes del “alma bebé” se inician en las breves y duras existencias infantiles situadas en el Paleolítico. Luego, los sucesivos retornos implican  desafíos más complejos, lo que incluye encontrarse con las otras almas que, según la teoría de la reencarnación, van acompañando nuestro camino existencial. Así, la encontramos como esclava china, estudiante de la antigua Corea, hermana del faraón, una joven elegida por el sultán, la nieta de una curandera (bruja), testigo de los cátaros, fogosa gitana, dama de castillo medieval, un hijo bastardo de la realeza, una actriz rusa, un escritor sueco y mucho más. También apela haber sido el Papa Rodrigo Borja (inquietante y bien logrado texto).
En cada período, abundan los detalles históricos y cotidianos, aspecto que enriquece la lectura. 

¿Cuánto es suficiente?

La gran pregunta que permanece en el aire (incluso para el alma protagonista) es ¿Cuántas vidas son suficientes para alcanzar la perfección? Si nos remontamos al origen de la creencia, que es el hinduismo, el ciclo de la reencarnación es infinito y depende de las acciones realizadas u omitidas en cada período vital. La liberación final se produciría una vez cumplida la rueda de todos los karmas pendientes. El budismo se le parece, pero habla de “transmigración” en un ciclo finito. En este aspecto, Albina deja abierta la interrogante del karma y sus consecuencias. Por ahora, ella en su “cuerpo actual” tiene una misión que cumplir, producto de un aprendizaje  de siglos. Se puede creer o no en los postulados del libro, sin embargo, después de su lectura, es fácil observar a los seres que nos rodean con ojos trascendentes. Según el enfoque cristiano, la salvación en brazos de Cristo es el  el final del ciclo. Un libro que invita a tomar consciencia de cómo actuamos en la vida.