La caleta pesquera de El Quisco, en la región de Valparaíso, es un lugar que atrae por el colorido de sus botes, el muelle, su mercado artesanal y los dos restaurantes manejados por el sindicato de pescadores. Desde que nos casamos, hace dieciséis años atrás, nos gusta ir con mi gringo a comer en estos locales y caminar un poco por la rocosa playa. Es un rito que realizamos cada vez que viajamos a Chile. Aunque lo han remodelado, lo cierto es que conserva todo su carácter pintoresco. Según horario, pueden verse las barcas llegando o saliendo. Cuando hay un bullicioso revuelo de gaviotas y pelícanos sabemos que los hombres están limpiando los productos del mar antes de venderlos. En verano, las aguas se tornan de un brillante color turquesa; en invierno, la bruma lo cubre todo. Digamos que es un rincón con aires poéticos.
LUGARES Y PERMANENCIA
Todos aquellos que retornan frecuentemente a un lugar, detectan dos energías contradictorias. Por un lado, la sensación de una sólida permanencia y por otro, la desaparición de momentos irrepetibles. En este punto, me refiero a las personas que nos han acompañado a disfrutar la aventura marina. Familiares y amigos que han venido a acompañarnos desde los Estados Unidos o Chile, algunos han fallecido o se ha perdido el contacto. También, incluyo a esos edificios demolidos o al simple inexorable transcurso del tiempo. Cada año que volvemos somos un poco más viejos. Misma escenografía, otras historias, conversaciones, música, modas. Nos alegra, por ejemplo, reconocer a los antiguos camareros entre los nuevos rostros. El menú, por suerte, no ha cambiado.
MI “YO” ADOLESCENTE
El paisaje de fondo también tiene planos de realidad temporal. La gran playa de arenas blancas que se aprecia desde los ventanales es la misma donde vine por primera vez a veranear en 1972. Entonces, se arrendaban carpas blancas y azules para cambiarse de ropa y quedarse a la sombra. Eran pocos los valientes que manejaban su vehículo desde Santiago. Se estaban recién inaugurando los túneles entre las dos cordilleras que obstaculizaban el arribo a la costa central. Los conductores debían demostrar toda su destreza para ascender por los estrechos caminos y altos acantilados. Algunas pioneras líneas de buses ofrecían el temerario viaje que podía durar tres horas con parada a almorzar en Melipilla. Hoy, gracias a las modernas carreteras, el trayecto tarda hora y media. Recién llegada a Santiago, mi mamá inició los veraneos a la costa en el Citroen, acompañada por su mejor amiga, quien también tenía niños de nuestra edad. Entonces, no existía la caleta de pescadores, pero sí las pozas entre las rocas y el flamante edificio circular del ex club de yates, que en la temporada estival se tornaba en discoteca. Así, en nuestros actuales paseos a El Quisco, me parece distinguir a lo lejos mi propia imagen adolescente, con mis amigas en bikini, tomando sol y planificando caminatas al atardecer, soñando en ser invitadas a bailar como en la película “Fiebre de Sábado por la noche”. ¿Dejamos olvidados nuestros fantasmas en los lugares que visitamos?
CONSTRUIR MOMENTOS
Recién en los años 90’s la zona del ex Club de yates dio paso al complejo del sindicato pesquero. La estatua de un flaco San Pedro, patrono del oficio, vigila el horizonte desde un pedestal. El Quisco (nombre de un abundante cactus nativo) ha crecido. Más barrios, más ruido, menos sitios naturales. Sin embargo, alrededor de la playa todavía existe el eco del pasado. Caminando por la orilla me imagino a los habitantes anteriores a ese mágico primer verano de 1972. En los 60’s el balneario de lujo era el vecino Algarrobo, pequeña urbe a la que llegaban los políticos famosos y empresarios de origen español, italiano y árabe. Mucho, mucho antes, en el auge del ferrocarril, era Cartagena la ciudad de moda para la aristocracia chilena. El Quisco no figuraba en el mapa de los panoramas turísticos. Era un villorrio de pescadores y campesinos, muy aislados de la ciudad. El ganado vacuno y las cabras deambulaban por el mismo paisaje que yo debí intuir antes de nacer. Si cierro los ojos, entre los graznidos de las gaviotas, puedo escuchar lo ausente en lo permanente.
Algún día, nuestro ritual llegará a su fin. Mi gringo y yo dejaremos este mundo, quizás los pescadores sean reemplazados por torres de varios pisos. San Pedro se hundirá en el océano, pero nuestras huellas quedarán en esas horas vividas en pacífica felicidad, buena comida, diálogos con los otros clientes, sonrisas y barcas saliendo hacia la puesta de sol.