La mitad de mi historia familiar y personal ha sido construida alrededor de Barcelona. Cuando mi padre zarpó desde esa histórica ciudad hacia Sudamérica en 1956, los largos tentáculos de la nostalgia se enroscaron en su corazón en un abrazo invisible que traspasó a sus hijas. A través de relatos, viajes y cartas de la tía Carmen, los colores de España fueron ocupando un lugar en el imaginario de mi memoria. Cada vez que retorno a sus calles góticas, al sabor de sus tascas y a su glamour arquitectónico, me resuenan los ecos de una patria posible. Involuntariamente, siempre comparo con aquel “viaje fundacional” de 1969, el único en el que aterrizamos como familia de cuatro. A mis cinco años, el contraste con el humilde pueblo de Lota y el calidoscopio cultural de Europa, quedó grabado a fuego en mis sensibles impresiones de niña. Fue la única oportunidad en que pude conocer a mi abuelo Pedro Clemente. Todos los demás, ya habían fallecido.
Una vez más, en Barcelona
Hoy, llevo casi una semana en Barcelona. Alojada en el departamento de mi sobrina Ángeles Aldunate Clemente y su esposo Javier, me siento como testigo de un relevo generacional. Un 28 de junio del 2023, ambos dejaron Chile atrás para instalarse en la ciudad de nuestros ancestros. Esa fecha calzó justo con el aniversario del accidente minero donde mi papá perdió la vida en 1970. El año pasado, un 28 de junio se cayó misteriosamente desde la pared una fotografía de mi papá. Había sido tomada en su escuela infantil, con el mapa de España a sus espaldas. Según la leyenda familiar, mi padre nunca dio por cerrada la posibilidad de volver a su tierra natal. Era un perfecto hombre del Mediterráneo. No embustero ni jugador, como lo describe Joan Manuel Serrat en su canción, pero sí de espíritu libre y divertido. Cada vez que íbamos a poner flores al mausoleo Magallanes en el Cementerio General y observaba su nombre tallado en piedra chilena, sentía el llamado de seguir los pasos perdidos y volver al lugar donde la mesa quedó puesta en su espera. Bajo este impulso saqué mi nacionalidad en 1990. Por esas paradojas del destino, terminé casada con un gringo y radicada en los frondosos bosques de Virginia. Aunque mi sobrina nunca lo soñó o planificó, es ella quien está recogiendo la cuerda de cristal que siempre dejan los espíritus arrancados bruscamente de la Tierra.
Raíces familiares
Mi primo Ángel es el único que queda de las familias Paz y Clemente. En otros tiempos, muchos Paz deambulaban por Navarra y Cataluña. La pareja ancla eran mis tíos José y Carmen. Narradores de anécdotas, fueron custodios de las travesuras infantiles de mi padre. Con el matrimonio se unió Dolores, catalana típica, de idioma local, duro carácter y generoso corazón. Era como suele verse a las mujeres en estos rumbos, flaquita, ojos claro y cabellos de miel oscura. Casi todos han fallecido. En cuanto a los sobrevivientes, los frutos de las nuevas ramas se encuentran demasiado lejos del tronco. Ángel, ya mayor, hizo su propio recorrido urbano hacia sus raíces. Salió de Santa Coloma de Gramanet para instalarse en el barrio céntrico de Fabra y Puig. Allí, lo ampara como un viejo centinela, el edificio de cinco pisos donde vivieron sus padres José y Carmen. Hay una foto donde mi papá se asoma a uno de los clásicos balcones redondos del piso superior. La dirección “Fabra y Puig 51” era la llave mágica de las cartas que llegaban desde Europa a nuestra casa de Lota, en Arauco. Por supuesto, allí alojamos en aquel viaje de 1969.Nos juntamos a comer junto a mi primo en un restaurante de barrio. A sus ochenta y dos años, Ángel luce cansado. Afortunadamente, su hija Chus hizo muy buen contacto con mi sobrina. Cuando dejemos este mundo, serán ellas las que construyan el futuro de la familia en Barcelona, un reencuentro entre Chile y España.
Catedral María del Mar
Todo esto lo pensé cuando ingresé a la catedral de Santa Maria del Mar, en el barrio Born, cerca de la costanera marina. En esa magnífica grandiosidad de los templos góticos, me sentí abrazada por la atmósfera casi sobrenatural del tiempo suspendido. Pensé en las realidades paralelas que suelen tener los lugares de historia centenaria. En las piedras parecían circular las sombras de los picapedreros. Murmullos extintos me llegaban desde rincones antiguos. Afuera, se vigorizaba el bullicio present4e de los paseantes del siglo XXI y las callecitas de arquitecturas sobrepuestas. En la catedral era fácil darse cuenta de nuestro efímero paso por los senderos de la vida. Los Paz Clemente son solo una pequeña pieza en el complejo rompecabezas de los habitantes de Barcelona. ¿Cuántos rieron, amaron o sufrieron antes que ellos? Íberos, romanos, reyes, caballeros, marineros, artesanos, judíos, católicos, moros. Fábricas, guerras, estudiantes, rockeros, Picasso, Dalí, Gaudí. Cada historia célebre ensamblada con otras desconocidas. Recordé que alguna vez quisieron bautizarme como María del Mar, en honor a este sagrado edificio. Un nombre que llegó muy tarde a Chilea través del correo postal. Quedé en María del Pilar Clemente o York, apellidos móviles de acuerdo al territorio. Anécdotas, familia, existencia. Cierto, las piedras quedan y nuestros cuerpos desaparecen, pero los lugares amados conocen el secreto de cobijar todo lo que alguna vez fuimos, incluidos nuestros sueños.
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