
Desde su mágica invención, la fotografía es un arte que dialoga con oxidadas historias de fantasmas. A diferencia de una pintura, congela para siempre un instante que la crueldad del tiempo se encarga de convertir en un espíritu del ayer. Hace poco, ordenando cajas con papeles, cartas y documentos, me encontré con numerosas fotos familiares. Dos retratos en blanco y negro me llamaron la atención. Uno era de mi mamá y el otro, mío. Aunque me han acompañado por décadas, recién ahora me fijé en un detalle clave. Fueron tomados cuando ambas teníamos veintidós años. ¿En qué estábamos pensando? ¿Cuál fue la situación detrás de la cámara?
Dulzura y esperanza de 1958
Olga, mi madre, se encuentra asomada en una ventana y parece conversar con alguien situado en el piso inferior. Dada su naturalidad, se trata de un acierto fotográfico logrado por su primo Sergio Troncoso, aficionado a las modernas cámaras que algún amigo traía desde los Estados Unidos a Chile. La ventana corresponde a uno de los dos departamentos del edificio emplazado en la esquina de Marín con avenida Italia, en Santiago. Era (y es) un barrio residencial, muy cercano al centro de la ciudad. La sombrerería de la familia Girardi y las pastas de los Piamonte (precursores del restaurante Da Noi) habían dado el nombre a la avenida principal. A unas pocas cuadras, se hallaba la parroquia San Crescente, eje del barrio Santa Isabel. Varios miembros de la familia Magallanes habían protagonizado en ella matrimonios, bautizos y funerales. Siguiendo la tradición, mis padres se habían casado allí en 1957. En el momento de la fotografía, arrendaban el departamento colindante al de los Troncoso Magallanes, en el segundo piso. Al atardecer, ambas familias cerraban la puerta del primer nivel y abrían las de cada hogar. Los primos llegaban con sus cónyuges e hijos y se armaban improvisadas tertulias, sazonadas con los exquisitos cócteles que preparaban Sofía y la mamaJovita, maestra de la cocina. Miguel, mi papá, era el “español recién llegado” y todos se esmeraban por acogerlo. Les gustaba escucharlo cantar zarzuelas y declamar poesías.
Época feliz
A sus veintidós años, Olga iniciaba una etapa resplandeciente, reflejada en su confiada y breve sonrisa. En su mirada, hay una dulzura que los párpados ocultan con disimulada coquetería. Además de estar enamorada y en plena luna de miel, tiene un empleo que le fascina. Es secretaria en la agencia de publicidad McCann-Erickson, donde se relaciona con la vanguardia creativa de esos años. Pronto habrán elecciones presidenciales, en las que Jorge Alessandri figura como posible ganador. En las tertulias de Marin se habla amigablemente de política. Ni la revolución cubana ni el terrible terremoto de 1960 ocurren aun. Es un periodo de estabilidad económica y todos hablan de asistir al Estadio Nacional para aplaudir el clásico futbolero entre los equipos de la Universidad de Chile y la Católica. Mi mamá se siente acogida, el futuro le hace guiños prometedores. Ahora tiene la fuerza para cicatrizar las heridas de su infancia. Esa luz interior le ilumina el rostro y la embellece en su relajado atuendo cotidiano. Ella conversa con alguien en la calle, el barrio, sus tiendas, cafeterías y su gente, son parte de su nueva vida de mujer casada. ¿Soñará también con ser madre?
La romántica de 1984
Mi retrato no tiene nada de natural ni de “acierto”. Es una producción con un fotógrafo profesional. Llevo casi un año haciendo la práctica periodística en El Mercurio. Eran seis meses, pero me lo han prolongado, lo que es una buena perspectiva porque el diario se encuentra enfrentando la crisis económica de 1982. Los encargados de finanzas han descubierto que las fotos ilustrativas de reportajes se pueden hacer con la buena disposición del personal existente. Estimular la vanidad de “salir en la prensa” significa un ahorro en modelos y en la compra de material gráfico. Para el caso de la foto, se trataba de un tema solicitado por la Revista Ya, relacionado con el cuidado del cabello. Alguien me sugirió participar en las pruebas. ¡Mil películas pasaron por mi mente! El ego subió. Me dieron libertad para llegar vestida según mis preferencias. Escogí una blusa ornada de encajes blancos. Según yo, me otorgaba un look romántico de etérea belleza. Homero Monsalve fue el fotógrafo encargado de tomar las diapositivas. Al notar mi atuendo, tuvo la gran idea de hacerme posar entre las flores. Al parecer, no pude sonreír en ninguna de las imágenes. Mi rostro refleja conflictos interiores que, entonces, me atormentaban. A mis veintidós años, el futuro me aterrorizaba. Junto a la recesión económica, la tecnología de la prensa estaba cambiando. Acababan de despedir a varios periodistas y funcionarios. La televisión crecía en detrimento de los diarios. ¿Me había equivocado de carrera? Pinochet se encontraba en el poder y las libertades eran pocas. ¿Qué venía ahora? Había cumplido con la meta del colegio y la universidad. El Mercurio no me convencía del todo. Llevaba varios años de pololeo ¿Casarme? No me sentía enamorada y me daba miedo decirle la verdad. Mi retrato no fue aceptado. Fue un balde de agua fría. ¿Tan fea soy? Sin duda, buscaban la sonrisa angulosa de Farrah Fawcett o la agresividad punky de Cindy Lauper. Homero me regaló la foto traspasada a blanco y negro. Quedaron impresos unos ojos tristes, aferrados a la nostalgia de una infancia feliz, lejana, decorada con encajes blancos del último cuento de hadas.