Conocí a Mafalda en 1979. Era mi último año de colegio. A la incertidumbre propia del futuro (clásica para todos quienes finalizan la vida escolar), se sumaba el nebuloso porvenir de Chile. En esta atmósfera llegó a mis manos uno de los libro-historietas de Quino. Mafalda, con su deslenguada ironía de piba argentina, me alejó para siempre de las revistas cómics que solía comprar en el kiosco de la esquina: El ingenuo Pato Donald, la pre-feminista Pequeña Lulú (luchando contra el Club de Toby), la romántica Susy, el criollo Condorito y los paquetes con TBEO que me enviaban los tíos de España. No sabía entonces que Joaquín Salvador Lavado (Quino) había congelado la imaginaria vida de Mafalda un 25 de junio de 1973. En suma, el personaje se había quedado en sus nueve años justo cuando las dictaduras comenzaban a masificarse en Latinoamérica y Africa, cuando la Guerra Fría vivía su momento más candente, Richard Nixon recién había caído, el conflicto de Vietnam estaba por terminar y los hippies esperaban la Era de Acuario. Aquel año de 1979, Mafalda me mostró con sus verdades ácidas, los grandes problemas (y la esperanza) de la modernidad, aunque su último chiste lo había dicho años atrás.
Epoca de papel, radio y TV
Con Mafalda evoco mis peripecias universitarias y el recorrido por barrios que, parodiando al cantor-poeta Mauricio Redolés, eran bellamente frágiles, con niños jugando al fútbol, volantines en el cielo, cantores callejeros, aroma a chocolate y naranjas. Plenos de “esa alegría de la utopía que nos negó este siglo”.
Escuchábamos a Joan Manuel Serrat, escribíamos a máquina, intercambiábamos libros y cassettes censurados. Recuerdo que me pedían prestado mi álbum de Los Beatles, una “joyita” que me compré al quedar seleccionada en la Escuela de Periodismo. A cambio, yo solicitaba revistas de Mafalda o las francesas de “Asterix y Obelix”. Recuperar los préstamos eran algo difícil, pues en esos tiempos de diarios, revistas y papel, no se podía bloquear a quienes nos ofendían. Las protestas en la avenida Alameda iban en aumento, algunos compañeros de universidad terminaban en la cárcel. Otros, mucho peor. La oficina de la Iglesia Católica, Vicaría de la Solidaridad, se convirtió en defensora de los derechos humanos.(¡Qué increíble parece ahora!). Aprovechando el recurso de rescatar marcas o permisos de medios que ya no existían, aparecieron varias revistas de oposición. Una de ellas fue el tabloide Fortín Mapocho.
Diminuta Libertad… y Gus
En el Fortín Mapocho, una viñeta firmada por un tal “Gus”, comenzó a ganar popularidad. Era Margarita, una colegiala de rostro indefinido, que jugaba con las palabras noticiosas y hacía reír evadiendo la censura. El dibujo de una vaca, acompañado por la enigmática frase “Y va…er” , se transformó en ícono de la resistencia en contra de Pinochet. Se cantaba en todas partes, conjurando para que su caída no pareciese tan lejana como las esperanzas de Mafalda.
Algunos comparaban a Margarita con la versión chilena de la piba argentina. Gustavo Donoso, su creador, optaba sabiamente por el anonimato. En esa década del 80 es imposible no mencionar a estas niñitas de ficción, que flotaban en una atmósfera compuesta por gases lacrimógenos, el cierre del ferrocarril a Valparaíso ( y de la Estación Mapocho), cine-arte, aparente prosperidad económica y policía secreta. Leer a Mafalda era un rito, en especial camino a a Isla Negra, donde la casa náutica de Pablo Neruda permanecía cerrada. Sus chistes eran (y son), un espejo crítico del mundo cotidiano. Su mamá limpiando eternamente la casa, reclamando por los precios y añorando haber sido profesional. El papá, un oficinista estirando el salario y proyectando sus diminutos sueños en su citroneta. Guille, el hermanito que creía en la magia, en contraste con la machista Susanita. El pobre Monolito, hijo del almacenero, siempre castigado por sus mal desempeño escolar. Felipe, el lector voraz de historietas, incapaz de entender que la vida no se parece a la de los súper héroes. La más inquietante (además de Mafalda) era Libertad. Una pequeñita de frágil aspecto y agudo ingenio. En medio de las empanadas y el vino caliente de las peñas folclóricas ochentenas, nos recordaba lo esquiva y lo fácil de perder que es la libertad.
Hemos perdido a Quino, el creador de un personaje señero. Y aunque las épocas pasan y todo nos parece tan lejano, las voces de esos niños de barrio nos seguirán dando lecciones para construir un mundo mejor.
(María del Pilar Clemente Briones)
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