sábado, 28 de diciembre de 2019

¡Qué hermoso eras Valparaíso!




¡QUE HERMOSO ERAS VALPARAÍSO!

Mi corazón se encoge con las impactantes llamas que consumen el camino La Pólvora y cerro Rocuant en Valparaíso. No es la primera vez. En el 2014, el siniestro afectó la misma zona, pero en mayor escala. Hubo más de once mil damnificados y la pérdida de 2.500 viviendas. En aquella tragedia, Chile se conmovió tanto y ofreció tanta ayuda, que los excesos de alimentos terminaron en el vertedero. Hoy, la solidaridad es menor, quizás porque los afectados han “cometido el error” de aceptar el apoyo económico del gobierno. Ante la consigna es “sacar a Piñera”, todo aquel que tenga la desgracia de ser fotografiado cerca de su persona, cae en la lista negra. Por otro lado, dirigentes estudiantiles exigen hogares dignos para las víctimas en el plan, mientras las autoridades discuten entre quienes juran que no aprobarán el retorno habitacional a esa zona de riesgo (donde es difícil retirar la basura y combatir incendios) y el alcalde que hace eco de los vecinos en sus intenciones de reconstruir allí (como lo hicieron la vez anterior). Todo indica que en algún tiempo más, veremos las mismas escenas. Pronto, las peligrosas chispas de los fuegos artificiales del Año Nuevo porteño  iluminarán barrios en escombros, bosques en cenizas, el comercio a medio funcionar por los saqueos y el patrimonio turístico afectado. No resulta extraño que algunos cruceros hayan eliminado la detención en el puerto por feo y riesgoso.

Un mal comienzo

La (ex) Joya del Pacífico partió en contradicción vital. Sus habitantes nativos (conocedores de la geografía y del clima) lo llamaban “Alimapu”, que significa “tierras quemadas”. Sin embargo, la leyenda consigna que el navegante Juan Saavedra lo bautizó “Villa del Paraíso”, una estrategia de marketing dirigida a la corona para que financiara futuras minas de oro. En 1730 un gran terremoto y tsunami destruyó el poblado. Los incendios causados por el viento acabaron con todo el legado colonial. De hecho, es el único puerto Latinoamericano que no conserva nada de aquella época (no importa, ¿a quién le interesan los españoles?). La reconstrucción tuvo breve duración. ¿Adivinen? En 1850 otro “voraz siniestro” convirtió en cenizas cuarenta edificios céntricos. Superado el drama y organizado el primer cuerpo de bomberos del país, la actividad naviera y militar le otorgó un estupendo despertar. En ese tiempo fue apodado “Don Pancho” por la iglesia de San Francisco, punto de referencia avistado por los barcos que llegaban de todas partes. Valparaíso se transformó en ciudad pionera y cosmopolita (Santiago era una alpargata a su lado). Fue la primera en tener agua potable, alumbrado público, tranvías, fábricas y un diario importante (El Mercurio). En 1903, el puerto brillaba con edificios señoriales que albergaban a ingleses, franceses, alemanes e italianos. Nuevas plazas y jardines acogían a los paseantes. En los cerros crecían coloridos barrios de autoconstrucción. Artistas y poetas se daban cita en el lugar. Fue en sus muelles cuando los estibadores iniciaron las huelgas obraras que prenderían por todo Chile. Sigan adivinando. Aquella famosa protesta se inició con la quema de las oficinas navieras. Ante dicha realidad, el escritor porteño Joaquín Edwards Bello inventó el apodo de “Incendiópolis” para referirse a la ciudad.  

La caída de la época dorada

El terremoto de 1906 y la inauguración del Canal de Panamá empujaron al puerto a una caída en picada. El entonces presidente Pedro Montt no dudó en invertir grandes sumas estatales para levantar la belleza de aquel puerto tan amado por los chilenos.  Sin embargo, nunca recuperó su prosperidad, ni siquiera cuando en 1990 se trasladó allí el Congreso Nacional (los honorables no quisieron vivir allí). “Don Pancho” siguió atrayendo artistas, estudiantes y turistas. En los años 60’s el fotógrafo Sergio Larraín inmortalizó escenas portuarias, bares, calles, burdeles, desfiles navales, mercados y procesiones religiosas en imágenes aplaudidas por el mundo. Lamentablemente, sus habitantes se marcharon poco a poco, dando lugar a residentes de paso, incapaces de valorar la ciudad. Nuevos sismos e incendios fueron diezmando el casco urbano. Nuevas poblaciones se instalaron en lugares peligrosos y secos que avivaron los incendios. En el 2003 la UNESCO declaró a Valparaíso patrimonio de la humanidad. Complejas leyes de conservación y la falta de visión futura de las autoridades, impidieron la recuperación de identidad. Por ejemplo, en el 2007, una explosión de gas convirtió en ruinas el edificio Subercaseaux. En el 2016 ocurrió lo mismo con el Ross Santa María (no importa, fueron construidos por ricachones). La antigua iglesia de San Francisco ya ha sufrido tres incendios y a nadie le interesa reconstruirla (no importa, pertenece a los curas).

Triste futuro

Con la muy criolla actitud del “no importa”, la otrora joya está perdiendo todas sus gemas. La sequía ha agudizado el destino fatal que le pronosticaron sus habitantes prehispánicos. Se suele comparar a Valparaíso con San Salvador de Bahía, dos puertos que reaccionaron en forma diferente cuando se convirtieron en patrimonio universal. Nuestro Pancho prefirió gastar los fondos en efímeros carnavales en vez de infraestructura, seguridad, comercio y turismo. Hoy, algunas valientes iniciativas (como los trolley-buses) se mantienen entre cenizas, grafittis y basuras. El homologo de Brasil optó por el largo plazo. Hoy, su identidad recuperada atrae a viajeros de todo el mundo. ¿Volverás a ser hermoso, mi querido puerto?


lunes, 2 de diciembre de 2019

Adiós a los juguetes...¿a los cinco años¡


ADIÓS A LOS JUGUETES...¿A LOS CINCO AÑOS?

 


Cuando era niña, soñaba con tener una casa de muñecas al estilo Mary Poppins. Era la década del 60’ y vivíamos en Arauco. Conseguir juguetes era caro y difícil. Los padres con más recursos viajaban  a Santiago en busca de novedades. Lo normal era probar suerte en las tiendas de Concepción o mandar a confeccionarlos a los carpinteros de  la Compañía  Carbonífera Lota Schwager. Desde sus rudas manos, emergían  caballitos, trenes, palitroques, casas y cualquier artilugio de madera. Las terminaciones no eran tan finas, pero igual alegraban a los niños. Entre los juguetes de plástico y goma, se destacaban muñecas, pelotas, baldes de playas, paletas de tenis y figuritas coleccionables. No faltaban las bolsas llenas de bolitas de cristal, triciclos y bicicletas. El surtido era escaso, por lo que todos solíamos tener las mismas cosas. Estos humildes juguetes acompañaban a sus dueños durante una larga infancia. Los más queridos solían ser los más deteriorados. Eran sobrevivientes de batallas y mimos excesivos. Desprenderse de los “viejos amigos” era una verdadera ceremonia que arrancaba más de una lágrima. Los estropeados se reciclaban o se iban a la basura. Los mejores se regalaban a primos menores. Siempre quedaba algún juguete en los estantes. Su presencia nos ayudaba a consolar los sinsabores adolescentes. Eran testigos de los diarios de vida o el primer cigarrillo a escondidas. En provincia, en zonas alejadas de la televisión, la niñez se prolongaba hasta los 13 y 14 años. En Santiago, la chiquillería de la época bailaba con “Música Libre” y soñaban con ser “grande”. La edad oficial de la adultez eran los 21. Tan importante era desear ser mayor que hasta un helado de crema y pasas al ron se llamó “Danky-21”.

 

Sin pena ni gloria

 

Actualmente vivo en los Estados Unidos y me tocó visitar una casa donde los hijos de  cinco y siete años habían comenzado a desprenderse de sus juguetes. Hasta pocos meses atrás, la niña había disfrutado con muñecas y una casita Barbie. El hermano era fanático de los trenes eléctricos. ¡Había que saltar entre líneas férreas y vagones olvidados!  ¿Qué había ocurrido? Ambos acababan de recibir flamantes Ipod, plenos de video games, películas, tareas didácticas, música y todo lo que desearan. Cuando llegué, los hermanos estaban sentados en un gran sofá, enchufados a sus audífonos e hipnotizados a sus pantallas privadas. Pocos días antes, había visto en las noticias la quiebra de la tienda “Toys for us”. Esta empresa, fundada en 1957, había sido el gigante de los juguetes en USA. Según explicaban los ejecutivos, la edad de las fantasías infantiles se estaba acortando en forma dramática.

Me dejó pensando que un par de niños de cinco y siete años se alejaran tan fríamente de sus juguetes. Quizás, eran ya el producto de la cultura de lo desechable iniciada en los 80’s. ¡Usar y botar! Mi esperanza retornó al conversar con dos mamás latinoamericanas. Ellas me confesaron haber conservado unos pocos juguetes de sus niños, pues deseaban volver a usarlos con la llegada de los nietos. ¿Sentimentalismo? ¿Tontera? ¿Algo que no sucede en Chile? Para pensar…
(María del Pilar Clemente B.)